EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
“El peronismo sigue siendo la opción preferencial de los pobres.”
Javier Auyero, La política de los pobres.
El riesgo acecha en cualquier debate: una observación atinada se cristaliza, se despoja de aristas, se rebaja conceptualmente y al mismo tiempo (o por eso) se transforma en verdad revelada. Hace dos años Néstor Kirchner ganaba el plebiscito electoral, pero su fuerza claudicaba en varias ciudades importantes: Capital, Córdoba, Rosario, Mendoza. La observación pionera se transformó en slogan simplificador, en 2007: “el rechazo de los grandes centros urbanos”. El tópico es una generalización excesiva de la que todos, incluido este cronista, deberían precaverse. Los análisis mediáticos no se caracterizan por la cautela o el estudio del detalle, el slogan cunde y brotan reacciones interesantes.
La presidenta electa retrucó que el Frente para la Victoria (FPV) triunfó en ciudades importantes: Mendoza, Tucumán y Neuquén. Y agrega que la capital cuyana es arquetípica urbe de clase media, o sea, un mentís a la explicación de cajón del rechazo al FPV.
Varios blogs se enconan con el sambenito. Sin agotar la nómina ni las argumentaciones, Comprensión discursiva y Mendieta el renegau se preguntan, con mordacidad, por qué el conurbano (bastión del FPV) no es un gran centro urbano. Artemio López ningunea el razonamiento en su blog Ramble Tamble y explica el rechazo porteño por razones de política local.
Las acotaciones son sugestivas y obligan a afinar el concepto. Algo pasó en varias ciudades grandes (no en todas), reversionando con matices acontecimientos de hace dos años. Ergo, esa constancia debe tener causas comunes pero su impacto no tiene por qué ser idéntico ni automático: las tendencias sociales se atenúan o agravan merced a la acción política.
A ver si nos explicamos a través de un ejemplo.
Ese es mi pollo: Dos datos políticos de fuste proyectaron hacia arriba el voto a Cristina Fernández de Kirchner en Mendoza. Uno, difícil de cuantificar pero generalmente eficaz, es la candidatura del vicepresidente Julio Cobos. El candidato-vecino tiene su gancho, en cualquier país, por razones emocionales y materiales. El funcionario debe mimar su terruño, considerar sus intereses, mejorar su situación. Y conforta tener alguien con la misma tonada en el centro mismo del poder. Una combinación de inversión y confort emocional, el abecé de la identificación política.
Ninguno de esos factores asegura el voto, pregúntenle a Jorge Sobisch, pero fungen como buen incentivo. Mendoza es una provincia grande, pero hasta ahora sólo había tenido un candidato a presidente democrático (José Octavio Bordón) y dos a vice (Antonio Salonia y Gustavo Gutiérrez).
El segundo factor fue el armado electoral que puso a la presidenta electa “arriba” de dos boletas, las más votadas a nivel local. Por cierto, el armado es una oferta, una interpelación que sólo se perfecciona con la aprobación ciudadana, que la hubo. La táctica se corrobora con los resultados.
Quizá esos dos elementos ayuden a explicar por qué Mendoza contrarió la tendencia.
Cerremos corchete.
De vuelta a las metrópolis: Regresemos de la digresión a las metrópolis refractarias al FPV, cierto es que no son todas y que cualquier sustantivo colectivo que las designe es impreciso. Pero es sencillo encontrar elementos comunes entre las ciudades ya mencionadas, a la sazón las más grandes. Uno, muy relevante, es la mayor proporción de capas medias y medias altas. Otro, el nivel de educación formal de sus habitantes. Otro, el peso cultural de los medios de difusión.
Los habitantes de esos distritos tienen intereses diferentes a los de otros aglomerados urbanos –ni qué decir de las poblaciones rurales–, algunos valores particulares, una agenda con demandas propias, problemas cotidianos exclusivos. Ni mejores ni peores, peculiares. Las metrópolis son cosmopolitas, atraen mucha migración de otras comarcas (¿cuántos porteños son “nacidos y criados”?), altamente receptivas a novaciones culturales. Las metrópolis “son” de votar distinto, Nueva York o Buenos Aires.
