Lun 29.10.2007

EL PAíS  › OPINION

El final abierto

› Por Eduardo Aliverti

Aunque no faltará quien se escandalice por la comparación, el resultado de ayer guarda singulares parecidos con la elección presidencial de 1995. Y elementos antagónicos que también sirven para evaluar lo sucedido.

La rata ganó en ese año con el 50 por ciento los sufragios y, al revés de 1989, cuando muchos vieron un perfil nac & pop detrás de su fisonomía caudillesca y de su verba peronista tradicional, ya todo era groseramente ostensible. El remate de las joyas de la abuela, una corrupción escandalosa, la fiesta inigualable de los sectores del privilegio, el indulto a los genocidas. Pero, ah, el uno a uno, la estabilidad económica, el riesgo de cambiar y la consecuencia de lo que quedó en la historia como el “voto licuadora”. Nadie está diciendo –no este periodista, al menos– que esto es lo mismo que aquello. Sin embargo, cualquiera se las verá en figurillas para desmentir que el triunfo del kirchnerismo se asienta, casi con exclusividad, en la marcha de la economía, en un arco que va desde el conformismo hasta la resignación de que nadie garantiza un presente y un futuro –de corto plazo– mejores. La propia oposición se encargó de que eso sea visto así, pero, también como en el ’95, merece ponerse en duda que haya sido su fragmentación (entonces entre el peronismo disidente de Bordón-Alvarez y la UCR; hoy entre el conjunto de la derecha más conservadora) lo que la condujo al fracaso. ¿Es eso o es que en definitiva no lograron proponer un modelo estructuralmente distinto y convincente, por fuera del palabrerío de la anticorrupción y de denostar la concentración de poder?

Esa pregunta conduce a otra, vertebrada en lo que siempre se discute cuando se trata de evaluar mayorías y minorías. Porque el resultado de ayer puede juzgarse tomando como mayoritario al conjunto de las opciones antikirchneristas. Empero, ¿cuántos votos a Carrió y Lavagna lo fueron por un auténtico espíritu de cambio y cuántos porque, asegurado el triunfo de Cristina, se permitieron, cual elección legislativa, meter simplemente una baza de “control de autoritarismo”, “no dejar que se queden con todo”, “fortalecer a la oposición”, etcéteras? En otras palabras, ¿el grueso del voto opositor expresó voluntad manifiesta de alternativa al oficialismo? ¿O conformidad global con éste, pero interés en introducir algún matiz ajeno al andar económico?

Los números electorales, por lo general, no deben ser analizados con frialdad matemática. Si no hay preguntas como las anteriores, aunque más no fuere para certificar presunciones o certezas, la oposición corre el riesgo de hacer una lectura (muy) equivocada de los votos que la favorecieron. Y la misma lógica le cabe al kirchnerismo, porque cometería un serio error si entendiese que su amplia ventaja como primera minoría es sinónimo de entusiasmo popular. Si para todos estuvo claro que fueron las elecciones presidenciales más apáticas de que se tenga memoria, no se advierte bajo cuál sentido común puede haber exceso de ínfulas en los unos y los otros.

Es inobjetable, sí, que el conjunto mayor de los que más de acuerdo están votó por su convicción o percepción sobre el tránsito de la economía. Los cambios en la Corte, la apertura de la ESMA, los enfrentamientos con la Iglesia, o las buenas migas con Chávez, son un bonus track para las porciones más ideologizadas. Suena un tanto obvio, pero habrá quienes les den a esas medidas y gestos una valoración, por izquierda, tan desproporcionada como la que la derecha pretendió darle a “la inseguridad”. ¿Dónde quedaron los candidatos de la mano dura? ¿No era que “esto no se aguanta más porque ya no se puede ni salir a la calle”? Y de nuevo: que eso tampoco signifique la interpretación (oficial) de que el enano fascista es un invento de los medios. Es, simplemente, el subrayado de que ayer hubo nada menos y nada más que unas elecciones presidenciales. La vida sigue y cada uno es cada cual, sólo que habiendo transpuesto la excepción de hacer un balance ensobrado en el que los malhumores cotidianos se cotejan, necesariamente, con un análisis más global. Si el espontaneísmo de la bronca que reflejan los oyentes radiofónicos y la ficcionalidad dramática de los noticieros televisivos fuesen espejo de conducta electoral, ya por el “auge delictivo”, ya por la drogadicción en los adolescentes, ya por los cortes de calles y rutas, hoy estaríamos hablando de una notable elección de cavernícolas como Sobisch y Blumberg. Y no, felizmente. Pero es igual de cierto que ese “sentido” late en las clases medias y en las franjas populares, y que una primera de cambio de golpes desfavorables en la economía siempre está en condiciones de repotenciarlos.

Aquí viene el interrogante de cuánto querrá el segundo tiempo kirchnerista avanzar hacia un modelo más audaz, en la inclusión social, en la distribución de la riqueza, en la regeneración de aparatos renovadores y progresistas. En las democracias de mercado, las segundas oportunidades suelen ser las últimas para los partidos o fuerzas oficialistas que se arrogan una mejor representación de las necesidades populares. Es dable argüir que el margen de lo que pueden hacer es bastante o muy estrecho, al estar bajo la virtual dictadura de las grandes corporaciones globalizadas. Pero entonces pongamos en discusión la sinceridad de sus objetivos. Kirchner dio algunos pasos positivos en la tensión gobierno-grupos económicos, pero no alteró ni por asomo la feroz concentración productiva en pocas manos. ¿Había que salir del infierno, para recién en el purgatorio darse a esa tarea? Bien: llegó el purgatorio, el pueblo lo respaldó sin segunda vuelta, su sucesora conforma con él un matrimonio político sin internas desgastantes, la oposición de derecha es un mamarracho dividido, la de izquierda bien puede mirarse como pankirchnerista y las condiciones internacionales son de una merced inédita. Sin ese bagaje tampoco alcanza para terminar con el oprobio de alrededor de una mitad de la argentinos sumida en pobreza e indigencia, en un territorio que podría proveer de alimentos a una población diez veces superior.

En 1995, y con la culpa de aparecer presuntuoso, este periodista se recuerda en soledad diciendo que el pueblo se había equivocado. Hoy no piensa lo mismo, al margen de cuál fue su voto. En aquel entonces, la decisión popular implicaba una catástrofe irreversible y apenas se trataba de acertar cuánto tiempo insumiría. Ahora cree que lo ocurrido no es lo peor, para empezar a hablar. Y que el “final” queda abierto.

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