Sáb 31.08.2002

EL PAíS  › OPINION

Violencia y corrupción

› Por Washington Uranga

Corrupción y violencia son dos temas que han invadido la vida cotidiana de los argentinos, instalándose en los medios de comunicación (también puede decirse instalados por los medios de comunicación sin que una cosa resulte contradictoria con la otra) y convirtiéndose en motivo de agenda para los ciudadanos de este país. No es cierto que para todos estos temas connoten de la misma manera. A cada uno lo afecta desde un lugar diferente, desde su particular ubicación en la sociedad. Y desde ese mismo lugar unos y otros hacen reflexiones –presuntamente interpretativas o esclarecedoras sobre el fenómeno– y hasta pretenden aportar líneas de “solución” al problema. Pocos se acercan realmente a esto último. Es evidente que la Argentina está atravesando un proceso de grave deterioro de sus relaciones sociales y humanas, en el cual lo que se afecta es la calidad de vida de las personas, sus derechos fundamentales, su posibilidad de vivir dignamente y de gozar de la propia existencia. Pero no es éste un proceso ni siquiera original. Basta mirar a otras naciones que han vivido situaciones similares –algunas de ellas muy cercanas dentro del mismo mapa latinoamericano– para darnos cuenta hacia dónde vamos. La calidad de vida se pierde con suma facilidad y de manera acelerada. El proceso contrario, el de recomponer el tejido social, requiere de tiempo, de esfuerzos y de consensos sociales que son realmente difíciles de reconstruir. Seguramente pocos tienen conciencia de esto entre nosotros. Acabar con la violencia o con la corrupción no es apenas un acto voluntarista, ni tampoco depende exclusivamente de la existencia de personas “bien intencionadas” en la gestión o en las instituciones. Aunque, es evidente, la presencia de personas honestas siempre es una garantía. El problema, sin embargo, es más grave. La corrupción y la violencia son el resultado inevitable de un sistema, del modelo neoliberal que controla de manera hegemónica el mundo en el que vivimos. No hay un capitalismo bueno y uno malo. Esto que estamos viviendo en la Argentina es una realidad intrínseca al capitalismo. La historia –y los sufrimientos y hasta la vida de tanta gente– nos han demostrado hasta la saciedad que no hay un capitalismo “bueno” y uno “malo”. Han dejado en claro también que el capitalismo no tiene un “rostro humano”, sino que está basado en principios e impone leyes que son por sí mismas inequitativas e injustas. La corrupción y la violencia no son “efectos colaterales” o “consecuencias no deseadas” del modelo neoliberal capitalista, sino que son parte intrínseca del mismo. Es la misma corrupción y la misma violencia que en otros momentos se manifestó de manera más atenuada hoy se nos presenta con su rostro más brutal.

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