EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
En muchos aspectos se asemejan Cristina Fernández y Néstor Kirchner. Uno muy patente, más allá de sus diferentes cualidades oratorias, es el torrencial modo de exponer. Una pregunta a cualquiera de los presidentes (el que se va, la que llega) funciona como disparador de un largo monólogo, que se bifurca una o diez veces. Página/12 abre una válvula preguntándole a la senadora si el acuerdo social será algo así como un acuerdo macro de precios y salarios.
Es de tarde, el sol cae a raudales sobre la residencia de Olivos, la mandataria electa dialoga con el cronista. En una hora y media olvidará su vaso de agua, no terminará su café mitad y mitad, no será interrumpida por terceros. El género del encuentro es un formato naciente, diríase del siglo XXI en la Argentina: no tiene las reglas ni el rigor del reportaje pero tampoco le cabe la reserva del off the record. El acuerdo es comunicar el núcleo de la charla que, sin papeles ni grabador, transcurre con soltura y un poco de desorden.
Como a Néstor Kirchner, a su sucesora le cuadra arrancar por la negativa, confrontar de entrada con los otros, que siempre los hay. “El acuerdo social que pretendemos es eso y no un cepo social o un cepo al gobierno. Algunos suponen que vamos a ser los guardianes de sus ganancias sin exigirles nada, otros quieren recibirse de revolucionarios sin esforzarse.” Y tampoco será un pacto sobre precios y salarios, eso sería un fiasco. “Así se frustró la concertación de 1973, no es eso lo que se debe acordar”,rememora y preconiza la senadora retomando uno de sus contados caballitos de campaña: el modelo de acumulación con inclusión social.
No son sus palabras, más cuidadas, pero sí su mensaje: la mandataria detesta que le impongan la agenda y prevé al poder político como mentor del acuerdo, que las representaciones sectoriales podrán debatir y enriquecer. Muy lejos de una negociación paritaria, “no las precisamos, en este período se cerraron cerca de mil negociaciones colectivas”.
“¿Planteos generales como modelo exportador, paridad cambiaria ‘competitiva’, equilibrios fiscales? –interroga el cronista–. ¿O un menú más riguroso con metas, objetivos e instrumentos?”
“Por supuesto, metas cuantificables: balanza comercial, principales exportaciones, sectores productivos a incentivar, inversiones en investigación, desarrollo e innovación. Un plan de obras públicas serio no concuerda con un período de gobierno ni con dos. Es forzoso establecer prioridades que trasciendan a la próxima gestión. En materia energética el Estado seguirá siendo un factor importante pero los privados deben asumir su parte y saber el rumbo de los próximos años”. Cristina Fernández no avanza en precisiones ni asume las preguntas acerca de cómo será “la liturgia” del acuerdo. Se ensimisma en el aporte del Estado, que no es sólo dinero y rumbos sino también saberes, mal aplicados. “El Estado argentino tiene recursos enormes, que funcionan dispersos: el INTI, el INTA, el Invap, la Comisión Nacional de Energía Atómica. Son recursos enormes si se les propone un mapa conjunto.”
El vocablo “sinergia” se repite en sus labios. La investigación científica, se entusiasma, tiene una sólida tradición en la Argentina pero no se ha conjugado mucho con la producción, como sí sucede en otros países. Pues bien, un acuerdo marco de referencia, podrá (otra vez) catalizar la sinergia.
Uno de los objetivos en la mira es “la segunda industrialización de la Argentina” define Fernández de Kirchner. La primera abortó el 24 de marzo de 1976, la situación hibernó durante el gobierno de Alfonsín, el gobierno de Menem implantó ferozmente (“como sólo puede hacer el peronismo”) el neoconservadurismo. Esta es la hora de retomar, propone la senadora, ese rumbo desnortado durante tres décadas. Le sale fácil hilvanar una narrativa histórica e inscribir en ella su “proyecto”. Cubre con holgura una carencia que aquejó al kirchnerismo en todos estos años.
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El doble de votos: Néstor Kirchner llega de Chile, se repantiga en una silla, guiña el ojo, bromea permanentemente. Su buen humor salta a la vista.
Reseña la última comidilla, la disputa entre el presidente venezolano Hugo Chávez y el rey de España.
De vuelta al terruño, acomete uno de los tópicos predilectos de la pareja: la interpretación de las elecciones. “Cristina ya pasó el 45 por ciento”, anuncia, confirmando una información suministrada por Página/12 días atrás. Escarba el bolsillo de su pantalón, no muy bien planchado, extrae un papel arrugado con cifras recién horneadas. Disfruta. Está “haciendo de Kirchner”: son un clásico su fruición por la minucia, su pulsión por la data, los papelitos arrugados.
Cristina Fernández sonríe, mueve la cabeza, chicanea ma non troppo: “Pobrecito, está entusiasmado. El sacó tan pocos votos...”
El Presidente hace su inventario: eran otros tiempos, más difíciles, “nadie creía en nadie”, del “que se vayan todos”.
