Lun 29.10.2007

EL PAíS

Cuentos para leer con rimmel

Resulta casi imposible separar la biografía de la nueva presidenta de la de su marido, el actual. Algo que no debería sorprender si se tiene en cuenta la construcción que llevó del 22 por ciento alcanzado por Kirchner a lo logrado por ella ayer. Desde los lejanos y gloriosos días de La Plata a la larga estadía en la Quinta de Olivos, pasando por ese inhóspito paraje llamado Santa Cruz. Historia de una mujer que no se deja encasillar solo como mujer.

› Por Sandra Russo

El chiste alguna vez le causó gracia a Cristina Fernández: Bill Clinton y Hillary paran con su auto en una estación de servicio, y el empleado que los atiende resulta ser el primer novio de ella. Cuando se van, Bill le dice a Hillary: “¿Qué serías vos, hoy, si te hubieras casado con éste?” Y ella, displicente y sin mirarlo, contesta: “Naturalmente, Primera Dama”. Parejas como los Clinton o los Kirchner hacen emerger este tipo de chistes. Simbióticos, obsesivos, recíprocamente leales; capaces de ampararse mutuamente en público hasta las últimas consecuencias, y de mantener sus evidentes terremotos en reserva; mentes que manejan al unísono eso tan difícil de reconciliar entre dos seres humanos: los planes a largo plazo. Tratándose éste de un perfil de la primera presidenta electa en la Argentina, debería haber comenzado, ya lo sé, hablando directamente de Cristina Fernández de Kirchner. De su biografía. Pero del nombre con el que ella ha llegado a la presidencia sale la sustancia de Cristina K. (piénsese además que ese lugar, la presidencia, ocupado por una mujer, merece un paréntesis de celebración por pura conciencia de género). Pero los hombres y las mujeres que forman extrañas parejas como los Kirchner o los Clinton no se dejan leer por separado. No se los puede pensar por separado. Son personas que han encontrado al cómplice justo para hacer planes a largo plazo, y eso imbrica, mezcla, refunda.

Tan difícil es amarrar en la figura de Cristina K, que en las notas, en los libros escritos sobre ella, en los elogios y las críticas que más arrecian a su alrededor, van a parar al rimmel (el corrector de Windows me corrige y castellaniza “rimel”, pero el que usa Cristina K. es rimmel, el de Cuentos para leer sin rimmel, el título con el que Poldy Bird dejó colgando esa palabra de una época). Muy lejos del universo sensiblero de cualquier especie, Cristina K., en esa misma época, era una chica que quería ser psicóloga y que sin embargo, después, nunca en su vida hizo terapia. Era una chica que después decidió estudiar Derecho, y a juzgar por todos los que la conocieron en esa época, era todavía un volcán sin erupciones. Su inteligencia y su tenacidad estaban todavía a la espera de alguna convicción muy fuerte, de ésas que pueden marcar una vida. Eso llegó con Kirchner.

La Plata en llamas

Hasta entonces, la hija mayor de Eduardo Fernández y de Ofelia Wilhelm había sido siempre una chica, según los cánones de la época, demasiado linda como para ser inteligente. Escuela primaria pública, escuela secundaria en colegio de monjas, vida de clase media (éste es un punto notable: en el archivo, los que la quieren dicen que el padre era “un mediano empresario de colectivos” y los que no la quieren dicen que era “colectivero”: esto habla más de esta sociedad que del padre de Cristina K.). Padre radical, madre peronista y encima, sindicalista del Ministerio de Economía platense. Infancia y adolescencia en La Plata y en Tolosa, un par de novios y, sobre todo, antes que nada, la efervescencia de esa ciudad en la que a Cristina K. le tocó vivir y estudiar.

