EL PAíS › OPINION
› Por Ana, Karina, Julio y Ulises*
A los tres años María Eva Fuentes Walsh pasó a llamarse María, a secas. Eran los primeros meses de 1976 y su nombre no sería lo primero ni lo único que perdería. La muerte de su tía Victoria y la desaparición de su abuelo Rodolfo se sumaban al exilio forzado de su padre. Patricia buscó el anonimato en algún suburbio de la provincia de Buenos Aires, cuidar y criar a sus hijos en la más absoluta soledad.
Durante los años que trabajó con nosotros, María recibió a los familiares de los desaparecidos que traían su recordatorio para ser publicado en el diario. Así, cada madre, padre, hermano o hijo que llegaba juntando las fuerzas era atendido con todo el tiempo necesario para escuchar su historia.
María convertía en propio cada uno de los recordatorios.
Y de la misma manera, en la cotidianidad del trabajo encontraba el espacio para preguntar por sus amigos, para saber cómo estábamos. Era de las personas que podían escuchar las palabras no dichas, las que a uno le costaba decir. Incluso durante su licencia nos dedicaba largas charlas, tratando de reconstruir lo que su enfermedad día a día nos impedía compartir.
A María le hubiera gustado escribir, escribir en el diario, y los que pudimos leer sus textos sabemos que lo hacía muy bien. Había empezado a trabajar junto a Horacio Verbitsky y soñaba con ser periodista.
Cuando se enfermó, en los primeros meses de convalecencia, la escritura se convirtió en su herramienta para procesar qué le estaba pasando. Y confió en que la “palabra” traería su cura.
El cáncer la enfrentó a más de tres años de batallas y le ganó la última hace apenas dos días, a los 34 años.
Ahora que María no está y que su muerte es irreparable, pensar en una legislación que proteja a los trabajadores que padecen este tipo de enfermedades, para que sus licencias se extiendan, para que puedan seguir cobrando sus haberes y gozando de la cobertura médica, es el único homenaje que nos parece posible.
Hace un tiempo le escribió a un amigo “compartimos la herida constante, la cicatriz indeleble, la mala suerte y la fortaleza. Incluso desde antes de saber algunas cosas y desde antes de que ocurrieran otras, destinados los dos a entendernos en el mundo de los desolados, ese desierto que tenemos por vida, solos nosotros y rodeados de los oasis ajenos. Viendo la vida pasándonos por la ventana, aquí estamos vos y yo. No somos únicos siquiera, pero verdaderamente estamos solos”.
* Compañeros del Departamento de Publicidad de Página/12.
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