“Da las gracias. Por eso llegaste, porque venías de afuera”, hace que bromea pero predica la senadora.
Como en un relato de Borges, el intercambio deja toda la sensación de ser el eco de charlas recurrentes muy similares, que vienen urdiendo día tras día.
La senadora transmuta la sonrisa, se pone seria. “Los votos de ahora no son míos, los votos no son nunca de una persona, son del proyecto.” Eso también viene macerándose.
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Estilos: La articulación oratoria de Cristina Kirchner, la concesión de entrevistas y diálogos con la prensa, su presunto mayor interés en la política internacional han acumulado para una hipótesis de moda: está en ciernes un cambio importante en el estilo de gobierno. Página/12 sondea al respecto, por dos carriles. ¿Será la presidenta tan minuciosa y detallista en la gestión, tan implicada en todas las áreas? ¿Habrá una mutación sensible en política internacional?
No les parece, para nada. La senadora se autorretrata “como más obsesiva que Kirchner” y no se presupone más delegativa ni menos puntillista.
El tópico de la política internacional tampoco convence a los protagonistas. “A mí me interesa –Kirchner les enmienda la plana a sus críticos–. Lo que me cuestionan no es que participe poco sino los amigos que elegimos y las decisiones que tomamos.” Ese repertorio parece el mismo. Ricardo Lagos y Lula da Silva ranquean muy alto, para los dos. La cooperación con Brasil se intensificará, vaticinan, y será una de las claves del cuatrienio. Por ahora, no informan más.
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Etiquetas: Los rótulos son imperfectos pero algo designan. Llevada sin esfuerzo a ese terreno Cristina Kirchner desestima pintarse como “progresista”. El mote le resulta impreciso, lo que grafica moviendo los dedos como si entre ellos se escurriera algún líquido. Sus manos están en perpetua acción, aunque ayer se privó de hacer el gesto de comillas, que le era muy caro antes de la campaña.
“‘Progresista’ no indica mucho, es casi sinónimo de corrección política, sin aditamentos. Nosotros somos gobiernos democráticos y populares.” “Nosotros” abarca a los gobiernos de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Venezuela. No es el día ideal para preguntar dónde encasillar a Uruguay (ver página 2).
“Somos democráticos porque nos legitima el voto. Y somos populares porque mejoramos las condiciones de los más humildes.” “La derecha no nos perdona eso, nuestra condición popular. Y degrada a la democracia con un falso discurso de la seguridad. Mucha gente vive mejor con nuestros gobiernos. No pueden negar ese hecho pero inventan un sofisma: dicen que no sirve vivir mejor o tener más ingresos si hay inseguridad. O sea, contraponen la democracia a la seguridad. Los medios juegan un rol tremendo en esa confusión”, reincide la presidenta que viene, aventurándose otra vez en un territorio que la enoja, le preocupa y la fascina.
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El hecho maldito: El peronismo será el afán del primer ciudadano, después del 10 de diciembre. La tarea lo entusiasma, en tanto reconoce que “el armado político” fue una falencia que no se pudo reparar. Refractario a las definiciones, muy avaro a la hora de acudir a la liturgia, el Presidente hace su balance y dice que “en el buen sentido” el suyo fue el gobierno más peronista de los últimos 50 años. Los términos de comparación son poco estimulantes o (si usted prefiere) fáciles de superar. La definición, aventura el cronista, puede alertar sobre una vuelta de tuerca respecto de lo que fue la cartilla kirchnerista.
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Tiempos modernos: “El gobierno de Cristina será distinto, porque las cosas son distintas. Y será mejor”, derrama optimismo el Presidente. “Seguimos acá porque el país está mejor”, diagnostica la presidenta electa.
Están armando una transición insólita, signada porque Kirchner desistió de la reelección, una movida valorable que no cosecha mucho reconocimiento. La presidenta llegará en las condiciones políticoeconómicas más propicias y sustentables que se hayan vivido en ¿sesenta?, ¿ochenta años?
Nada es fácil en estas comarcas, las más desiguales del mundo. En otros momentos fue mucho peor. No es un consuelo, es una referencia.
El cronista se va de Olivos, bonito paraje, pasmosamente silencioso, allende su significación. Ha estado acá otras veces, en distintas contingencias. Una recuerda siempre. Fue en el verano de 2002, otro sábado. Su cometido era hacerle un reportaje con todas las letras a Eduardo Duhalde, a la sazón presidente. Releer esa entrevista (una praxis inusual para el cronista) impresiona por contraste. El repertorio de las preguntas incluía la hiperinflación, la disolución nacional, la proliferación de cuasimonedas, el estallido social. No pasaron seis años y el escenario cambió. Cada cual evaluará cuánto se debe al sacrificio del pueblo argentino, cuánto a la coyuntura económica internacional, cuánto a acciones políticas que eran de cajón, cuánto a la especificidad del gobierno que se fue.
Lo cierto es que la sencilla palabra “mejor” viene a cuento. Y que ayuda a comprender qué pasó dos domingos atrás y por qué ahora dos presidentes comparten la susodicha residencia.
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