El voto coagula intereses, imaginarios e identidades en un momento histórico. Y algo dice. Algo que, si se afina la mira, va más allá de los límites de las ciudades.
La lógica de la dispersión: El porcentaje nacional de votos que recibió Cristina Kirchner (44,9 por ciento) proviene de un mapa bien surtido, que repasaremos redondeando.
- En la Capital estuvo 21 puntos debajo de la media (23,7 por ciento).
- En el NOA (Salta, Jujuy, Catamarca, Tucumán y Santiago del Estero) casi 23 puntos arriba (66 por ciento).
- En el NEA (Formosa, Corrientes, Misiones y Chaco) frisó el 59 por ciento.
- La Patagonia (Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego) quedó un poco abajo, 55 por ciento.
- Gran Cuyo (Mendoza, San Juan, San Luis y La Rioja) superó el 51 por ciento.
- Provincia de Buenos Aires rondó el 46 por ciento.
- “Resto del Mundo”, un agregado no del todo artificial de las restantes provincias (Entre Ríos, La Pampa, Córdoba y Santa Fe), quedó en el orden del 33 por ciento. Bien a mitad de camino entre la arisca Capital y las generosas zonas de las economías regionales resucitadas. Ese rejunte del centro del país y buena parte de la pampa húmeda incluye provincias grandes con ciudades relevantes y sus propios “interiores”.
Los grandes bastiones peronistas se enriquecieron con Cuyo y la Patagonia, regiones de los integrantes de la fórmula entre otros datos.
La adhesión de regiones de más del 50 por ciento, aun por encima de Buenos Aires, tiene un primer motivo tangible. Contra lo que fue la característica de otros momentos de crecimiento económico, el actual “vino” de las provincias al centro. Lo primero que germinó fueron las economías regionales, abatidas a niveles asombrosos en la década anterior.
La política también metió la cola en los guarismos. Un ejemplo patente es el desastre de Córdoba, cuya capital asignó menos votos a Cristina que la Reina del Plata.
La opción preferencial: El núcleo sólido del voto K es social y políticamente, el peronismo, para abordarlo viene como anillo al dedo la cita que encabeza esta columna. Javier Auyero es una rara avis dentro de la pléyade de personas que hablan de clientelismo y pobreza: él sabe de lo que habla, lo ha estudiado y palpado. Su frase es redonda, merced al vocablo “preferencial”, fácilmente rechequeable a través de las peripecias del voto popular. Los rehenes, los enjaulados algo tuvieron que ver en derrotas históricas del peronismo, cuando se conjuraron las circunstancias y la acción de dirigentes capaces de conmoverlos: Alfonsín, Graciela Fernández Meijide, la Alianza más que Fernando de la Rúa, Joaquín Piña, Hermes Binner. Supieron ser versátiles al elegir, pero tienen un sesgo y una identidad.
Está de moda desmerecer las identidades políticas. El discurso dominante se fascina con el ciudadano flotante, sin pertenencias ni raíces, que elige su candidato como un consumidor ante la góndola del supermercado. Al cronista le resulta imposible desentrañar cómo conjuga sensatamente ese desdén new age con la apología de los partidos. Los partidos de verdad necesitan simpatizantes, militantes, cuadros relativamente estables, dispuestos a acompañar vaivenes de su vida pública. No se trata de fanáticos que acepten cualquier desvío, ni de hinchas de fútbol que siguen a su camiseta “vayas adonde vayas”. Pero sí existe un lazo que va más allá de colocar una papeleta en la urna, como condición de existencia de la socialdemocracia sueca, del PT, del peronismo, de lo que subiste del radicalismo. Una identidad que cataliza memorias, vivencias, orgullos y también engarza algunos olvidos.
La pertinaz identidad peronista reconoce fundamentos lejanos, emocionales y materiales. Su pervivencia en las elecciones del domingo se deja explicar asimismo por razones prácticas.
