Vie 01.02.2008

EL PAíS  › OPINION

El motor de la historia

› Por Mario Wainfeld

“Frecuentemente, o mejor generalmente, el resultado final de una acción política guarda una relación absolutamente inadecuada y frecuentemente incluso paradójica con su sentido originario. Eso no permite, sin embargo, prescindir de ese sentido.”
El científico y el político, Max Weber

¿Usted cree que alguien puede ofenderse si un estado audita una irregularidad, le corre vista a la Fiscalía Administrativa, abre un sumario y eleva el producto a la Justicia?” El funcionario alude, claro, al escándalo de los autos con franquicia diplomática. La pregunta se enuncia en los pasillos del Palacio San Martín y es puramente retórica. El funcionario sabe que, contra lo que podría imaginar un distraído, la respuesta es “sí”, de cajón: eso es lo que está pasando. Un conjunto significativo de embajadores acreditados en la Argentina, varios de ellos representantes de aliados regionales, se incomodaron con la Cancillería. Le atribuyeron pereza para informarlos con antelación o, aun, “falta de profesionalidad” o de “tacto político”. Otros malician conductas peores: operaciones o cortinas de humo. No ya negligencia sino dolo. El Gobierno ya puso manos a la obra. Jorge Taiana se reunió el miércoles con uno de los más afectados (y más importantes para Argentina), el chileno Luis Maira, para ir reparando lo reparable.

“Ofendidos” no es la palabra estricta en el ceremonioso mundo de las embajadas. Pero los funcionarios visitantes, incómodos, aspiran a que el Gobierno deje a salvo, en forma explícita, su buen nombre y honor: una manifestación escrita que deslinde, caso por caso, sus responsabilidades personales (se trata de una cuestión penal y no política).

El embajador chileno, tras su charla informal con Taiana, ya envió una nota que persigue ese designio. El gobierno argentino se apresta a responderla. Así se habría acordado en el encuentro del miércoles, cuya propia existencia, confirmada por fuentes locales a este diario, se mantuvo bajo reserva.

Algo parecido le había requerido un grupo de embajadores de la región al vicecanciller Roberto “Bobby” García Moritán días atrás, en ausencia del ministro Jorge Taiana. “No queremos hablar con el ala política del Gobierno, con Alberto Fernández u otro ministro. Ni tampoco conectarnos con la Corte Suprema. La idea es no interferir en la investigación pero sí que se hagan cargo del perjuicio que nos ha causado la difusión del tema.”

La multiplicidad de situaciones signó el rápido cese de las acciones colectivas. Cada embajador establecerá su línea con el Gobierno. No todos, confidencian en el Palacio San Martín, están libres de sospecha. Por eso no todos recibirán el mismo trato.

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El estallido. El detonante de la tirria fue la cobertura mediática del mini-escándalo, que propaló en la aldea global nombres y apellidos de presuntos implicados con la laxitud con que resuenan las denuncias judiciales en la Argentina. Los nombres (en casos como éste o en crímenes del corazón cometidos entre gentes de postín) se bartolean y la condición de sospechoso se rotula de volea. Ese color local (para nada exclusivo de estas pampas) trascendió las fronteras.

La corrupción resulta un issue político de primer nivel, en cualquier comarca. Ni qué hablar en una región gobernada por fuerzas populistas o de izquierda o de centroizquierda, acechadas por una derecha aquejada de síndrome de abstinencia. En Ecuador, un país políticamente partido en dos, la repercusión en la prensa opositora fue entre brutal y soez. En Chile ocupó los diarios un solo día, pero eso alcanzó para mortificar la atención de la presidenta Michelle Bachelet.

En Bolivia, la ecuación se invirtió. El embajador implicado pertenecía al ancien régime, el gobierno de Evo Morales le dio como para que tuviera.

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Sin anestesia. La noticia llegó a los embajadores sin anestesia ni tratamiento previo. Se enteraron por los cables, en especial uno de la agencia Télam que se ha transformado en su bête noire.

Este diario dialogó informalmente con algunos de ellos, concuerdan en que jamás debieron desayunarse del sucedido de ese modo. Recriminan no haber recibido algún anuncio previo, fuera por vía informal, fuera merced a un pedido de informes mientras se sustanciaba al sumario en Cancillería. “Un telefonema o una notita”, resumen cifrando cuán sencillo era atenuar el impacto.

