Sáb 01.12.2007

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

DIVERSIDADES

› Por J. M. Pasquini Durán

El fallo de la Corte Suprema sobre la demanda de un jubilado, al que le reconoció el derecho de reajustar los haberes hasta un 89 por ciento, le permitió urgir a los otros dos poderes (Ejecutivo y Legislativo) a ordenar un mecanismo automático y móvil para que los pasivos no queden muy rezagados en relación con los trabajadores activos en materia de ingresos. De ese modo, los jueces pretenden que el derecho pueda ser aplicado sin que intervenga, cada vez, la discrecionalidad del gobernante o, peor aún, la manipulación clientelar del beneficio. La actividad y los veredictos del alto tribunal vienen acumulando méritos diversos, como ningún otro de sus antecesores, en primer lugar al tratar los deberes del Estado y los derechos del ciudadano, sin que importe su condición social, como asuntos prioritarios. Hacerse cargo de las aflicciones presentes de distintos núcleos de la sociedad, sobre todo de los que acuden a la Justicia como único y último recurso a su alcance, en lugar de mirar hacia otro lado o esperar que la agenda sea supervisada por el poder político o económico, es una actitud que merece ser exaltada en un país tan necesitado de buenos ejemplos.

Por desgracia, en niveles subalternos del mismo Poder Judicial se registran a diario comportamientos viciados por antiguos reflejos. En la provincia de Mendoza, una jueza mandó ayer a reprimir con violencia a trabajadores de una empresa que estaban “piqueteando” en la puerta de su empleador, una importante fábrica exportadora, para demandar que sus empleos fueran “blanqueados”. Cuando los cronistas le preguntaron a la mandataria las razones de su orden represiva, respondió: “Por obstrucción del libre tránsito y perjuicio de la libertad”. “¿Sabía que eran contratados ‘en negro’?”, insistieron los periodistas, a lo que contestó: “Eso a mí no me importa, porque corresponde al fuero laboral”. Ella asistía con impavidez a la orden de desalojo con palos, gases, balas de goma y cuanto objeto contundente estuviera a mano –se vio a un policía arrojarles bicicletas que estaban estacionadas sobre la cabeza de los manifestantes–, sin que le importaran las razones que originaban la protesta. Era la viva imagen de los oficiales de justicia que encabezaban los desalojos por la fuerza de los conventillos en Buenos Aires, Bahía Blanca y Santa Fe, durante la famosa huelga de inquilinos contra los alquileres abusivos a principios del siglo XX, hace casi cien años. Para esta señora jueza, nada cambió. Tuvieron suerte los asambleístas de Gualeguaychú porque no les tocó un magistrado con el mismo retraso histórico.

Desde ya, hay empresarios y gobernantes que resienten la sensatez de la Corte. Hay veredictos, como el de este jubilado, que también molestaron al actual gobierno, pese a que en su balance de gestión destaca como mérito propio el nombramiento de esos jueces y su independencia de criterio. En una organización institucional unitaria, pese a la retórica federalista, y con tan alta dosis de presidencialismo, la tendencia más firme en el Poder Ejecutivo es a centralizar la mayor cuota de capacidad de decisión. Por eso, hasta ahora no se implementó la tarjeta de crédito para reemplazar a los planes de asistencia social a fin de otorgarles más libertad de acción a los beneficiarios, sin depender del favor de nadie, y tampoco se resigna la emergencia económica, en estos días se procuran acuerdos en el Congreso para prorrogarla, que otorga poderes extraordinarios a la Casa Rosada para negociar con los concesionarios de servicios públicos, por citar dos temas entre tantos. La presidenta electa, Cristina Fernández de Kirchner (CFK), dedicó varios de sus recientes intervenciones en público para referirse a la necesidad de elevar en el país la calidad institucional.

Aparte de responder a una recurrente crítica de la derecha liberal, a la que pocas veces le preocuparon las instituciones cuando los militares asaltaban el poder durante el siglo pasado, puede ser que CFK piense en la necesidad de represtigiar institutos de la política, sobre todo los de la representación popular, para afirmar la gobernabilidad democrática y dotar de respaldo efectivo a los liderazgos fuertes. Son criterios que, bajo diferentes formatos, recorren la geografía política de Sudamérica. No es casual que en tres naciones de la región donde se intentan procesos que quiebran la continuidad histórica –Bolivia, Ecuador y Venezuela– estén tratando de sancionarse nuevos textos constitucionales, a pesar de que provocan debates que fracturan a la sociedad en pros y contras, en lugar de proceder con la legalidad y la legitimidad directas de sus victorias electorales. Hugo Chávez tiene mandato hasta 2013 y un presupuesto más que generoso para repartir, pero resolvió dar la batalla por un nuevo fundamento jurídico-institucional para lo que llama “socialismo del siglo XXI”, y medirá fuerzas en las urnas este domingo.

