EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Al comienzo de la veda las encuestas muestran inusual similitud respecto de la elección presidencial. Así las cosas, el horizonte es maniqueo: el domingo se concretará su profecía o habrá un sorpresazo político y diluviará desprestigio para los consultores más afamados. Ese dilema queda abierto, hasta que hablen las urnas.
Entre tanto, vale discurrir sobre el peso de las encuestas en una democracia, en pleno siglo XXI. Es a contrapelo decirlo, con tantos especialistas bajo sospecha, pero no cabe otra: las mediciones son el mejor método conocido de percepción de la “opinión pública”.
Por cierto, el voto es una expresión superior, pues no expresa sólo opiniones sino implicación y decisión. Pero, en el día a día, la esquiva opinión pública sólo puede ser atisbada (jamás comprendida en su totalidad) por los sondeos. Por los sondeos bien hechos, más vale.
Si se mira bien, toda polémica acerca del impacto político de su difusión cotidiana arranca de un eje falaz. Se propugna que manipulan, que engañan al receptor, que mellan su capacidad ciudadana. Aunque no se suele avanzar mucho más, todo reproche incluye bajo el poncho el anhelo de la prohibición o la restricción. Si ese aluvión de datos se restringiera el único efecto sería privar a las personas menos poderosas de una herramienta con la que cuentan otras. Las grandes empresas en general, los multimedios y las publicitarias en general toman sus importantes decisiones con encuestas a la vista. Los gobiernos apelan a ellas a diario, en todas las latitudes. Los señores López, las Doñas Rosas, los Juan Pueblo o los Homero Simpson las reciben intermediadas, a veces capciosamente, por los sponsors o los medios. Si no accedieran a ellas su desigualdad respecto de otros sería aún mayor. La distribución desigual que azota a estas comarcas no es sólo de ingresos, también abarca saberes, prestigios, expectativas concretas e información.
Las sencillas menciones precedentes vienen a cuento en un entorno discursivo y mediático que propaga percepciones muy disonantes con los pronósticos de los especialistas. Esas percepciones subjetivas son democráticamente válidas y hasta necesarias. Como reflejo de los fenómenos complejos de la opinión pública, son precarias. Los microclimas, las culturas resonantes pero minoritarias generan efectos engañosos.
Los medios y muchos analistas suelen confundir sus deseos o los de su target de público con los de la (inasible) sociedad en su conjunto. Esa confusión (de la que toman buena distancia los gerentes de programación y de publicidad) lleva a errores o aun a situaciones patéticas. En una columna que difunde vía Internet el periodista Hugo Presman recuerda un caso extremo, pero para nada exótico. Cuenta que un colega brasileño que había vaticinado una derrota aplastante de Lula da Silva se topó con su reelección amplia y escribió “el pueblo votó contra la opinión pública” a la que asoció con sus anhelos o, como mucho, con el ulular de su tribuna adicta.
El brasileño se fue de mambo, o de sinceridad, pero su ejemplo cunde por acá. La radio argentina tiene un estilo interesante, muy politizado, con intervención activa de los oyentes. Los vecinos llaman, interpelan, hacen agenda y, como explicó bien la socióloga Rosalía Winockur, constituyen ciudadanía por ese medio. Todas esas formidables virtudes no deberían producir un espejismo: los oyentes de cualquier emisora, por masiva que sea, no son una muestra válida de la opinión media, apenas se representan a sí mismos. El cronista añade una observación impresionista, hija de su propia experiencia. Quienes se comunican con la radio son un acotado tramo de la audiencia, quizá con características propias aún de ese universo. Asimilar esas voces –ya se dijo, determinantes en muchos sentidos– a “la gente” es una extrapolación que no se permitiría el encuestador más desprevenido.
La web, inquieta en estas vísperas, mune de un par de ejemplos acerca de los grupos de pertenencia. El blog La Ciencia Maldita, del economista Lucas Llach (que firma con el alter ego Rollo Tomasi), hizo su propia compulsa. Sus lectores-participantes (más de trescientos) eligieron a Elisa Carrió, quien ganó en primera vuelta pues superó al segundo, Roberto Lavagna, por un margen superior al exigido por la Constitución. Tomasi, cuyas preferencias coinciden con sus lectores mayoritarios, se toma en solfa la medición que relega a Cristina Fernández muy abajo. Da por corroborado “lo lejos que estamos del ‘promedio nacional’”.
La edición on line de El Cronista, también mentada por La Ciencia Maldita, tiene un sondeo desarrollándose mientras se cierra esta nota. El resultado general es idéntico; la senadora bonaerense ocupa un melancólico quinto puesto. No se conoce el número de participantes.
Los ejemplos son pequeños pero iluminan acerca de los cerrados confines en que se generan sensaciones térmicas.
Cierto es que la repetición de las rutinas democráticas mitiga la tendencia a distorsionar la magnitud de los grupos de pertenencia. El cronista imagina cuán inadvertidos podrían estar los porteños de clase media bien pensante sobre la magnitud del peronismo en 1946. Y recuerda cuán exagerada era su propia lectura acerca del impacto de la memorable campaña de Augusto Conte para diputado en 1983. Con el tiempo, conociendo resultados (y no sólo encuestas), se ponderan mejor algunos fenómenos importantes pero acotados en número.
En fin, las encuestas forman parte del menú de discusión de la política realmente existente. Válidos son los reclamos de seriedad y autorregulación que no invalidan su necesidad. Detractores o integrados, los protagonistas las leen incansablemente y ajustan a ellas sus tácticas. Los votantes también y pueden acomodar sus acciones a cuadros de situación que son mejores que la incertidumbre desinformada.
De cara al comicio inminente, se ha prefigurado un horizonte que influyó en movidas de todos y que condicionará la lectura ulterior. Si Cristina Kirchner no gana sería un cataclismo. Y será un sacudón si lo hace por un margen menor al esperable. También habrá consecuencias si se altera el orden previsto de los otros pretendientes o si quedan muy lejos (por arriba o por abajo) de los vaticinios expertos.
Claro que las tendencias y los indicios son solo eso. Muuuuuy otra cosa será cuando el pueblo se exprese al unísono, a razón de un voto per cápita y en distrito único señalando a los protagonistas dónde quiere ponerlos en los próximos años. Ese pronunciamiento sí merecerá abordajes detallados y sutiles. Es otro de los escenarios fascinantes que se abrirá en cuestión de dos días.
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