Sáb 31.08.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Pasos

› Por J. M. Pasquini Durán

La jornada de movilización popular mostró ayer, de nuevo, la disposición de miles de ciudadanos a participar de los asuntos públicos, con independencia de las divergencias que agotan a sus cúpulas en interminables deliberaciones o abiertas disputas. La capacidad de rebeldía que se mostró en diciembre del año pasado mantiene un potencial intacto, a pesar del desgaste que significa la interminable decadencia, la ausencia de un horizonte esperanzador y la indefinición de liderazgos con la confianza mayoritaria. En este contexto hay que medir los resultados de la víspera y, por lo mismo, cualquier pronóstico de continuidad sería tan prematuro como azaroso. Tampoco alcanza para confirmar las opiniones más radicalizadas, esas que piden “ni golpe ni elección, revolución”. Por otra parte, la organización de ayer en múltiples manifestaciones hace más difícil evaluar con precisión la magnitud de las adhesiones y los propósitos, ya que aparte de las causas generales en algunos casos, y no son pocos, incentivan la protesta problemas locales y específicos. Lo más cercano a una certidumbre es que la hegemonía nacional está vacante o en severa crisis, incluida la del grupo conservador que controló el poder real en el último cuarto de siglo. Por lo tanto, la consigna general, vigente desde diciembre último, que pide “que se vayan todos y no quede ninguno” sigue siendo la demanda dominante, como expresión del descontento masivo, a pesar de la cuota de ambigüedad propositiva que también contiene.
El Gobierno sigue cuesta abajo empujado por su propio impulso, es cierto, pero también porque recibe algunos empellones tan fuertes que a veces, además de trastabillar, parece a punto de caer. Cada día afronta contrariedades imprevistas que no sólo lo incomodan sino que lo desconciertan. La decisión de la Corte Suprema a favor de la restitución del 13 por ciento a los salarios estatales y jubilaciones o el pedido del procurador general para que la misma Corte declare inconstitucionales a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, aunque sean emergentes de situaciones y presiones diferentes, desacomodan la ya escasa aptitud de gobernabilidad de la administración transitoria. Dadas las materias en cuestión, podrían ser oportunidades de acompañar definiciones que alienten el buen ánimo ciudadano y, sin embargo, aparecen sospechadas de maniobras conspirativas en lugar de la satisfacción de legítimas reivindicaciones.
Las dificultades que jaquean al Gobierno, incluso, son importadas. A pesar de su disposición a satisfacerle hasta los mínimos antojos, ningún aliado incondicional sufrió antes tantos desdenes del Fondo Monetario Internacional (FMI), al que sólo le falta declarar sin tapujos que no firmará nada con esta administración porque sabe que en su extrema debilidad no cumpliría los acuerdos, ni aun queriendo. A los directivos del FMI, que pasa por unos de los momentos de mayor desprestigio entre sus mandantes, sólo les falta que los acusen de darle algún aval a este gobierno que va de salida. Pese a las humillaciones, los voceros oficiales insisten en anunciar inminentes desembarcos de técnicos enviados desde Washington para estudiar un calendario de acuerdo. Ese terco masoquismo es un indicador más de su incapacidad para maniobrar.
Por cierto, si el PJ lograra un mínimo consenso sobre el candidato para la sucesión, el almanaque electoral quedaría desbaratado de un día para el otro, inaugurando el turno peronista de abandonar la Casa Rosada con anticipación. Por ahora, la interna es una herida abierta expuesta a cualquier infección del medio ambiente. Aun la candidatura de Adolfo Rodríguez Saá que parece sacar ventaja sobre los otros aspirantes del partido oficialista, parece más bien otro intento de perpetuar a la vieja política de los mismos que deberían irse todos, antes que la emergencia inédita de los sentimientos públicos. Para decirlo de otro modo: es un producto de los añejos aparatos partidarios, con el mismo discurso que hace ocho meses escandalizó a la cúpula del PJ, pero que hoy suena como una tabla de flotación de la que puedan aferrarse para evitar el hundimiento. La mayoría de las encuestas de opinión indican que, a pesar de las apariencias, ni ésta ni ninguna otra candidatura, incluidas las de oposición, entusiasman de verdad al electorado. El registro de esa sensación generalizada otorga verosimilitud a las tentaciones de los opositores que auspician la abstención organizada como respuesta válida a lo que califican de “trampa electoral”.