La Plata en los ’70 era una fiesta que lentamente se iría convirtiendo en un infierno. Un micromundo hiperpolitizado en el que a los jóvenes muy jóvenes se les había dado por ser actores políticos e históricos. Ese micromundo tan difícil de pensar hoy, en el que hacer política daba chapa y no vergüenza. Aquella fue una generación que fue marcada por un valor crucial, que se llevó con ella cuando la desaparecieron: el status intelectual. Había una vez en la Argentina una generación que despreciaba profundamente los símbolos de status económico, y que estaba muy lejos de estas generaciones de jóvenes limados por el mercado, que creen en lo que dice la publicidad de cualquier marca deportiva. Muy, muy, muy lejos del mundo en el que billetera mata galán, en aquel mundo platense de los ’70 el atractivo de un pibe era político. Los levantes se hacían en las asambleas. La política estaba erotizada. Y esa generación se abrazó a la política como no hubo otra que lo hiciera en muchos años de historia argentina. Era un fenómeno mundial. Los jóvenes pedían cancha. A veces no la pedían, la tomaban.

Lindero con ese mundo estaba, naturalmente, el de las organizaciones armadas, pero el matrimonio K. no se alejó nunca de la ruta política: quienes los conocieron por entonces indican que ya en ese momento, después del golpe, cuando los recién casados se fueron a Río Gallegos, Kirchner empezó a fantasear con un camino que lo llevara de una intendencia a una gobernación, y de una gobernación a la presidencia. Y también se refiere que usó los años de la dictadura en el estudio jurídico-inmobiliario que llevaba adelante con su esposa –rematando casas de deudores–, para acumular dinero que le permitiera financiarse alguna vez políticamente. ¿Cómo saberlo? Ellos no hablan. Dejan hablar.

Cuando Cristina K. accedió con 18 o 20 años a ese mundo hiperpolitizado de los universitarios platenses, el rimmel ya estaba puesto. El pelo ya estaba domesticado. Las uñas ya eran largas y estaban pintadas. Hay una autoimagen que parece necesitar y a la que se aferra la flamante presidenta electa. Su maquillaje setentista podría ser leído, creo, como un pacto con una versión de sí misma que floreció en aquella época. La época de las grandes convicciones. Miro la tapa del libro Cristina K. La dama rebelde, que escribió José Angel Di Mauro, un periodista parlamentario. Es un primerísimo plano en blanco y negro apenas sepiado en el que los ojos y la boca de Cristina parecen tatuajes de esa época. Las pestañas están apelmazadas y separadas en líneas que se levantan desde la línea segura y finita del delineador líquido. Hace falta mucho pulso para eso. La boca está desbordada por el brillo. Las cejas están reforzadas con lápiz. Esta mujer que no apela a “lo femenino” para actuar políticamente ha elegido, probablemente sin quererlo o sin saberlo, el tatuaje de aquellas chicas platenses que se enamoraban de los buenos oradores, para llevarlo inscripto en la cara.

El cliché de los medios ha intentado sin éxito apropiarse de su personalidad, de su carácter, de sus declaraciones y los rebotes de sus declaraciones. Pero Cristina K. no se ha dejado. En su estrategia para llegar al poder, no se ha dejado interpretar. La decisión de no hablar con la prensa la ha privado de una comunicación blanda y emocional con la gente, que después de todo es el tipo de comunicación que uno espera de una candidata mujer. Pero ahí tampoco Cristina K. se ha dejado. Puso fichas en otro casillero, hizo una apuesta más alta, casi soberbia. No usó “lo presuntamente femenino” en su campaña. Ni en su campaña ni nunca. Se desmarca. Le han llovido escupitajos por su debilidad por las carteras. Este tipo de consistencia han tenido la mayoría de las críticas que se le hicieron. Pero ella, furtivamente, en diálogo con alguien, deja escapar un “Me pierden las carteras”. Y con esa frase cortita y tan sencilla desarticula el mecanismo que se había puesto en marcha: la peronista-sin-conciencia-de-clase-loca-por-el-shopping dice “Me pierden las carteras” y es una mina como cualquier otra. ¿A qué mina no la pierden las carteras?

