EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Durante el mandato presidencial que pronto termina, hubo hechos económicos y sociales que ya le ganaron un lugar en la historia, con la carga de aciertos y errores que el tiempo se encargará de ordenar. Capítulos como la negociación de la deuda externa, la sostenida tasa de crecimiento con la consiguiente reactivación económica y la creación de nuevos empleos que reestablecieron la integridad familiar en tantos hogares que vivían de la asistencia pública, cuando no de la caridad privada, son apenas referencias de un catálogo mucho más extenso. Sin embargo, en el recuento de estos cuatro años habrá que ubicar bien alto el compromiso del Poder Ejecutivo contra la impunidad de los violadores de los derechos humanos; el primero de los gobiernos elegidos por las urnas, en casi un cuarto de siglo, que no tuvo inflexiones de pensamiento en tremendo asunto ni claudicó en sus convicciones, sin espinazo de goma para saludar a curas y militares, portadores de la cruz y de la espada, antiguos emblemas de dominación. Una mirada retrospectiva sobre los años transcurridos desde el final de la dictadura puede confirmarlo. Raúl Alfonsín, que inició el presente ciclo democrático, tuvo los enormes méritos de formar la Conadep y de cobijar el juicio a las juntas militares, con los que se colocó como ejemplo para el mundo, pero luego no quiso, no pudo o no supo disciplinar a los carapintada y terminó promoviendo las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, ordenanzas de bochornoso olvido, enredado en la engañosa hipótesis de los dos demonios que hacía tabla rasa de víctimas y verdugos.
Carlos Menem, en sus diez años de gobernante, sólo tuvo desméritos en la materia, cuya pieza mayor fue el indulto a los mismos jefes que habían sido condenados por aquel tribunal, con la excusa de una presunta reconciliación nacional, imposible sin verdad ni justicia. Los gobernantes que vinieron después pasaron por el pináculo institucional centrifugados por vertiginosos torbellinos críticos, sin que ninguno pudiera consumar nada, pese a que hubo miembros de la Alianza con antecedentes políticos y personales como para despertar expectativas. En todos esos años, las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, y los demás organismos que compartían objetivos, siguieron bregando por conseguir juicio y castigo a los culpables y buscando los rastros de los seres queridos que habían sido capturados por la gran bestia infernal, el terrorismo de Estado. En esa incansable movilización radica la razón principal de lo que se consiguió, incluida la conducta del actual gobierno, puesto que la causa de los derechos humanos fue ganando la conciencia de millones de argentinos que durante años justificaron su indiferencia refiriéndose a las víctimas con una sentencia banal: “Algo habrán hecho”. Hoy en día todos los que quieren lo saben: no importa lo que hayan hecho, ninguna persona merecía la prisión clandestina, los tormentos, los vuelos de la muerte y la apropiación de los recién nacidos como parte del “derecho al botín” de los verdugos.
Nadie habrá encontrado novedades en esta introducción de memoria, pero resulta indispensable para asumir la dimensión de los hechos actuales en su apropiado contexto. Con el gobierno de Kirchner, las políticas públicas salieron al encuentro de la larga marcha cívica por verdad y justicia, con tanta transparencia y sinceridad que concitaron las adhesiones explícitas de Abuelas y Madres, suficiente garantía para disipar dudas sobre la calidad del compromiso oficial. Aun así, no alcanzó para develar tantas complicidades ocultas, para cerrar las tumbas abiertas y para procesar alrededor de 850 expedientes con 300 militares inculpados. Hasta la Corte Suprema de Justicia intervino, anteayer, para ordenar a la Cámara de Casación Penal que adopte “medidas urgentes” en un recurso vinculado con la causa ESMA que está cajoneado desde hace más de cuatro años. La mayor parte de las dificultades no tolera otra explicación que la complicidad latente de núcleos de poder, dentro y fuera de los tribunales, con las tareas cumplidas por los terroristas. La desaparición del testigo J. J. López, cuya suerte sigue en el misterio después de un año sin que ninguna fuerza de seguridad o de inteligencia del Estado aportara indicios sobre su destino, alcanza para probar la perversa y poderosa latencia. Hay un pensamiento ideológico-cultural que confunde, con deliberación, la paciente demanda judicial de los familiares de las víctimas con malévolas intenciones de venganza.
