Martín Grass y Mario Villani declararon ayer en el juicio contra el represor Héctor Febrés. La semana que viene empiezan los alegatos.
“Tengo el mismo nudo en la garganta que en ese momento”, confesó Mario Villani, el primer testigo del día en el juicio contra el prefecto Héctor Febrés. Acababa de relatar cuando se vio obligado a reparar una picana eléctrica utilizada para torturar a sus compañeros. “Uno piensa que tiene procesada la situación, pero nunca termina de hacerlo”, se detuvo Martín Grass, cuando detallaba al Tribunal Oral Federal Nº 5 el momento en que confirmó algo hasta entonces había preferido no creer: la existencia de los vuelos de la muerte. “La dictadura –reflexionó– no era una máquina de matar. Era una máquina de producir terror. La muerte era una metodología.”
El primer juicio por los delitos de lesa humanidad cometidos en la ESMA entra en su etapa final. El lunes declararán los últimos dos testigos y luego empezarán los alegatos de las partes. El 14 de diciembre, la Justicia determinará si el prefecto Héctor Febrés es culpable de los cuatro hechos de tortura y privación ilegal de la libertad que se le imputan en este proceso.
Martín Grass es abogado y era profesor universitario. Una “patota” lo secuestró en enero del ’77 cuando salía de encontrarse con un “amigo de la militancia” en Colegiales. En ese momento pasó a ser el detenido número 808 en la ESMA. Vestido elegante, “el Duque”, Francis William Whamond, le dio “la bienvenida”: “Probablemente piense que puede resistir a la tortura, pero las reglas de juego han cambiado. Sabemos que todos tienen un umbral de dolor, mayor o menor. Lo único que no podemos controlar es el tiempo”, le advirtió el represor antes de someterlo a la primera sesión de torturas.
Grass estaba desnudo y atado a una cama metálica. Miguel Angel Benassi empezó a darle máquina. Al tiempo, el jefe del Grupo de Tareas, Jorge “Tigre” Acosta, se hizo cargo del interrogatorio. Cuando Acosta terminó, Benassi volvió para seguir torturándolo “para que no pensara que él era blando”. “La tortura –explicó– produce miedo, el dolor a veces parece volverse insoportable. Pero mi miedo principal era lo que la tortura podía hacer en una persona, lo que puede volverse por su culpa.”
Era verano cuando ingresó a la ESMA. El calor era “terrible” y el sótano tenía una pésima circulación de aire. “Al cuarto día recién pude ingerir por primera vez agua. La tomé del inodoro por un descuido del guardia”, dijo Grass. Semanas después, un represor estaba repartiendo “botellitas de agua” entre los detenidos. Un superior le ordenó que terminara y dejó la última botella en medio de dos cuchetas. Una mano intentaba agarrarla cuando se escuchó un “gruñido salvaje, cuasi animal” y otra mano se la arrebató. “Había sido yo”, confesó el abogado. Fue la forma de explicar cómo la experiencia concentracionaria “reducía a una persona a sus condiciones más básicas”.
Mario Villani es licenciado en Física. En tres años y ocho meses de cautiverio, pasó por cuatro centros clandestinos de detención antes de llegar a la ESMA. Club Atlético, El Banco, El Olimpo y la División Cuatrerismo de Quilmes. En todos había sido utilizado como mano de obra esclava para reparar los artefactos electrónicos –en su mayoría robados– que se rompían.
–Yo no puedo reparar eso– le dijo un día a un represor que le encargó una tarea.
–¿Cómo?, si reparaste cosas mucho más complejas.
–No puedo.
–Bueno, no importa, les aplicaremos corriente directamente con esto. (Un transformador variable.)
Cuando vio que los torturados empezaban a quedar en coma o a morirse reparó la picana eléctrica. En ese momento, la modificó para disminuir su potencia. “La peor tortura –aseguró– era la vida diaria en esos campos de concentración, ya que la ‘picana’ termina cuando acaban los interrogatorios, pero el trato denigrante, los golpes, las humillaciones, las violaciones y los gritos de otros torturados formaban parte del escenario cotidiano.”
La gran mayoría de los detenidos terminó esa tortura con la “Solución Naval”. Era otra denominación para los “traslados”. Los “verdes” –los militares de menor rango– iban llamando por número y se formaba “el trencito”. Esposados, grillados, encapuchados, cada uno con la mano en el hombro del de adelante. Antes de los vuelos de la muerte, iban hacia la enfermería, donde les inyectaban Pentotal, un somnífero del que decían era una vacuna polivalente.
A Grass le contó esa experiencia un ex suboficial de la marina apodado “Tincho” –Emilio Assales– detenido en la ESMA. Le habían aplicado una dosis insuficiente del somnífero, lo llevaron al aeropuerto y lo subieron al avión. Antes de salir vio a los detenidos desmayarse y vomitar por los efectos de la droga. Una interna entre el Servicio de Inteligencia Naval y el Grupo de Tareas hizo que a último momento lo bajaron del vuelo.
Los dos testigos coincidieron. “Todos fueron necesarios.” “Hay que comprender el sistema represivo.”
Informe: Sebastián Abrevaya.
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