A la política

La vida pública de Cristina K. comenzó en el sur, cuando todo estalló. Cuando La Plata ya no era una fiesta y era en cambio una fuente de noticias desgraciadas. Cuando ya era madre de Máximo, antes de recibirse de abogada. Cuando faltaban todavía trece años para que naciera Florencia, la hija menor, con quien Cristina parece no poder imponer toda la fuerza que le atribuyen a su carácter. La chica tiene un fotolog y sube fotos familiares. Cristina intentó hacerla desistir de la idea porque va completamente a contramano de la política oficial de comunicación. La chica le contestó que iba a seguir haciendo lo que tenía ganas de hacer. Su madre le dijo: “Ma’sí, hacé lo que quieras”.

En 1987, Néstor Kirchner ganó la intendencia de Río Gallegos, y allí emergió Cristina para la vida pública. Pero emergió como un monstruo del lago Ness a la inversa: se asomó y nunca más volvió a meter la cabeza abajo del agua. Fue legisladora electa y reelecta antes de la Ley de Cupo. A veces ese detalle pasa como un detalle. No lo es. Antes de la Ley de Cupo circulaban en política pocas mujeres. Las que se habían abierto espacio a los codazos.

Mientras el plan a largo plazo iba cumpliéndose lentamente, Cristina fue diputada provincial, reelecta dos veces, senadora nacional, miembro de la Convención Constituyente, punta de lanza del bloque peronista cuando el menemato se agrietó y, todavía con la opinión pública de su lado, debió empezar a enfrentar un peronismo que quería un poco de Perón. Un poco de lo otro de Perón. Eso que el menemato borró, despintó, basureó. En el Poder Legislativo, a lo largo de todos estos años, mientras Kirchner era gobernador una vez y otra vez, y mantenía en reserva sus aspiraciones con algo de samurai paciente, ella sola, por sí misma, cada vez más, iba no sólo a integrar las comisiones clave de la Cámara en la que estuviera, sino a impregnar el apellido en común en Buenos Aires.

El plan a largo plazo del matrimonio, y por esto se entiende hasta aquí solamente que Kirchner llegara a la presidencia, supuso decisiones familiares difíciles. Florencia creció en Santa Cruz con su abuela paterna –y con su padre gobernador–, mientras su madre hacía su carrera legislativa en la Capital. Esas decisiones suelen traer consecuencias inevitables para una madre, todavía. Las mujeres siguen pagando costos emocionales extra para pagar el peaje a la vida pública.

Su Eva

El plan a largo plazo les quedó chico a los K. Quién sabe cuándo empezaron a percibir que podían ir por más. La carta astral de alguno de los dos debe ser fabulosa: aquel 22 por ciento de los votos se convirtió en Cristina K. presidenta cuatro años más tarde. El usó su presidencia para sentar bases, principios, acumular poder, imponerle autoridad al aparato, negociar, ceder y ganar, ganar y ceder con los sectores más reacios a un cambio estructural. Lo hizo de una manera inesperada, como esos muñecos con resortes que salen sorpresivamente de una caja, por no decir como esas chicas que salen sorpresivamente de una torta. Pero así fue. El escenario político sin precedentes mundiales que han creado los K. en estos últimos años –se trata de la primera mujer que es elegida presidenta en una elección general para suceder a su esposo– era absolutamente impensable hace muy poco. El poder económico se ha lanzado a la política, acaso porque la política ya no es la yegua dócil que se dejaba acariciar el lomo. A la derecha tradicional se le ha sumado una nueva versión del gorilaje, y que posiblemente en los próximos años recicle su resentimiento con esta nueva mujer fuerte del peronismo. Sin duda, y casi descriptivamente, la mujer más importante en la historia del peronismo después de Eva. Alguna vez Cristina K. dijo: “Mi Eva es crispada, combativa, sin concesiones”. Deberá recordarlo, si de verdad la suya será la etapa de la redistribución de la riqueza.

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