EL PAíS › MURIO ESTE MES, RICO, IMPUNE Y TRANQUILO
Fue uno de los asesinos del régimen ustacha que administró Croacia para los nazis. Huyó con ayuda de la Iglesia y fue traído a Argentina por el gobierno peronista. Aquí formó familia, hizo fortuna como empresario textil y hasta fue nombrado embajador croata en 1991, pero no asumió.
› Por Sergio Kiernan
Próspero, feliz, impune, después de una larga vida y con la satisfacción de haber visto en su tierra natal dos limpiezas étnicas sangrientas –y de haber sido activo participante en la primera–, el primer día de este diciembre murió muy tranquilo Ivo Rojnica. Empresario textil, semiembajador de Croacia independiente en los años noventa, Rojnica traicionó a su patria por motivos ideológicos para servir a los invasores nazis. Después de vestir el uniforme negro de los ustacha croatas, participar en masacres y deportaciones, y perder la guerra, fue trasladado con todas las comodidades a Argentina, donde se acababan de mudar miles de sus conmilitones de las legiones negras. Fue feliz por aquí, creó una familia numerosa, se relacionó con lo mejor de la sociedad local y hasta fue condecorado por el Vaticano como Caballero de San Gregorio Magno.
Rojnica nació en 1913 y para cuando llegaron los camaradas alemanes era un entusiasta camarada de ruta, un ustacha. El movimiento ustacha había nacido con la misma creación de Yugoslavia al fin de la Primera Guerra Mundial, en 1918, como una expresión ultraderechista del rechazo croata a compartir país con serbios y eslovenos. Dirigido por Ante Pavelic, un extremista violento que también encontró casa e impunidad en Argentina, el movimiento mató al rey Alejandro de Yugoslavia en 1934 en un atentado que fue el pico de una campaña terrorista apoyada por la Italia fascista y el Reich alemán.
Croacia no fue independiente pero sí un protectorado autónomo bajo dominio alemán y con Pavelic a la cabeza. Feliz títere de los alemanes, el Poglavnik –una traducción croata de führer que le sirviera de consuelo– obtuvo carta blanca de Hitler en junio de 1941 para comenzar su masacre contra judíos y serbios ortodoxos. Con entusiasta apoyo de la Iglesia Católica local, los ustachas obligaron a sus enemigos elegidos primero a usar brazaletes especiales, luego a entregar sus propiedades y finalmente a mudarse a campos de concentración en Croacia y Bosnia, con el complejo de exterminio de Jasenovac como instalación estrella.
Fue un Holocausto low tech, sin grandes instalaciones ni novedades tecnológicas como las cámaras de Auschwitz. Los 700.000 ejecutados por el régimen fueron apaleados, fusilados, cortados, hambreados, enterrados y quemados vivos. El investigador argentino Uki Goñi cita en su estremecedor libro La Auténtica Odessa, que hasta los nazis estaban espantados y enviaban a sus superiores en Berlín repetidas protestas por las “atrocidades” causadas “por los instintos animales de los ustachas”. Para 1943, los nazis concluyeron que los ustachas eran más un problema que un aliado y exigieron que los verdugos más notorios fueran expulsados del régimen. Varios huyeron a... a Argentina, dónde más. Ya en tiempos del gobierno militar del GOU encontraron oídos amigos por estas pampas.
El Ejército Rojo liquidó el régimen ustacha y miles de sus carniceros escaparon a Alemania, Austria e Italia. En 2003, Página/12 encontró su rastro en Buenos Aires cuando la Dirección Nacional de Migraciones finalmente dio a publicidad el inmenso expediente con el que entraron 7250 ustachas y sus familias en 1946/7. El trámite se inicia con una nota manuscrita de Perón, flamante presidente, ordenando a su director de Migraciones, Santiago Peralta, atender el pedido. Peralta, un nazi redomado, confeso, tan gritón que tuvo que ser removido por sus escandalosas declaraciones, atendió el trámite con celeridad.
La flamante comunidad croata incluía a Ante Pavelic, a su tesorero Ivo Schneider –que se acordó de traer el oro del Banco Central de Zagreb– y a Ivo Rojnica, comandante de Dubrovnik durante la guerra, cuando vestía el uniforme negro con esas botas tan elegantes. Rojnica impuso las leyes raciales en su territorio, era el hombre local de la Gestapo –con el nombre de Ante– y parece que ya había mostrado un gran talento comercial al manejar las propiedades y objetos confiscados por el régimen a los enemigos raciales.
En 1944/5 huyó a Trieste, haciéndose llamar Iban Rajcinovic. Fue reconocido por la viuda de una de sus víctimas y arrestado, pero se fugó justo a tiempo para no ser deportado cuando el flamante gobierno comunista yugoslavo mandó a los británicos su grueso prontuario. Usando el magnífico sistema de agentes que el gobierno peronista había montado con ayuda de la Iglesia, Rojnica llegó a Buenos Aires el 2 de abril de 1947, como “polizón” en el “María C”. A poco era ciudadano argentino, al principio como Rajcinovic pero luego, consciente de su impunidad, como Rojnica nomás. Se transformó en un importante empresario textil, puntal de la comunidad croata argentina, enemigo cerrado de la embajada yugoslava y viajero frustrado desde que en 1977 casi va preso en Nueva Zelanda por pedido yugoslavo. La embajada argentina de la dictadura se movió para sacarlo a tiempo.
En 1991 fue nominado como embajador de la Croacia independiente por el presidente Franco Tudjman, autor de un notable libro cuestionando el holocausto croata –fueron “apenas” 60.000 asesinados, según explicó–. Con su habitual superficialidad, Carlos Menem aceptó lo más campante, hasta que se desató un escándalo internacional con editorial del New York Times y todo. Rojnica tuvo que conformarse con ser la eminencia gris de la embajada.
Lo que no hubo caso fue en deportarlo, como se merecía y como hubiera hecho cualquier otro país. Rojnica se hizo conocido demasiado tarde, era demasiado rico, había aportado demasiado a demasiadas campañas políticas y tenía amigos y familiares políticos de apellidos sonoros. Además era Caballero de la orden de San Gregorio Magno, creada en la década de 1830 por el Vaticano para honrar a nobles que le rindieran servicios a la Santa Sede y luego ampliada a plebeyos. Rojnica se codeaba con caballeros como el actor Bob Hope y el editor Rupert Murdoch, y la medalla debía ganarle buenos tránsitos en la Iglesia que lo apoyó en sus tiempos de verdugo cipayo de los alemanes y luego lo sacó de Italia rumbo a la amable Argentina. Ser caballero del gran Gregorio implica aceptar un código de nobleza y pureza llamativo. Será interesante leer algún día qué méritos describe la citación para honrar a este personaje.
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