EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
A la pregunta del título la Iglesia dirá, de formas distintas, que la razón esencial de la beatificación de Ceferino Namuncurá, es decir, su reconocimiento como un católico ejemplar digno de ser imitado, tiene que ver con sus virtudes. Pero está claro también que, sin discutir las virtudes, toda ponderación de las mismas tiene el sentido de un valor de época: son destacadas y resaltadas en un momento dado y en determinadas circunstancias, en las que se cruzan cuestiones relativas a la vida de la Iglesia y de las sociedades donde ella está inserta. Y ello, es importante dejarlo en claro, no pone en tela de juicio ni el sentido del reconocimiento ni los méritos que, en este caso Ceferino Namuncurá, acumula, siempre a juicio de la Iglesia, para llegar a los altares.
Conviene tener en cuenta que es la Iglesia la única que puede oficial e institucionalmente declarar que alguien es digno de imitación, generando un proceso que culminará con su declaración como santo. Está claro que el poder simbólico de dicha declaración está en la institución. Se pondrá entender también por qué avanzó con tanta rapidez la canonización de José María Escrivá de Balaguer, el casi contemporáneo fundador del Opus Dei, mientras se demora la causa del obispo mártir de El Salvador, Oscar Romero. Ningún proceso de canonización está al margen de intereses institucionales, de influencias de poder y de estrategias que buscan posicionar a la Iglesia en un determinado escenario.
Parte de la celebración de hoy en Chimpay será en mapuche y habrá también tramos en otras lenguas originarias como quechua y guaraní. El hecho tampoco es casual. Si algo se quiere destacar en la vida de Ceferino es su condición indígena, miembro de un pueblo originario. La Iglesia ha sido severamente criticada por su participación en la conquista y por la forma en que acompañó a la colonización desde la perspectiva de la “evangelización”. En 1979 en la Conferencia de Puebla (México) aparecieron los primeros síntomas de una posición que revisaba aquellas prácticas. El reconocimiento al indio Juan Diego en México también sumó en el mismo sentido. La línea se profundizó en 1992 con ocasión del quinto centenario del comienzo de la conquista, oportunidad en la que se celebró la Conferencia General de los Obispos Latinoamericanos en Santo Domingo. En todo caso la institucionalidad católica no quiere perder hoy el paso frente al avance de corrientes como la “teología indígena” que algunos señalan como más “peligrosa” que la amenaza que en su momento representó la “teología de la liberación”. La beatificación de Ceferino se inscribe también en esta línea de rescate institucional a una figura de gran arraigo popular y de condición mapuche.
“Ceferino, hijo de Dios y hermano de todos”, dice uno de los lemas usados para la campaña. Allí radica otra de las razones –entre tantas y no las únicas– que llevan a promover la beatificación. Si la piedad popular ya lo entronizó como santo, la Iglesia –que tiene larga experiencia en esto– se encarama sobre esa religiosidad para cooptarla y no perder la iniciativa en ese campo. Siempre es mejor que un santo sea de la Iglesia, y que sea la institución la encargada de resaltar aquellas virtudes por las que lo considera tal y no que esto quede en manos de la piedad popular, que suele reparar bastante menos en cuestiones institucionales y formales. Más allá del intento está claro que la institución nunca estará en condiciones de encauzar todo lo que la religiosidad popular produce. Pero por lo menos le pondrá límites y cooptará la mayoría de las expresiones a su favor.
“La beatificación de Ceferino es una invitación a creer en los jóvenes, también en los que apenas han sido evangelizados”, escribió Pascual Chávez Villanueva, rector mayor (máxima autoridad mundial) de los salesianos. La juventud de Ceferino es otro de los motivos de su promoción, en un momento en que la Iglesia ve cómo los jóvenes toman distancia de la institución eclesiástica, aunque eso no signifique de manera directa su lejanía de la experiencia religiosa.
Por último vale decir que la beatificación de Ceferino es el resultado de una decisión de la jerarquía católica argentina para “producir” santos argentinos. Hace aproximadamente diez años que la jerarquía se lanzó en esta tarea. En los hechos Héctor Valdivielso es el primer santo argentino y fue canonizado en 1999. Pero este proceso fue promovido por España y no por la Argentina, donde no existe ni devoción ni mayor conocimiento acerca de san Héctor. Nacido en Buenos Aires, Valdivielso emigró a España con sus padres siendo muy pequeño y allá, en plena juventud, fue asesinado en la Guerra Civil Española. Pocos lo reconocen realmente como argentino más allá de su innegable cuna porteña. Hasta el momento, la Argentina cuenta con cinco beatos: Laura Vicuña, Nazaria Ignacia March Mesa, Artémides Zatti, Tránsito Cabanillas y María Ludovica de Angelis. Hay otros procesos iniciados. Pero por razones que ni siquiera es necesario explicar, la jerarquía católica argentina no ha puesto ningún empeño en el proceso de canonización para llevar a los altares al obispo mártir de La Rioja, Enrique Angelleli, asesinado por la dictadura militar en 1976. Seguramente porque Angelelli sería un santo que les quedaría menos cómodo a muchos y un modelo exigente hasta para los propios obispos.
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