Peor aún: a propósito de la condena impuesta a Von Wernich, según las normas del derecho común, La Nación editorializó el jueves último en términos inexcusables. “A menudo –afirma– se tiene la impresión de que la persona juzgada por la Justicia ha sido condenada de antemano por la ‘muchedumbre anónima e iletrada’, como en los procesos bárbaros y a menudo sombríos de la Edad Media.” Dicho esto para criticar la condena a reclusión perpetua como partícipe necesario en la privación ilegal de la libertad agravada de 34 personas, coautor de la aplicación de tormentos agravados de otras 31 y del homicidio triplemente calificado de siete detenidos-desaparecidos, todos “delitos de lesa humanidad cometidos en el marco del genocidio que tuvo lugar en la Argentina entre 1976 y 1983”, según el fallo impuesto por los tres jueces que escucharon abundantes testimonios, evaluaron las evidencias y otorgaron al acusado las plenas garantías de la defensa en juicio, un derecho que fue negado a todas las víctimas.
El superior inmediato del condenado, obispo en 9 de Julio, pidió “perdón, con sincero arrepentimiento” por la conducta de su subordinado, pero omitió sancionarlo, por lo que podrá seguir usando el uniforme, celebrar la eucaristía, impartir los sacramentos y darles la comunión a sus antiguos cómplices, entre ellos Etchecolatz, con quienes convive en el penal de Marcos Paz. Para comparar: por el delito de opinión, ya que defendía la Teología de la Liberación, el sacerdote brasileño Leonardo Boff fue perseguido y sancionado con rigor por el Vaticano. No hay una sola vara, tan claro como que la afirmación editorial del matutino conservador no es una opinión solitaria. Hace dos semanas, el cardenal Bergoglio, en Luján, alertó a los fieles acerca del “demonio de la mentira”, figura y autor que fueron evocados por el reo en su última intervención en el tribunal. Después de la sentencia, la Conferencia Episcopal, que preside el cardenal, difundió un escueto comunicado en el que no figuran las víctimas. Tampoco en la declaración del superior de Von Wernich, al menos por piedad con los caídos, criaturas humanas que habrán rezado al mismo Dios en los momentos más crueles, sin olvidar que obispos, monjas y curas figuran en las nóminas de los que ahora ni merecen una mención. Por temor a que su autoridad se agriete en las napas oligárquicas, prefiere consolar al verdugo, aunque la Iglesia sea patrimonio de la mayoría del pueblo creyente y no de sus autoridades temporales. Sin esa condición no hubiera sobrevivido dos mil años.
Los que se ponen del lado del terrorismo de Estado alguna vez deberán comprender que el olvido es imposible mientras haya un solo hogar en duelo que no sepa cómo, cuándo y por qué fueron sacrificados sus seres queridos ausentes, quién lo ordenó y quién lo ejecutó. Interpelado en círculo íntimo sobre la existencia de archivos, un oficial superior del Ejército respondió: “No me consta que existan, pero mi intuición profesional me dice que deben estar en algún lado. En tren de conjeturas, me animaría a decir que lo debe tener algún civil amigo”. ¿Por qué no un Von Wernich? No hay cronología biológica que pueda cerrar esta causa, igual que no cesó por más de medio siglo la caza de criminales nazis. La aparición de esos archivos, si es que existen, a lo mejor podría pacificar los espíritus. De lo contrario, cada generación le entregará la antorcha a la siguiente, porque el esclarecimiento de lo que pasó no es un antojo de bárbaras y sombrías turbamultas medievales, sino una condición de civilidad madura, de progreso de la condición humana en la comunidad nacional. Mientras tanto, el bando del terror, militares y civiles, tendrá que seguir con las barbas en remojo.
Sería interesante que los candidatos del bando democrático incluyan en sus plataformas la voluntad de seguir la búsqueda de verdad y justicia, porque no es un valor que se sobreentienda, hay que prometerlo en voz alta. Son poderosos los aliados del pasado, pero no son invencibles. No lo son las iglesias si pierden la fe popular, como tampoco los bancos, las oligarquías, los supermercados, los sindicatos, los políticos tradicionales o los medios de difusión masiva. Puede suceder que en determinadas ocasiones, la temporada pre-electoral como en estos días, todo parezca confuso, incierto o entremezclado. Cuando las dudas acosan, hay que mirarse en el espejo de Abuelas y Madres que se elevaron a la consideración del mundo con la sola fuerza de su entrañable amor y la defensa de la vida. En treinta años, no hubo demonio capaz de doblegarlas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux