EL PAíS › OPINION
› Por Angela Pradelli *
A principios de año suelo leerles a mis alumnos del secundario “El viaje”, un poema de Juan Gelman. Es un poema corto, que en una escritura de prosa destella en una oscuridad insondable. Al leer a Gelman en clase, la clase entera de estudiantes adolescentes, y yo con ellos, entramos al vacío de un misterio que nunca termina de aclararse del todo y de comprenderse. Unos pocos versos alcanzan para que los alumnos entiendan que en esa escritura no es el conocimiento lo que cuenta. En algún momento Gelman habló del fracaso constante de la poesía, la esencia del poema sería entonces su imposibilidad, una búsqueda a veces tenaz que, sin embargo, sabe de antemano que no se resolverá nunca.
En los poemas de Gelman el eje está desplazado hacia el silencio, oscila en un movimiento que provoca un temblor entre la palabra y el silencio, en donde siempre hay otro y esa relación supera el juego de enfrentamientos o de opuestos. Al recibir el Premio Reina Sofía, en su discurso, Gelman afirmaba que la poesía exige la abolición del mundo, y que “es un movimiento hacia el Otro, pasa de su misterio al misterio de todos y les ofrece rostros que duran la eternidad de un resplandor. Corrige la fealdad, es ajena al cálculo y da cobijo en sus tiendas de fuego. Se instala en la lengua como cuerpo y no la deja dormir”. Tal vez los poemas de Gelman hayan registrado esa escritura que mis alumnos leen en esos primeros días todavía calurosos de marzo. Una construcción que se desplaza para internarse siempre en la oscuridad remota y más propia.
* Escritora.
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