Sáb 01.12.2007

EL PAíS  › OPINION

Ganas de decir otras cosas

› Por Gustavo Arballo*

Los jueces están para decidir casos, un cometido simple y limitado. Igualmente, la Corte Suprema es el intérprete último de la Constitución nacional, pero no equivale a una Convención Constituyente en sesión permanente. Sólo resuelve algunos conflictos, que le llegan después de varias instancias de “recorte”. En teoría, la Corte debería ceñirse a los límites de esos casos y a su sentencia.

La práctica funciona diferente. Puede y suele pasar que tenga ganas de decir otras cosas. Para lo cual los jueces tienen a su alcance una válvula de escape del corsé de las sentencias. En lengua jurídica se lo llama obiter dictum (o, en plural, dicta). En un obiter, un fallo puede decir cosas que no son estrictamente necesarias para resolver el caso. Las razones para hacerlo se vinculan con las formas en que se lo articule. Tradicionalmente se trata de algo “testimonial”, una ocasión en la que se editorializa sobre el tema-fallo. Por ejemplo, cuando en “Aquino” (2005), al declarar la inconstitucionalidad de la Ley de Riesgos del Trabajo, la Corte dice que “el hombre no debe ser objeto de mercado alguno, sino señor de todos éstos”. La ortodoxia resta significación al “obiter” y pretende que lo único vinculante son los “considerandos” (“holding”, en jerga) que son imprescindibles para justificar la decisión.

Pero hay otra subespecie del dictum, ahora bien frecuente, que entra a tallar y obliga a leer las sentencias con atención más allá del resultado: pasa cuando, con ganas de decir otras cosas, se incluye un obiter recargado que ya no es tan opinión lábil. Que toma forma de directiva concreta, exhortando a superar, de determinado modo, una situación que juzga inconforme con la Constitución. Esta Corte lo ha hecho así con temas tan variados como la situación carcelaria (“Verbitsky”, 2005), la movilidad de las jubilaciones (“Badaro”, 2006), el régimen de jueces subrogantes (“Rosza”, 2007). Su suerte ha sido también dispar, pero el “hecho nuevo” es que la Corte asume que su voz solamente invalidante (“declaro inconstitucional tal norma”) es poco conducente en ese trance, se presupone partícipe de un diálogo institucional con los otros poderes y lo hace explícito.

Luego hay otro nivel a explorar, para leer a la Corte, más allá de los fallos y sus “resultados”. Se trata de un cometido supremo que es de suyo “espontáneo”, y por esa razón muy significativo. Son las reglamentaciones y decisiones que se instrumentan vía “Acordadas”, en principio reservadas para cuestiones “internas” del Poder Judicial. Fuera de ese surco, algunas han cobrado justificada (y mala) fama, como la de 1930 que bendijo el golpe de Estado, y que tuviera sus consabidas remakes para hacer culto a la argentinísima “doctrina de facto”. Sin “resolver casos”, las Acordadas pintan el espíritu del tribunal en cada período. Veamos viñetas de la década del noventa. La Acordada 20/96, por ejemplo: a poco de que el Congreso derogara la exención del impuesto a las ganancias para los jueces, la Corte se apuró a declarar inaplicable la ley (con el argumento, ya superado en el “modelo” norteamericano, de que la tributación afecta la intangibilidad de las remuneraciones de los jueces). Más tarde, y aparecido en escena el Consejo de la Magistratura, la Corte fue autoproclamándose cabeza absoluta del Poder Judicial y gerente de su gobierno, a pulso de Acordadas –-Acordada 52/98 y su progenie– que no se hacían cargo de lo que había sido el explícito diseño constitucional “bicéfalo” de 1994. Ambas nos mostraban un tribunal a la defensiva.

Hoy vemos un panorama distinto, en parte receptivo de propuestas y temas instalados por ONGs que se ocupan de la Justicia. Sea como fuere, las recientes “Acordadas” portan buenas intenciones y nuevos libretos. No todas fueron bien recibidas por los abogados, como ocurrió con la Acordada 4/07 que reglamentó la forma de presentar los recursos y vino a poner topes a los escritos. No todas han sido cabalmente observadas: en la Acordada 1/04 la Corte prometía publicar en su web las estadísticas con desglose de mayorías, disidencias y abstenciones por juez. Sin embargo, la información que se puede encontrar en línea no cumple con aquel nivel de detalle.

El balance de lo actuado desde 2002 en Acordadas hace evidente la disposición por mejorar la transparencia dentro del propio tribunal -–haciendo públicos los registros de la circulación de expedientes–, por favorecer el diálogo intrajudicial y marcar agenda en la solución de problemas comunes a todo el Poder Judicial y por propiciar nuevas formas de intervención y trámite en los casos. Así, muy importante, la Acordada 28/04 reglamenta la presentación de escritos “amicus curiae” por parte de quienes no siendo “parte” tienen alguna versación e interés en el tema del juicio, oportunidad propicia para abrir el juego en ciertos asuntos cuya importancia y significación supera a los ocasionales litigantes.

El último eslabón de esta cadena es la Acordada 30/07 que la Corte firmó el 5 de noviembre. Regla la celebración de audiencias para que las partes expongan oral y públicamente los alegatos ante sus estrados. Es una instancia que es ritual y muy fructífera en su par norteamericana, donde suele dar pie a jugosos interrogatorios. Aquí se tratará de un procedimiento reservado para casos importantes y sensibles. Aún con esta salvedad, es posible pronosticar que la modalidad está llamada a cambiar la forma en que el tribunal empieza a pensar los casos. Por empezar, hay ganas de oír otras cosas, y es un buen dato. Y es la ocasión ideal para que la Corte se aparte de una mala costumbre que todavía mantiene: dicta sus fallos ex cathedra, al leerlos no se sabe bien qué fue lo que alegaron las partes en sus recursos. Quizás estas audiencias puedan ser, además de una ocasión para que los medios reflejen y reflexionen sobre los casos en clave jurídica, también el disparador que suscite una revisión de aquella curiosa autorreferencialidad. Una vez que la Corte las celebró –-y como asumimos que las hará para oírlas, no pour la galerie– es de esperar que los fallos luego deban hacer referencia y mérito explícito de lo alegado, construyendo así una fundamentación más robusta y leal.

* Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas. Universidad Nacional de La Pampa. www.saberderecho.blogspot.com

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