EL PAíS › LA GRAN NOVEDAD POLITICA DE LA REGION
Los gobiernos que algunos llaman “progresistas” y otros “nueva izquierda” no sólo lograron llegar al gobierno en buena parte de Latinoamérica, sino que, contra la tradicional inestabilidad de la región, también consiguen revalidarse en las urnas. De Lula y Chávez a Bachelet y Kirchner.
› Por José Natanson
Aunque cada elección es un mundo, el triunfo de Cristina Kirchner en los comicios presidenciales de ayer no es un fenómeno aislado, sino parte de una tendencia que, con unas pocas excepciones, viene afirmándose en América latina. La gran novedad política de la región en los últimos años –el ascenso de líderes y partidos pos-neoliberales– llega acompañada de otra noticia no menos impactante: esos gobiernos no sólo no se desgastan, sino que se afirman en el poder, definiendo una continuidad que parece asombrosa en un continente históricamente marcado por la inestabilidad y las rupturas, pero que si se mira bien en realidad no resulta tan extravagante.
¿Por qué los gobiernos pos-neoliberales, que algunos llaman “nueva izquierda” y otros “progresistas”, logran revalidarse en las urnas? La primera explicación es que –contra lo que opina cierta derecha simplona– estos gobiernos son flexibles, pragmáticos y han sabido adaptarse a la realidad de cada país. Aunque todos fueron elegidos como una reacción al desastre económico y social generado por el neoliberalismo, sus estrategias económicas son muy diferentes, y van desde la consolidación de políticas ortodoxas como condición para las políticas sociales, como en Brasil o Chile, hasta la búsqueda de alternativas más radicales, como en Bolivia o Venezuela. Pero incluso allí las cosas no son lineales: Evo Morales, que cedió el control de la economía a técnicos apartidarios, se enorgullece de haber conseguido el mayor superávit fiscal de las últimas décadas (4 por ciento), y otro tanto puede decirse de Venezuela: aunque Hugo Chávez es mucho más desprolijo, pocos recuerdan hoy que su primera decisión económica como presidente fue ratificar en su cargo a la ministra de Hacienda del gobierno anterior.
Este pragmatismo se explica, en primer lugar, por el origen de los gobiernos pos-neoliberales, todos ellos surgidos de entre los escombros del Muro de Berlín, una aparente contradicción que en verdad tiene una explicación simple: al desaparecer la URSS, Estados Unidos amplió su influencia hasta abarcar prácticamente todo el planeta y, tras los atentados del 11 de septiembre, creó una nueva doctrina de seguridad: el verdadero enemigo ya no era el comunismo sino el terrorismo. Concentrado en Oriente Medio, pudo distraer su atención de su viejo patio trasero, que lucía bastante tranquilo al lado de las amenazas de Irán o del desastre iraquí. Se abrió así un espacio de autonomía que antes no existía: esta condición de posibilidad, que permitió el ascenso de gobiernos pos-neoliberales, explica también el tono que han adoptado.
Ya no existe un horizonte revolucionario, el norte que durante años guió los destinos de la izquierda y que era en definitiva un legado de la Revolución Francesa, de su fe en el curso lineal de la historia y el progreso hasta alcanzar un final feliz. Esto ha generado flexibilidad y un saludable cambio de horizontes, muy a tono con los nuevos tiempos. Cuando la utopía revolucionaria estaba viva, la izquierda dedicaba mucho esfuerzo a debatir el largo plazo, casi siempre sin ponerse de acuerdo: si dictadura del proletariado sí o no, si gobierno de los soviets o del pueblo, si emancipación planetaria o revolución nacional, diferencias que funcionaban como dogmatismos bloqueadores que complicaban la construcción política concreta. Hoy, en cambio, el largo plazo es difuso: cualquier presidente progresista, de Lula a Evo Morales, coincidirá en sintetizar sus planes en un par de nociones más bien abstractas: equidad, desarrollo, inclusión social. Las diferencias no están en el largo sino en el corto plazo, lo cual no está nada mal, pues se trata de debatir qué medidas concretas y urgentes –por ejemplo, ¿nacionalizaciones sí o no?– son más adecuadas para alcanzar esos objetivos. Los caminos son muchos y se construyen de acuerdo con la realidad de cada país, en lugar de pretender que el país se adapte al plan maestro revolucionario o al recetario de Washington.