En la visión más amplia del panorama nacional surge con nitidez un desajuste de tiempos, entre las urgencias de salir cuanto antes de la actual situación, una suerte de charco de agua estancada, y la capacidad popular de promover y organizar con la rapidez necesaria opciones de alternativa. De ahí que una conclusión posible le otorga al futuro gobierno, cualquiera que sea, una estabilidad precaria y una fragilidad que está lejos de la energía necesaria para remontar los problemas nacionales, sobre todo los que afligen a la mitad más pobre de la población. A partir de la presunción de esa debilidad, cabalgan otros presupuestos más inquietantes, la primera de todas es una vía de salida autoritaria mediante la instalación de una autocracia, “a la Fujimori”. O sea, un presidente civil surgido de las urnas que, con el respaldo de las fuerzas armadas, clausure los otros dos poderes, aprovechando el desprestigio que los corroe. ¿Quién se animaría a defender la estabilidad de los legisladores o de los jueces? Hay sospechas con cierto fundamento de que hay núcleos de poder trabajando desde ahora para tener a mano alguna “salida” de esa maligna naturaleza. Desde esa perspectiva, la inseguridad urbana, con su colección de secuestros y violencias, sería algo más que una conjura planificada para desestabilizar a las actuales autoridades bonaerenses y nacionales. Podría ser más bien el sembrado de espanto a granel para cosechar en la inmediata etapa de sucesión, ya sea inclinando la voluntad de los votantes en contra de cualquier opción de cambio que pueda suponer más violencia o, quizá, enarbolando la consigna del orden para justificar un golpe de palacio, con la complicidad o la anuencia de las mayorías legislativas. ¿Estará la ciudadanía dispuesta a impedir otra sustitución presidencial sin cuarto oscuro? Por el momento, la campaña del espanto, multiplicada por los medios de difusión masiva, sobre todo los electrónicos, está reclutando entre los que por su fama o su bienestar económico temen ser las próximas víctimas.
Si alguien piensa que estas chances son el fruto de especulaciones intelectuales, debería recordar que ninguno de los que hoy sienten amenazadas las cuotas de poder que tienen entre manos están dispuestos a devolverlas sin resistencia, así sea a costa de la libertad o de la calidad democrática, sobre todo cuando hay una creciente pretensión de reemplazar la vieja fórmula de democracia representativa por una novedosa democracia de participación. Para imponer esas nuevas reglas de juego, sin caer en las trampas del autoritarismo, y defender los derechos ciudadanos, en primer lugar la libertad y los derechos al trabajo, educación, salud, seguridad y justicia, hace falta más que una movilización como la de ayer. Tampoco se resuelve con la convergencia “por arriba” de la oposición democrática, porque la experiencia enseña que ese tipo de acuerdos termina en forcejeos más o menos disimulados por ganarle posiciones a los propios aliados o por imponer los puntos de vista particulares en lugar de construir consensos más abarcativos. Desde hace tiempo, en el interior de la CTA, una de las fuerzas convocantes de ayer y una de las más esforzadas en la resistencia popular, sus miembros debaten la opción de construir un movimiento político y social que sea capaz de liderar la potencialidad ciudadana y los deseos de profundas renovaciones.
Este tipo de ambición siempre corre el riesgo de confundir liderazgo popular con vanguardia iluminada, propietaria de una verdad única y excluyente. El punto central de referencia de cualquier esfuerzo dirigido a construir una unidad diferente tendrá que ser la búsqueda de la democratización más completa de las instituciones republicanas, de las organizaciones políticas y sociales y también de la convivencia cotidiana entre las distintas franjas de la sociedad. En cualquier caso, la consigna de “que se vayan todos” es insuficiente para asentar una unidad semejante, porque hay que avanzar en una dirección que reniegue de lo malo pero que sea capaz de definir un sentido de futuro para los problemas centrales del pueblo y del país y, a partir de esas definiciones genéricas, promover la acción popular más amplia para respaldarlas. Las consultas plebiscitarias deberían ser el mecanismo de consulta y decisión para sustituir la antigua metodología de verticalidades personalistas que han destruido en el pasado reciente algunas de las iniciativas más auspiciosas. Aceptando el método de asamblea que han elegido los movimientos vecinales, los piqueteros y otras expresiones populares, un nuevo movimiento debería constituirse a través de asambleas de sus propios integrantes, una suerte de constituyente que, en lugar de imaginarse como el relevo de todo el poder democrático, cumpla con la tarea primaria de reunir todas las energías disponibles en una misma tendencia para disputar el poder, con probabilidad de éxito, a los que lo monopolizan desde hace décadas.
La simple enumeración de tareas, cuya lista completa no se agota en las aquí mencionadas, sirve para tener una idea de cuánto hace falta para construir algo que conmueva de verdad a la sociedad entera y la comprometa con el futuro, sin resignaciones ni fatalismos claudicantes. Es tan arduo como debió ser, a principios del siglo XIX, el compromiso de los fundadores de la independencia nacional. Arduo, pero no imposible. La pregunta que debe responder cada uno con su propia conciencia es si vale la pena intentarlo. Los que acuerdan, podrán celebrar la jornada de la víspera como se festeja cada paso de los que comienzan a caminar una larga marcha.

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