EL PAíS
› OPINION
Para que todo quede igual
› Por James Neilson
En el país de los contras, el conservadurismo es rey porque las distintas protestas, causas, cruzadas, o lo que fuera, siempre terminan neutralizándose. Aunque desde hace más de medio siglo la Argentina está en manos de personajes que antes de mudarse a la Casa Rosada se comprometieron a llevar a cabo cambios estructurales, para no decir revolucionarios, tan tremendos que equivaldrían a la segunda fundación del país o algo semejante, los resultados de su trabajo nunca han tenido mucho que ver con lo que habían prometido. No es que la Argentina se haya quedado atrapada en los años veinte o treinta del siglo pasado: lo mismo que todos los demás países del mundo, se ha transformado. Es que su evolución ha seguido un curso que absolutamente nadie pensaría en reivindicar aunque los integrantes de un puñado selecto de empresarios, financistas y políticos tienen algunos motivos para sentirse conformes. Desde su punto de vista por lo menos, la historia de las décadas últimas tiene sus atenuantes.
Atribuir esta realidad deprimente a los esfuerzos de una camarilla infinitamente astuta ubicada aquí o en el exterior carece de sentido. Ni siquiera los ganadores, individuos que hoy en día viven rodeados de matones alquilados, pueden estar satisfechos con lo que ha sucedido. Se debe a que muchísimos años atrás se rompieron los mecanismos que sirven para conectar el motor, o sea, la voluntad de quienes en teoría mandan, con el resto de la sociedad. Los gobernantes –civiles o militares, peronistas o radicales, progres o “neoliberales”, da igual–, manejan los controles como hacen sus homólogos en otras latitudes, pero las consecuencias nunca son las previstas. Para colmo, parecería que nadie tiene demasiado interés en remediar esta deficiencia.
Mientras los políticos se divierten hablando de sistemas electorales, quienes es de suponer quieren producir cambios auténticos se desahogan parloteando en torno de la arquitectura financiera planetaria. Como los científicos que según Jonathan Swift se dedicaban a extraer rayos solares de los pepinos, no se proponen emprender tareas más prácticas. De éstas, la principal consistiría en la construcción de un Estado que realmente funcionara, pero, ¡vaya sorpresa!, los contras más vehementes están lo más decididos a asegurar que nadie toque el que efectivamente existe, lo que quiere decir que aun cuando las elecciones próximas vieran el triunfo de la progresía nacional, su llegada al poder no modificaría nada porque no contaría con los instrumentos necesarios para concretar sus aspiraciones mínimas.