La globalización también ha hecho lo suyo. El aumento de la informalidad laboral y el debilitamiento de los sindicatos han producido una creciente heterogeneidad de las estructuras sociales. Esto ha obligado a los gobiernos pos-neoliberales a apoyarse en una base mucho más amplia y contradictoria que los obreros sindicalizados que en el pasado sostenían a la vieja izquierda y a los populismos y que definían programas mucho más rígidos. Sectores urbanos excluidos, trabajadores informales, movimientos sociales, todos estos grupos hoy forman parte de su sustento social. Y aunque se trata de articulaciones transitorias y precarias, que a menudo derivan en un exceso de personalismo, pues el líder es el único capaz de armonizar semejante amasijo, la verdad es que no les queda otra: nunca podrían descansar en el mero respaldo de los trabajadores organizados, sencillamente porque hoy no alcanzan para ganar una elección.
La última característica de los gobiernos pos-neoliberales, que explica sus victorias electorales y revela su sintonía con el signo de los tiempos, es su espíritu democrático. Muchos de los partidos progresistas en el poder (el PT de Brasil, el socialismo de Chile, el Frente Amplio de Uruguay y, en cierta forma, también el peronismo) sufrieron la persecución de las dictaduras y muchos de sus líderes fueron reprimidos y encarcelados: el ejemplo más dramático, pero no el único, es el de Michelle Bachelet. Todo esto hizo que, una vez recuperada, la democracia dejara de ser vista como una formalidad que ocultaba la opresión de clase, para convertirse en un logro importante a defender. Los organismos de derechos humanos, sobre todo en Argentina y Chile, jugaron un rol central en este cambio de mentalidad, que ha hecho que la izquierda actual no se plantee abolir la democracia. Ni siquiera Chávez, con sus proyectos de “democracia participativa y protagónica”, habla de dejarla de lado. De hecho, desde el golpe de Estado que sufrió en 2002, Chávez mira con otros ojos, más amigables, su cuestionada “democracia formal”, consciente de que –mientras tenga los votos– no será un obstáculo sino una garantía para su continuidad.
Pragmáticos, astutamente adaptados a los nuevos tiempos, los gobiernos pos-neoliberales han sabido aprovechar el buen momento económico. América latina atraviesa el período de mayor crecimiento –y más prolongado– en décadas: casi cinco años a un promedio del 3 por ciento anual, según los datos de la Cepal. El record es notable: en los últimos cuatro años, ningún país latinoamericano –a excepción de Haití, y sólo por un año– tuvo crecimiento cero o negativo. Este milagro es resultado de la mejora de los términos de intercambio por el aumento de los precios de las materias primas, sobre todo el petróleo y los productos agrícolas como la soja, debido al auge de China e India, en un contexto de tasas de interés relativamente bajas. Pero sería injusto atribuir todo el mérito al viento de cola, pues no todos los países crecen igual: en 2007, Argentina será el tercer país latinoamericano de mayor crecimiento, Venezuela el quinto y Chile el sexto, pero Brasil, Ecuador y Bolivia se ubicarán por debajo del promedio.
Y en todos, más allá de las diferentes performances económicas, se registran avances significativos en el campo social. En 2006 la pobreza latinoamericana fue de 38,5 por ciento y la indigencia 15,4 por ciento, lo que implica una leve disminución respecto del año anterior y una significativa baja en comparación con la situación de cuatro años atrás. Algo similar ocurre con la desigualdad: aunque sigue siendo la región más inequitativa del mundo, América Latina es cada año menos desigual que el anterior, un quiebre de tendencia confirmado por la Cepal, que tal vez sea la mayor noticia en décadas. La diferencia entre el 40 por ciento más pobre y el diez por ciento más rico se acortó y el Gini mejoró, sobre todo en Brasil, pese a su bajo crecimiento (lo que, dicho sea de paso, confirma la idea de que la lucha contra la pobreza y la desigualdad no puede plantearse sólo en base a la expansión económica).
Desde que llegaron al poder, los líderes y partidos pos-neoliberales han implementado, cada uno a su modo, diferentes estrategias sociales que, apoyadas en el boom económico, están dando sus frutos. Lula asumió el gobierno en 2003 con la promesa de que, al cabo de cuatro años, todos los brasileños tendrían garantizadas tres comidas diarias. No lo logró, pero avanzó mucho. Su estrategia consistió en fusionar una serie de programas creados por Fernando Henrique Cardoso en uno solo, el Bolsa Familia, que transfiere dinero –24 dólares en promedio– a las familias a cambio de contraprestaciones (mantener a los niños en el sistema escolar y de salud). El programa beneficia hoy nada menos que a 11 millones de familias, 44 millones de personas, lo que equivale a un cuarto de la población brasileña. Es –si se toman sólo los programas y no los “sistemas sociales”– el plan social más masivo de la historia del mundo.