Hay allí más que la mera ambición personal de continuismo, puesto que si fuera así, ¿para qué quemar las naves con tanta anticipación? , del mismo modo que Evo Morales representa una intención más generosa –más ambiciosa, si se quiere– que la de entronizar un régimen indigenista revanchista. El gobierno ecuatoriano es menos radical que los otros dos y su ejemplo proclamado es el de Kirchner, pero aún así afronta desgarradoras tensiones internas y todos, incluida la administración argentina, son mirados desde Washington por republicanos y demócratas como una troupe del populismo y de la demagogia, algunos menos corrosivos que otros, en todo caso portadores pasivos del mismo virus. En un momento anterior al actual, un grupo de jóvenes políticos de la región (entre los locales el radical Dante Caputo y el peronista Carlos Alvarez) firmaron el “Consenso de Buenos Aires”, por oposición al de Washington, que predominó en los años ‘90, en cuyo texto despuntaba en borrador primario lo que es hoy una realidad institucional en buena parte de la región. Entre los firmantes estaba el mexicano Jorge Castañeda, que llegó a ser canciller de su país, quien sostenía que no habría posibilidad alguna de autodeterminación nacional si América latina no conseguía establecer alianzas firmes con algún sector o ala del poder norteamericano, con preferencia a partir de los demócratas, mas nunca tuvo consecuencias verdaderas por falta de interlocutor válido. De lo que significaron las “relaciones carnales” de Menem y sus partidas de golf con Bush padre, ya se sabe lo suficiente para no reincidir.

Los recuerdos y el presente se agolpan, en tumulto, alentados por las expectativas abiertas debido al inminente relevo presidencial, por más que todo el mundo sepa que hay líneas esenciales de continuidad. Todo será parecido, pero nada será igual, porque la historia que se repite primero es drama y luego farsa. También porque CFK ha mostrado que tiene juicios, estilo y voluntad de su propio cuño y porque ambos saben, o deberían saber, que este segundo período tendrá demandas heredadas, pero muchas otras serán a estrenar, aunque tratándose de injusticias la reiteración es inevitable. ¿Qué puede hacer un pobre sino repetirse para reclamar contra la pobreza? ¿Qué se puede esperar de un tambero descontento sino que sacrifique sus lecheras en el matadero? ¿Qué van a hacer los hipermercadistas sino reunirse alrededor de la presidenta electa y prometerle que van a reducir los precios en diez por ciento, después de que los aumentaron en treinta o más? Gestualidades para la debutante, que ojalá pueda distinguir, en el barullo del estreno, lo real de lo aparente. Algún retazo de realidad, quizás, acuda a las ceremonias de asunción, pero habrá millones de hogares con la esperanza abierta, esperando la redención tantas veces prometida.

Para los que creen en las señales y símbolos, ninguna de tan buen augurio que en este instante de transición los argentinos puedan enorgullecerse por el Premio Cervantes otorgado al poeta nacional Juan Gelman. Es una distinción que agota su alcance en la literatura, pero si uno no quiere imitar a la jueza mendocina, es imposible separar a la persona en trozos y desvincular su producto poético de los compromisos de vida del poeta. No llegó al peronismo montonero por legado familiar, sino por elección voluntaria, ni nació revolucionario, sino que adquirió el impulso en doctrinas marxistas. Peronismo y marxismo son casi géneros que denominan una variedad de relatos distintos, y para aclarar en cuál de ellos transitó el ahora Premio Cervantes, entre tantos otros de su merecimiento, hay que atisbar en su obra literaria, toda dictada por su emoción, y en su obra periodística, en buena parte surgida de su razón, cuando no era simple método de ganapan. De esa complejidad, con infortunios que podaron las ramas jóvenes de su árbol de vida, y con recuperaciones que entibiaron sus ternuras, está formado este hombrón de voz ronca y socarrona, bien porteña, explorador de idiomas y de ideas, orfebre meticuloso de oficio tan peligroso como el de la escritura. La pareja presidencial, que lo llamó para congratularse, debería incluir en su plataforma la promoción de la poesía, pero no para enviarla al museo, como en San Luis, sino para expandirla en el pueblo, su residencia natural.

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