La política económica del Gobierno produjo más “vuelcos significativos” en los sectores más humildes que en otros estratos socioeconómicos (estamos parafraseando al blog Exabruptos de Miguel Olivera, alias de un economista insospechado de kirchnerismo). Salir del desempleo o de la pobreza extrema, pasar de no tener cobertura a una jubilación mínima es un salto de calidad, un traslado a otra pantalla existencial. Optar por los intereses propios, un acto de racionalidad instrumental.
El voto calificado: El kirchnerismo se afincó en los sectores populares, calando menos en capas medias y en varias “provincias medias”. Igualmente, logró una aplastante diferencia nacional y salió segundo sólo en tres distritos, uno muy atípico (San Luis). La narrativa de Elisa Carrió soslaya esa referencia sustantiva, lo que podría admitirse como un subterfugio para transformar un segundo puesto muy distante en un éxito acabado. Esa operación usual (eventualmente necesaria) en la lucha política persigue quedarse con la “jefatura de la oposición”, remachar su victoria sobre Roberto Lavagna y Mauricio Macri. Ese designio utilitario se desmerece valorativamente cuando el discurso espiga votos de primera y de segunda categoría. El sufragio universal y obligatorio otorga a cada ciudadano el mismo valor y el mismo poder, sin que importe cuántos bienes, cuánta educación o cuántos apellidos tiene. Presuponer que hay votos de mayor calidad a medida que se asciende en la escala social es una tropelía cívica. Las extrapolaciones de la líder de la Coalición Cívica (“70 por ciento de rechazo de sectores medios o medios altos”) son imprecisas numéricamente y paternalistas o despreciativas.
La condición de ciudadano, el clientelismo y las luchas populares no son compartimentos estancos sino condiciones dialécticas que conviven y se modifican.
La legitimidad de la presidenta electa está convalidada por un gap único en la Argentina y abrumador para cualquier otra latitud de la Tierra. Las instituciones democráticas (Parlamentos y Ejecutivos provinciales, comunales y nacional) reproducen esa superioridad. La alabanza a las instituciones se da de patadas con el rechazo retórico al modo en que las constituyó la decisión soberana del pueblo.
Perucas versus gorilas: En espejo, fue torpe la arremetida de Alberto Fernández, aconsejando aprender a votar a los porteños que no supo seducir. Su catilinaria, que tiene mucho de novio despechado, niega su propia participación en la contingencia que lo irrita. El electorado porteño vota regularmente contra el peronismo, atraerlo es una misión endiablada, que requiere estrategas mucho más afinados que Fernández. Su invocación a elegir en línea con la contingente mayoría es otro gol en contra amén de una demasía, negatoria del pluralismo.
Flojo comentario de un paladín local de la fuerza que ha ganado las elecciones y que, por la magia de la representación, no es mandataria exclusiva de quienes la eligieron sino de todos los argentinos.
Gloria y loor a Jauretche: Lánguida fue la campaña, enérgicos los debates ulteriores al escrutinio. No hay paradoja alguna sino una demostración sobre la potencia que tiene un cambio de escenario, derivado del ejercicio de las libertades públicas. Esas polémicas se ensimisman demasiado con el clivaje peronismo contra antiperonismo, que es un pobre esbozo de la realidad actual y tiene demasiados ingredientes regresivos.
El voto espiga posturas, sectores sociales y territorios, la acción política debe (en lo posible) limitar el quantum de los antagonismos irreconciliables. La vida es conflicto, algunos son a finish, otros (los más) pueden someterse a negociación o a resolución por vías democráticas.
Sería aconsejable un repaso de Arturo Jauretche y de su obra cúlmine, El medio pelo en la sociedad argentina. El texto es rescatado en estos días pero de modo aplanado, como un repertorio de chicanas y de motes a los contreras. El punto de vista de Jauretche sobre los antagonismos entre vastos sectores de las capas medias y el peronismo era más rico. Castigaba la falta de percepción del “medio pelo” respecto de sus reales intereses de clase. Pero también recriminaba al peronismo, su domicilio existencial, por la cantidad de agresiones vanas y acciones erradas que atizaron el enfrentamiento.
Evocarlo, supone el cronista, es un plausible cierre precario a esta nota, excesiva en extensión y en ambición temática.
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