EL PAíS › OPINION
› Por Ana y Mario Santucho *
La decisión del presidente Kirchner de ordenar a las Fuerzas Armadas “que dispongan todas las medidas que resulten conducentes” para encontrar los restos de nuestro padre y de su compañero Benito Urteaga nos motiva las siguientes tres reflexiones, que hemos conversado con nuestros amigos y familiares más cercanos y que queremos compartir con muchos:
Se trata para nosotros de un acto elemental de justicia, que responde a un largo camino de reclamos, denuncias y movilizaciones llevadas adelante por buena parte de la sociedad. Ante todo, entonces, es a esta intensa y sostenida lucha –de la que hemos participado– a la que debemos agradecer.
Es cierto que esta decisión pudo no haber sido tomada. De hecho, se trata de una reacción tardía, motivo por el cual quizá no tenga efectos tangibles. Hemos conocido y seguimos padeciendo, en estos años, la aguda cobardía de los representantes y de las autoridades, ya sea disfrazada de realismo, de impotencia o como calculado cinismo. Por eso valoramos esta medida democrática que, junto a los juicios reabiertos contra los responsables de la represión militar, se distingue del fondo de impunidad en el que aún hoy vivimos.
Lo que el decreto presidencial explicita es que nosotros todavía estamos buscando los cuerpos sin vida de nuestros padres.
No sólo los buscamos a ellos. Junto con Santucho y Urteaga desaparecieron Liliana Delfino, Ana María Lanzilloto (y el hijo que llevaba consigo), Domingo Mena y Fernando Gertel. Sus restos también deben ser encontrados y restituidos.
Y no somos los únicos. La mayoría de los treinta mil desaparecidos aún permanecen en ese limbo creado por los militares como una verdadera usina de terror.
¿Pero cuál es el motivo de un silencio y un ocultamiento que a estas alturas se ha vuelto terco e irracional? ¿Y qué es lo que se torna evidente cuando toma estado público nuestra búsqueda de ejercer un derecho tan básico? Se trata de la sencilla pero persistente verdad de que resulta imposible cualquier reconciliación.
Pues, ¿cómo podríamos convivir con quienes están imposibilitados de asumir las consecuencias de sus actos de exterminio?
Si no nos reconciliamos es porque los efectos de aquellas decisiones son irreversibles.
La reciente y aún irresuelta desaparición de Julio López destruyó toda ilusión de un final feliz. No puede haber verdadera democracia mientras aquel fondo de impunidad perdure. Y ese fondo no ha cesado de volverse más denso, sobre todo si atendemos ya no sólo a las injusticias del pasado, sino también a las que hoy existen de mil maneras (no menos violentas) en los barrios, las cárceles y en las calles de todo el país.
Quizá nuestra última reflexión no se derive inmediatamente del decreto presidencial. Tal vez ello se deba a que se trata de un sentimiento más personal, de poca relevancia en la discusión mediática y en la agenda de coyunturas. Sin embargo, no nos parece superflua agregarla: nos incomoda ocupar el lugar de víctimas condenadas a ejercitar un reclamo eternamente insatisfecho.
La búsqueda de estos cuerpos, para nosotros, forma parte de un anhelo vital. Su eventual hallazgo habilitaría el velorio que todos merecemos. Pero su sentido de justicia más profundo depende de nuestra capacidad para prolongar el espíritu de rebeldía y emancipación que se encarna hoy en los cuerpos que resisten la miseria del poder.
* Hijos de Mario Roberto Santucho.
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