En Chile, la pobreza bajó del 42 por ciento registrado en el último año de la dictadura de Augusto Pinochet a un 18 por ciento y, gracias a los programas focalizados implementados por Ricardo Lagos, la indigencia araña hoy el 4 por ciento, casi casi como un país desarrollado. En Uruguay, cuando Tabaré Vázquez asumió el gobierno había casi un millón de pobres y hoy el Plan Nacional de Emergencia Social distribuye un ingreso ciudadano a 300 mil personas. En Ecuador, una de las primeras medidas de Rafael Correa como presidente fue aumentar el Bono de Desarrollo Humano que reciben las familias más pobres, de 15 a 30 dólares. En Bolivia, Evo Morales inventó nuevos planes –como el Bono Juancito Pinto para los escolares– y amplió la cobertura de los que ya existían. En Argentina, Kirchner mantuvo el Plan Jefas y Jefes de Hogar e impulsó su conversión al Plan Familias, que prevé una renta complementaria para aquellos hogares que no llegan al salario mínimo.
En Venezuela la estrategia social se organiza en misiones. Comenzaron con la Misión Barrio Adentro, médicos cubanos que proveen atención primaria en las zonas más pobres del país, con una serie de ventajas innegables: viven en el mismo consultorio, están disponibles las 24 horas y atienden gratis. Hoy se estima que hay unos 30 mil. También con apoyo cubano se desarrollaron misiones educativas que contribuyeron a bajar el porcentaje de analfabetismo, junto a planes como la Misión Mercal, mercados de alimentos básicos subsidiados que nacieron como reacción al desabastecimiento generado por el paro petrolero y que se fueron extendiendo hasta límites insospechados: se calcula que entre un 35 y un 40 por ciento de los venezolanos compra sus alimentos en alguno de estos lugares.
Esto ha generado una seguidilla de éxitos electorales. En Bolivia, Evo Morales revalidó su apoyo en las elecciones de convencionales constituyentes; en Ecuador, Rafael Correa logró dos triunfos abrumadores: el primero en el plebiscito sobre la reforma constitucional y el segundo en la elección de convencionales; en Brasil, Lula obtuvo su reelección por veinte puntos en la segunda vuelta; en Uruguay, el gobierno de Tabaré Vázquez conserva una buena imagen, pero la reelección inmediata está prohibida y aún no está claro quién será su sucesor; en Chile, la Concertación ha ganado todas las elecciones desde el plebiscito contra Pinochet de 1988 y hoy, pese a los problemas de Michelle Bachelet, tres de los cuatro candidatos con más intención de voto –Ricardo Lagos, José Miguel Insulza y Soledad Alvear– pertenecen a la coalición; en Venezuela, Chávez lleva ya una docena de elecciones democráticas perfectamente ganadas y es, de hecho, el presidente latinoamericano en el poder que más triunfos electorales acumula. La victoria de Cristina Kirchner en las elecciones de ayer se suma a esta larga lista.
Todo esto no implica, desde luego, que los gobiernos pos-neoliberales no tengan problemas, déficit y debilidades: en Venezuela, la inclinación al cesarismo plebiscitario, el desorden de gestión y la agitación nacionalista vacía; en Brasil, las dificultades para transmitir una idea de cambio fuerte, tanto en términos económicos como de transparencia; en Bolivia, los problemas para construir un gobierno más consensual que resuelva el empate político; en Chile, el desgaste inevitable tras dos décadas en el poder y –por primera vez– la incapacidad del gobierno para desarrollar políticas públicas; en Uruguay, la falta de margen de maniobra que permita un cambio más profundo. El lector juzgará los déficit del gobierno argentino: inflación, concentración de poder, aliados impresentables. Pero, a pesar de estos problemas, lo central es que los gobiernos pos-neoliberales, adaptados a los nuevos tiempos, flexibles y pragmáticos, han sabido aprovechar el buen clima económico para lograr, por primera vez en años, mejoras sociales sustanciales. En este contexto, la victoria de Cristina en las elecciones de ayer no es, como el tango, un invento argentino, sino parte de una ola gigantesca que todavía no se disolvió en la arena.
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