› Por Diego Martínez
Desde que concluyó la guerra de Malvinas se suicidaron alrededor de 400 ex combatientes. Más de 6000 veteranos de Irak y Afganistán, la mayoría de entre 20 y 24 años, se quitaron la vida cuando volvieron a su patria. Entre los represores rioplatenses, en cambio, es regla esconder la cabeza, dejar correr el tiempo, envejecer y operar en las sombras para espantar cualquier esbozo de justicia. Escasas excepciones la confirman.
El coronel César Emilio Anadón, ex jefe del Destacamento de Inteligencia 141 de Córdoba y su centro de exterminio La Perla, se voló el cráneo con una pistola nueve milímetros mientras gozaba de prisión domiciliaria. Estaba enfermo y deprimido. Cuando la policía golpeó su puerta para llevarlo ante el juez a dar explicaciones sobre sus crímenes en Automotores Orletti, el coronel uruguayo José Antonio Rodríguez Buratti pidió “un momento para armar el bolso”. Buscó una pistola y se mató. Al enterarse del pedido de captura del juez español Baltasar Garzón el prefecto Juan Antonio Azic caminó hasta una clínica, se sentó en un banco frente a la imagen de la Virgen Stella Maris –patrona de la Armada sin su consentimiento– y se disparó en la boca con su nueve milímetros. Aún vive.
A diferencia de argentinos y uruguayos (de este lado del río hay 336 detenidos y otros 82 están procesados sin preventiva), pocos nazis vieron de cerca la posibilidad de ser juzgados y condenados. Según la secretaria de Adolf Hitler, cuando el Ejército Rojo estaba a pocos metros su jefe ingirió cianuro y se disparó con una pistola en la sien. Antes hizo matar a su perra y ordenó ser cremado para que Stalin no lo exhibiera como trofeo de guerra. A Eva Braun la cápsula la mató antes de agarrar el arma. El ministro de propaganda Joseph Goebbels y su esposa Magda fracasaron en el intento de persuadir a Hitler para que no lo hiciera. Ante el hecho consumado vistieron a sus seis hijos –de 5 a 12 años– con pijamas blancos, los acostaron y le ordenaron al médico de Hitler que les suministrara cianuro enmascarado en chocolates. Salieron del bunker y se dispararon mutuamente. El comandante supremo Hermann Göring fue condenado a morir en la horca por el Tribunal de Nuremberg. Dos horas antes de la ejecución se quitó la vida con una cápsula de cianuro. Nunca se supo cómo llegó a sus manos.
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