Sáb 26.01.2008

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Reconstrucciones

› Por J. M. Pasquini Durán

¿La reconstrucción del PJ es una necesidad del Gobierno o del país? Esta época parece más bien propicia a otras formas de representación. La provincia de Buenos Aires, el mayor distrito electoral del país, registra la presencia de 40 mil organizaciones no gubernamentales, desde las manzaneras y los desocupados hasta las madres del dolor y los ambientalistas, en un arco temático casi inagotable. Por cierto, no es una característica provincial, excepto por el número, ya que una mirada sobre el país muestra “una sociedad fragmentada, altamente descreída y desconectada de la política, que considera que tiene que operar por sí misma la puesta en escena de sus temas”, escribió Daniel Arroyo, ministro bonaerense de Acción Social que, en el período anterior, fue viceministro de Alicia Kirchner (en Políticas Sociales de desarrollo y ciudadanía, 2007). La movilización entrerriana, con centro en Gualeguaychú, contra los efectos contaminantes de la pastera Botnia instalada en Fray Bentos (Uruguay) es uno de los casos sobresalientes de la actualidad. Natalio Botana (en La Nación, dic./2006) sugiere que “junto con la desarticulación del sistema de partidos, este nuevo imperio de las fuerzas sociales sobre el espacio público es uno de los legados más persistentes de la crisis política y económica de 2001-2002”.

No todo fue tan permanente, ya que poco quedó de las 272 asambleas barriales contabilizadas por Beatriz Sarlo en el año 2002 en el territorio nacional, aunque en algunos casos fueron mutando los contenidos o dieron origen a formas nuevas de organización vecinal. “Las asambleas fueron un acontecimiento imprescindible para las capas medias, como las organizaciones piqueteras lo fueron, por lo menos en los primeros años del nuevo siglo, para los sectores más pobres (...) Como los ‘clubes de trueque’ que intentaban oponer al funcionamiento abstracto del mercado una dinámica concreta donde el dinero no mediara entre los productores, las asambleas fueron un momento de imaginación cultural y de fortalecimiento de una identidad pública en sectores que percibían que sus señas de identidad económicas y sociales estaban en peligro” (B. Sarlo, Furia, ilusión y melancolía, dic./2006).

El auge de los movimientos sociales es un fenómeno que recorre la región desde comienzos de los años ’90 y en su haber se puede anotar la caída de presidentes en Ecuador, Argentina, Paraguay, Perú y Brasil, el freno o el retraso de procesos privatizadores y la imposición a las elites de sus demandas contra los efectos más crueles de las políticas neoliberales, según anotaba ya en 2003 el uruguayo Raúl Zibechi, analista internacional del semanario Brecha. Por aquel año, señalaba que “los movimientos más significativos (Sin Tierra y seringueiros en Brasil, indígenas ecuatorianos, neozapatistas, guerreros del agua y cocaleros bolivianos y desocupados argentinos), pese a las diferencias espaciales y temporales que caracterizan su desarrollo, poseen rasgos comunes, ya que responden a problemáticas que atraviesan a todos los actores sociales del continente. De hecho, forman parte de una misma familia de movimientos sociales y populares” (R. Z., Los movimientos sociales latinoamericanos: tendencias y desafíos, 2003).

La evocación permite advertir que esos movimientos del siglo XXI forman parte sustancial del proceso de democratización político-institucional en América latina, realizado en buena parte al mismo tiempo que los viejos partidos políticos se fragmentaban o desarticulaban, algunos hasta su desaparición de las escenas públicas. Los motivos raigales de ese quiebre de las representaciones convencionales quizá puedan encontrarse, como lo han señalado diversos estudios de los últimos años, en la contradicción que se produce entre la Constitución y las leyes que proclaman la igualdad de las personas y la realidad concreta que le ha dado fama a la región como la más injusta de todas en la distribución de las riquezas que produce, lo que genera una acumulación de tensiones que estalla cada tanto en crisis de gobernabilidad. Por la razón que sea, la distancia entre la política y la sociedad deberá acortarse, puesto que pese al vigor y la persistencia de los nuevos actores sociales, los sistemas de gobierno siguen requiriendo la existencia de partidos políticos revalidados en las urnas pero, sobre todo, con capacidad de liderazgo aun más allá de las formalidades democráticas.

