Lun 12.11.2007

EL PAíS  › OPINION

Pequeñas diferencias

› Por Eduardo Aliverti

Es casi imposible sustraerse al impacto que, a todo nivel, produce el descubrimiento brasileño de un yacimiento petrolífero gigantesco, a siete mil metros de profundidad en el mar, frente a San Pablo. Y no contrastar esa noticia con las chiquilinadas que se suceden no muchos kilómetros más abajo.

A esta altura del anuncio no tiene mayor objeto insistir con los números que ya fueron difundidos, y que colocan a Brasil como uno de los países con mayores reservas en el mundo. Sí lo tiene, en cambio, subrayar un aspecto del que algunos (muchos, demasiados) colegas y analistas parecen haberse acordado un tanto tarde: los brasileños tuvieron y tienen una política de Estado, a resguardo de cambios administrativos; no privatizaron el manejo de sus recursos clave, y demostraron que pueden ser (y son) tanto una clase dominante tenebrosa como una clase dirigente de inmensa proyección estratégica. Si acaso, aunque no debería, parece o suena como un conjunto de definiciones grandilocuentes e imprecisas, vamos más negro sobre blanco todavía: son un país tan socialmente injusto como ninguno en el mundo, conservan relaciones de esclavitud y la crema de su burguesía paulista es, también, tan feroz como ninguna; pero dentro de la inmovilidad de su movilidad, como definió hace unos días Toni Negri en entrevista publicada por este diario, son en extremo sobresalientes por su capacidad de acumulación, apropiación y dirección conceptual de grandes líneas de desarrollo. Allí seguirán sus favelas descomunales, su narcotráfico distributivo entre la miseria, su corrupción mais grande do mundo, sus salvajes oligopolios de prensa escrita y audiovisual que ponen y sacan presidente, su violencia, sus desequilibrios sociales peores que los africanos. Quizá nadie debería apostar una moneda a que algo de eso vaya a cambiar. Pero podría jugarse décuplo contra sencillo a que, sin desconsiderar el tamaño natural de su economía de país-continente, con 8 millones y medio de kilómetros cuadrados de superficie y 180 millones de habitantes, son unos capitalistas que para la media de la región, por derecha, tienen otra cosa en la cabeza. Por la derecha ellos y por la izquierda Chávez, digamos.

Comparar esa cota y ese horizonte con los de la matriz dirigente argentina da pavura. El gigantesco yacimiento descubierto por los brasileños, con mil millones de dólares de inversión estatal sólo para esa área marítima, no deja de ser un punto ecuménico de una ofensiva que, respecto de Argentina, supone estar quedándose con frigoríficos, alimenticias, cementeras, estimulado todo por un agresivo apoyo crediticio del mismo Estado. Una cadena de integración productiva, para satisfacer el consumo interno y la exportación inter y extra bloque, que revela la condición de Brasil como líder natural y operativo concreto. China, India y ellos ya fueron previstos hace rato como la avanzada incontenible de los llamados países emergentes. Argentina, desde ya, no tiene condiciones de simetría económica para ser imaginada en un lote como ése, pero sí recursos de sobra como para aspirar al abandono de su papel productivo casi exclusivamente centrado en materias primas sin valor agregado. Sin dejar de aprovechar la etapa internacional excepcionalmente favorable para aquello que produce, si hay algo que no se advierte es quiénes piensan aquí más allá de la instancia, aunque sin perjuicio de tener en cuenta que aún está saliéndose de la crisis económica más grave de la historia.

Es complicado no oponer esa noticia con la otra que, también desde la región, comienza a despertar, por vía del asombro, algún interés internacional. La escalada diplomática con Uruguay alcanzó en las últimas horas picos desconocidos, que son susceptibles de ocultar lo importante. El Gobierno argentino carga con una muy buena parte de responsabilidad en el conflicto, tras haber alargado el camino sin retorno de alentar la ebullición en Gualeguaychú cuando, desde el comienzo, sabía que el funcionamiento de Botnia era irreversible. Intentó abrir una puerta mediante las declaraciones de la presidenta electa, apuntadas al control de la contaminación y a la necesidad de preservar el diálogo bilateral. Y de manera insólita, sólo encuadrable como ínfulas de un compadrito que queda preso de su propia inercia, el presidente uruguayo contestó a ese guiño ordenando que la pastera comenzara a echar humo, nada menos que en medio de una cumbre de jefes de Estado que incluía al argentino y al monarca convocado para gestionar una salida. Para el tipo de marco y enfrentamiento de que se trata, debe haber pocos antecedentes, si es que los hay, de una bravata semejante.

Las decisiones y gestos “personales”, sin embargo, que hoy son la inconcebible actitud del mandatario uruguayo, y ayer la del argentino encabezando en el puente una manifestación oficial que sólo podía ser interpretada en la otra orilla como nafta sobre el fuego, no deberían ser comprendidos –solamente, por lo menos– desde la lógica del arrebato demagógico. A un lado y a otro, lo que esconde esta suma increíble de desaciertos y bravuconadas es la incapacidad para concebir y ejecutar una política de desarrollo con soberanía regional, articulada con las necesidades populares. Uruguay tiene el derecho histórico de sentirse ninguneado por los grandotes del barrio, pero debió tener el deber de forzar alguna idea de progreso superadora de plantar arbolitos (y por casa soja) para terminar en brazos multinacionales que, contaminación o discursos patrióticos al margen, se llevan casi toda la torta del negocio. Y Argentina paga el costo del ninguneo al vecino que pegó el grito, sobrellevando además la dudosa autoridad moral de cuestionar la planta de Botnia cuando en su territorio sobreabundan emprendimientos y fábricas de parecido, igual o peor riesgo, o concreción, contaminante. ¿Las cosas habrían sido diferentes si hubiera habido un modelo de articulación económica entre ambos países, basado en acuerdos equilibrados de desarrollo mutuo? ¿Se habría evitado Botnia? Imposible saberlo, pero seguramente el clima de la relación bilateral habría impedido llegar a estos extremos de desplantes casi surrealistas. Porque, fútbol aparte, hablar de un enfrentamiento argentino-uruguayo en términos filobelicistas y de ruptura de relaciones suena a eso, a surrealismo.

Dos noticias y una misma enseñanza, a propósito de qué ocurre cuando unos se dedican a lo estructural y otros a lo que venga.

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