EL PAíS › OPINION
› Por Rolando Concatti *
Ahora que Christian von Wernich ha sido juzgado y condenado, un poco sobran las palabras. Es reiterativo expresar la repugnancia ante un tipo que se valía de su misión presuntamente espiritual para extorsionar a los condenados, o la indignante complicidad de la jerarquía católica –una parte al menos– que lo ha protegido o disimulado de todas las maneras posibles. La condena, sin dudas, es una justa respuesta de la sociedad. Pero quedan en el aire, terribles, numerosas preguntas.
La primera: ¿cómo es posible que individuos de esta catadura lleguen a ser sacerdotes católicos, ministros de Jesucristo?
Porque no es asunto de que Von Wernich de golpe se convirtiera en un monstruo. La cosa venía de siempre. La simulación, el travestismo, la ferocidad fascista y la manipulación de lo cristiano son su historia.
No conozco a este hombre personalmente. Pero en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo del que fui miembro se hablaba bastante de él. No era cura todavía, pero había transitado por muchos seminarios, siempre expulsado. Hasta el obispo Tortolo, jefe de los ultras, lo había echado de Paraná. Cuando esto pasa en el mundo clerical se prenden luces de alarma, muchas sospechas. Pero aquí se agregaban otras razones. En sus repetidas vacaciones forzadas Christian se dedicaba a la buena vida. Y al desparpajo. Contaban de una vez en que deslumbró a sus amigotes en Río de Janeiro, exhibiendo para el asombro y la envidia de todos media docena de documentos “alternativos”, uno de ellos con credenciales de comisario de la provincia de Buenos Aires. Mostrando incluso un traje de comisario; también una impecable sotana. Merecía sus sobrenombres: “El Duque”, “El Conde”, “El cura”.
A los tercermundistas nos inquietaba porque era un incondicional de la extrema derecha clerical, los enemigos jurados del Movimiento: los curas Meinvielle, Sánchez Abelenda, el obispo de La Plata Antonio Plaza. Fue este último quien lo ordenó sacerdote. Recuerdo el feroz comentario de Miguel Ramondetti: “¿Y por qué no lo va a ordenar Plaza?, si Plaza nunca ha creído en Dios...”.
Otras preguntas, también, si no caemos en el maniqueísmo de suponer que estos hombres son feroces hienas insaciables. No es preciso creerse Dostoievski para saber que en todo criminal anida un corazón retorcido y contradictorio. ¿Qué pudo llevar a Von Wernich, de familia pudiente y estilo disoluto, a elegir el corset clerical, la vida oscura, la perpetua mirada vigilante que siempre soporta un cura? ¿Buscaba una expiación, aunque después su naturaleza ambigua siempre se impusiera por el peor camino? ¿Descargaba en los otros, en el cuerpo de las víctimas, algún odio a sí mismo, a su destino? ¿Aceptaba la “salvación por la tortura” porque él necesita redimirse? ¿O todo fue siempre más cínico, más vulgar, más insignificante?
Otra cuestión, aunque resulte incómoda a nuestro racionalismo, a nuestra desenvoltura posmoderna. Es la cuestión del mal, del mal ejercido contra los inocentes, de la maldad implacable contra la criatura humana. Una interpelación para este tiempo, este país, teatro de horrores que no podemos soportar. Porque hermanos nuestros han sido las víctimas, pero también medio hermanos nuestros han sido los victimarios. Gente nacida en esta cultura, vecina nuestra por muchas avenidas.
Ya sé que el mal no se explica. Que contra el mal se actúa. Pero igual nos estremece. Y es una bocanada de aire puro el que la justicia llegue, aunque sea lerda y de mano vacilante.
Ante lo irremediable, la Conferencia Episcopal, más que una condena, ha emitido una de sus declaraciones de doble rostro. Un “sí, pero...”. Apenas salva la ropa. Suena como el clásico: “es un primo raro, familiar lejano, la oveja negra de nuestra familia tan decente...”.
De allí la última pregunta: ¿creerá en serio la Jerarquía que con esta declaración basta, que es suficiente para la sociedad? ¿Creerá que puede seguir siendo “custodio moral” de la sociedad, advirtiendo y enseñando a gobiernos y políticos, a médicos, a militantes sociales? (Perdonen el escepticismo: ¡sí!, lo seguirá creyendo...).
También es injusto, pese a todo, que resaltemos sólo las amarguras. Lo que pasó en el juicio es una pequeña pero espléndida reivindicación de la dignidad humana, de la vapuleada justicia humana. Lo entendieron los familiares de las víctimas que recibieron la sentencia con aplausos, cantos, lágrimas y abrazos. Las cuentas pendientes no pueden opacar este triunfo de la vida. Las rabias que siguen no nos arruinarán este día conmovedor e histórico.
* Ex integrante del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. Ensayista y novelista.
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