Un analista de la derecha, Rosendo Fraga, examinó los resultados electorales del año pasado y entre sus conclusiones figura ésta: “La elección presidencial de 2007 presentaba una oportunidad excepcional para este proyecto (constituir una alternativa nacional de centroderecha): el peronismo con los Kirchner está en un discurso de centroizquierda, el radicalismo está en crisis y desarticulado y el centroderecha acababa de obtener un éxito electoral sin precedentes, con el rotundo triunfo de Macri en la primera vuelta (...) Macri tiene futuro político, pero no le va a ser fácil constituir una fuerza nacional después de la actitud asumida frente a los comicios del pasado 28 de octubre” (en Cuadernos Argentina reciente, dic./2007). Antes lo había señalado Botana (ib.cit), al advertir que la caída del gobierno de la Alianza “puso al desnudo la fragilidad de un sistema de partidos que, para derrotar al peronismo, debía y debe todavía forjar coaliciones, alianzas o concertaciones (llámelas el lector como mejor le parezca)”. Desde estas perspectivas, la sobrevida del peronismo radica en la fidelidad de los sectores populares, porque las clases media y alta urbanas tienden a elegir candidatos y partidos no peronistas, como sucedió en las últimas elecciones en distritos tan significativos, algunos simbólicos, como la Ciudad Autónoma, Santa Fe, Mendoza, Neuquén y Tierra del Fuego.

A despecho de las versiones o reclamos ideológicos de cualquier signo, hay datos que emergen de la experiencia de este siglo. Los movimientos sociales han demostrado el potencial dinámico que pueden aportar al progreso general y, en particular, a impulsar las demandas de justicia, pero no alcanzan para gobernar en un tiempo nacional y mundial de severas y aún vertiginosas transformaciones. Hacen falta partidos políticos en los que los distintos estratos de la sociedad puedan reconocerse y confiarles el manejo de los negocios públicos, sin que cada relevo implique la refundación total de la administración y las políticas oficiales. En especial, porque el tiempo de vacas gordas no está garantizado al infinito, entre otras cosas porque depende de factores internacionales que no pueden controlarse con la única voluntad nacional, como lo prueba, otra vez, el efecto dominó que tuvo sobre los mercados financieros el estallido de la burbuja del crédito hipotecario en Estados Unidos, donde el 65 por ciento de las familias tienen casa propia, pero el 52 por ciento del total de viviendas está hipotecada, con altas dosis de morosidad en el pago de cuotas.

El actual gobierno, con el “proyecto popular y democrático” y el modelo económico de acumulación a los que se refiere la presidenta Cristina, también necesita de un sistema de partidos tanto para el oficialismo como para la oposición, de manera tal que facilite la gobernabilidad en la convivencia plural, sin los porcentajes de volatilidad actuales que hacen de cada período un juego de azar. No es para que vuelvan todos los que debían irse de acuerdo con la consigna popular, si bien hubiera sido deseable que esta reconstrucción sea precedida por la reforma política tantas veces enunciada y postergada, para evitar que los vicios de antaño vuelvan a reproducirse en los nuevos formatos. De ahí que la tarea asumida por Néstor Kirchner para reorganizar la organicidad del PJ y a partir de esa base buscar la formación de un movimiento más amplio que un aparato partidario, por importante que sea, no tendrá el glamour de la acumulación de popularidad que hoy le permite lanzar una convocatoria semejante, pero la organización vence al tiempo, según afirmaba el Líder fundador.

Perón también decía que se debe gobernar con lo que hay, sin esperar los modelos de virtuosa perfección que demoran demasiado en aparecer y casi nunca en número suficiente. Los Kirchner están de acuerdo con esa opinión, como lo acaban de mostrar en las relaciones establecidas con la CGT, a fin de calmar ese posible frente de tormentas, moderar la puja salarial y apaciguar las internas que tendrían segura repercusión en los planes para el PJ. Ojalá sea lo que parece, un movimiento táctico, de oportunidad, porque a mediano plazo esa corporación anquilosada en sus privilegios burocráticos también debería ser reformada para avanzar en el desarrollo democrático. La CGT es un salvavidas de plomo, por lo que sólo se puede andar trechos cortos, coyunturales, sin riesgos graves. Cuando la alianza con la jerarquía gremial se hace costumbre, quiere decir que el Gobierno está exhausto y necesita aferrarse aunque sea al hierro caliente, porque si hay algo que ya no tiene reparación, además de algunos partidos políticos, es el aparato cegetista controlado por empresarios.

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