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Amigos y hasta un mosquetero. Todos los embajadores mencionados tienen su eminencia, pero son tres los que hacen fruncir más ceños en el Gobierno: Maira, el cubano Aramís Fuente Hernández y el uruguayo Francisco Bustillo. Periodísticamente, se los señaló como sujetos a investigación. Ninguno de ellos compró un auto. Maira (por razones de funcionamiento interno) ni siquiera avaló los pedidos formulados por otros funcionarios chilenos, había delegado esa tarea.

Lucho Maira goza de enorme empatía y respeto de toda la primera línea del Gobierno: es animador de todos los cónclaves interpartidarios que reúnen al kirchnerismo y la Concertación.

El oriental Bustillo ha tenido que bailar con la más fea: el conflicto de Gualeguaychú. En el gobierno argentino se le reconoce la mejor voluntad de diálogo y una permanente actitud cooperativa. Una paloma eficiente, diríase. Los uruguayos están, Bustillo entre ellos, entre los más enojados y (con el conflicto de las pasteras entre ceja y ceja) entre los que más sospechan que hubo algo peor que torpezas argentinas.

Las relaciones con Cuba tienen sus vaivenes y el gobierno de la isla conserva prácticas difíciles para la relación bilateral. En ese contexto, los especialistas locales reconocen que el embajador tropical con nombre de mosquetero es de lo mejorcito que podía esperarse.

Ninguno de ellos, aseguran, violó la legislación nativa.

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División del trabajo. El modus operandi de las ventas parece incluir como actores principales a funcionarios de la Cancillería y a agencias de automotores. Como adelantó Página/12 en su edición de ayer, y confirman oficiosamente representantes extranjeros, debió haber gestores que se costearon con ofertas a las embajadas, algo así como vendedores a domicilio cinco estrellas.

Los funcionarios extranjeros, como también anticipó este diario, pudieron tener dos conductas con los autos adquiridos. La primera, quedárselo aun si hubiera algún exceso en la calidad del rodado, dudosamente llegaría a ser delito para las leyes argentinas y no excedería el rango de pecadillo venial en la praxis diplomática. La segunda, actuar de puro intermediario, simulando una compra para ponerlo rápido en poder del real comprador, sí sería una falta grave y un potencial delito. Las cancillerías respectivas seguramente se harán cargo de esas disimilitudes, puertas adentro y lavando la ropa sucia en familia.

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El motor de la historia. El gobierno argentino detectó posibles inconductas, no las protegió y siguió el itinerario institucional adecuado. Hasta ahí, hizo lo correcto.

Respecto de la repercusión ulterior, a modo de opinión, el cronista descree de las teorías conspirativas. A su ver, el error es un dato mayor de la actividad humana, la política especialmente. La chapuza no será el motor de la historia pero sí una autoparte muy destacada. En derrape por ese carril, el Gobierno desató una tormenta cuyos alcances no eran inexorables pero sí previsibles y olvidó abrir algún paraguas.

Sin voluntad de hacer un censo que espigue mayoría y minoría, es un dato que proliferan jueces y fiscales con ansias protagónicas, ávidos de nutrir la agenda cotidiana. La sobreoferta de medidas cautelares y prisiones preventivas que agobian el sistema penal dan cuenta de ello, máxime porque la prensa suele traducirlas como condenas. Nadie podía vaticinar que el juez federal Norberto Oyarbide iba a hacerse cargo (sin que mediara urgencia alguna) de una causa en la feria y detonara fuegos de artificio para recién entonces declararse incompetente. Pero era una hipótesis factible.

También fueron desmesuras los intentos de embargos de documentación y hasta de incautación de un auto en embajadas intentando hacer caso omiso de su extraterritorialidad. Fueron arrebatos de agencias del Estado, frenados (con firmeza pero sin estridencias) por las embajadas.

Más allá de la anécdota, esos manejos u otros similares integraban el menú de lo previsible. El Gobierno debía tenerlos en la mira a la hora de hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, queridas o no. Las repercusiones, el activismo judicial o las hipérboles mediáticas podían suceder, sucedieron.

Ahora el cometido oficial es zurcir lo dañado. Los principales funcionarios argentinos intuyen que cualquier pronunciamiento suyo puede ser leído como una intromisión en la actividad judicial. Pero necesitan dar una satisfacción a algunos representantes de países amigos, hacerlo con mesura, transitando un desfiladero estrecho.

El Gobierno tiene que reparar un perjuicio que, supone el cronista, jamás quiso causar. Pero, como enseña la augusta cita de Weber que encabeza esta nota, la intención es (¡ay!) apenas uno de los ingredientes de la acción política.

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