EL PAíS
› PANORAMA POLÍTICO
Campanas
› Por J. M. Pasquini Durán
Buena parte de la sociedad está dispuesta a expresarse por los asuntos que le interesan y cuando la convocatoria proviene de entidades o personas en las que confía. La sociedad quiere participar en la construcción de un futuro mejor. Quedó probado ayer, a las 14, con un grado de adhesión nacional que rebasó las previsiones de los organizadores. El contraste con la apatía y la indiferencia, o la repulsa frontal, que reciben los políticos es otra demostración de un divorcio irreconciliable. Llama la atención la escasa o nula sensibilidad de los profesionales de la política para percibir el estado de ánimo de los ciudadanos y también su escasa disposición a sumarse a las iniciativas populares que no hayan sido filtradas por sus deliberaciones y voluntades o no les reserven lugares en el palco central. Aun aquellos que consideran que el descrédito público los salpica pero no los empapa. En la víspera, por ejemplo, ¿dónde estaban? Algunos, por supuesto, no pueden tomar parte en ninguna actividad con personas del común sin recibir abucheos o reproches, pero tampoco los cronistas pudieron distinguir a los otros, a los que se proponen como relevos de los que se tienen que ir.
Lo mismo que la recuperación de la convivencia pacífica, el nuevo contrato social no dependerá de un gesto ni podrá resolverse de la noche a la mañana. Está claro que el delito no se detendrá sólo con aplausos, pero manifestaciones de este tipo sirven sobre todo para dar ánimo y coraje a los decentes antes que para desanimar a los delincuentes. Es una manera de comunicarse, para que el denunciante, el testigo, la víctima o su vecino sepan que no estarán solos cuando necesiten de los demás. Recupera la solidaridad colectiva en lugar de abandonarse cada uno en el estrecho recinto de la propia soledad. Hoy, nadie puede estar a salvo, ni en el más lujoso y custodiado de los barrios cerrados, si no cuenta con los demás. Tampoco la secta de la picana y del gatillo fácil la sacará de arriba, si los ciudadanos se deciden a pararles la mano. Es tiempo que la sociedad se haga cargo de tareas que deberían ser del Estado, al menos durante el plazo que le lleve reorganizar las instituciones democráticas para que protejan y sirvan al bien público. Esto no significa sustituir a las fuerzas de seguridad por vigilantes privados, pero si los villanos de cualquier bando y quienes tienen la obligación de reprimirlos sienten que la sociedad está alerta y dispuesta a intervenir en defensa de sus legítimos derechos a la seguridad pública, el miedo retrocederá hasta sus confines en lugar de expandirse a diario, como sucede ahora.
No será suficiente ninguna reforma o purga en las policías o en los códigos que modifique el ánimo general sin ese compromiso activo de las mayorías. Por eso, no se puede minimizar lo que sucedió ayer, porque si bien no excedió la manifestación simbólica, es un punto de partida hacia otros niveles de participación. Otras opiniones que rebotaron en los medios de difusión masiva sostuvieron, con razón, que un ataque a fondo contra la inseguridad requiere la erradicación de la pobreza y la marginalidad, de un lado, y de la corrupción y la impunidad de los delincuentes “de arriba”. Ese tipo de razonamiento, sin embargo, puede encerrar a la voluntad en un callejón sin salida: si no hay trayecto entre la actualidad y ese futuro ideal, o sea dar un paso detrás del otro, la solución vendrá por un acto de magia. Bastaría, entonces, con acertar en la elección del mago y dejar que haga su tarea. Aunque parezca exagerado, esa visión mágica de los procesos evolutivos está más extendida de lo que parece.
En otros casos, personas de buena voluntad imaginan que plebiscitar con carácter vinculante la convocatoria de una Asamblea Constituyente repondría la buena relación entre la política y la ciudadanía y, a lo mejor, que de ese recinto surgiría un impecable diseño de otro país. Dejando de lado quiénes serían postulados los constituyentes excluyendo a los partidos de todos los que tendrían que irse o dónde están los borradores de ese diseño reparador, si la mayoría de la sociedad no tiene acuerdos previos sobre los temas de la reforma, ¿en qué base se apoyarán para pasar de la letra a la acción? Por ejemplo: entre las distintas agrupaciones de piqueteros o entre las asambleas vecinales, ¿podría acordarse una propuesta coincidente? Puede ser que sí, puede ser que no, recién estará claro cuando sus miembros debatan y expidan mandatos para sus eventuales representantes. De lo contrario, la noble inspiración de los legisladores puede licuarse en la confrontación con la realidad. ¿No dejó ninguna enseñanza lo que sucedió en la Ciudad con el Código de Convivencia?
Esto no implica desvalorizar o descartar a priori las propuestas, incluidas las más radicalizadas, puesto que exponen la voluntad de cambio, sino en someterlas a la prueba del explícito consentimiento social. ¿Alguien puede dudar que la demanda de “que se vayan todos” expresa la opinión general de millones de ciudadanos? Aun así, en la reciente movilización convocada para reclamar la caducidad de los mandatos participaron, según la versión de la CTA, alrededor de cien mil manifestantes. Otra referencia: en el país hay millones de desocupados, pero ¿cuántos son activos en las entidades de trabajadores sin empleo? Para no recaer en las teorías de las vanguardias iluminadas o de la chispa en la pradera, hay que valorizar esas minorías en lucha, que son muchas y sacrificadas como se ve a diario en todo el territorio nacional, pero aun el movimiento popular necesita ampliar influencia y organización, construir liderazgos y entidades que sustituyan a las anacrónicas representaciones.
Durante mucho tiempo, sobre todo en la izquierda, existieron impecables diagnósticos de la realidad y minuciosos pronósticos de la nueva sociedad, pero casi nunca existían los mapas de las rutas para llegar de un punto a otro. La revolución era el salto que recorría todo el camino de un solo envión. Pero en la democracia liberal capitalista las cosas suceden de otro modo y, a menos que se renuncie a pelear dentro de sus límites, en primer lugar para ampliarlos siempre más, el cielo no se toma por asalto. Además, aunque las tendencias progresistas, la izquierda en primer lugar, han podido sobreponerse a la represión más feroz y también a sus propios fracasos, aún sus fuerzas, aquí y en el mundo, no son iguales a las que supo tener hace varias décadas. Si éstos son los buenos, en el mismo período, las últimas tres décadas, los malos se hicieron más fuertes y asumieron la hegemonía del mundo. Hoy en día, ese monopolio del poder está severamente cuestionado, pero en un punto de transición, con el futuro en la incertidumbre.
No hay pesimismo en esa descripción, por el contrario, ya que las chances de disputar el poder mismo están disponibles. El pensamiento único del presente perpetuo que reinó impetuoso durante casi toda la década de los años ‘90 ya no congrega expectativas masivas ni encuentra enunciados inéditos para presentar sus desgastadas fórmulas. La fuerza con mayores expectativas electorales, el justicialismo, está buscando en la repetición de los modos de su propio pasado lejano para proponerse como una opción para hacerse cargo del futuro, tan distinto de los viejos tiempos. Ninguno de los candidatos, en verdad, supera la posibilidad de un ejercicio transitorio en el imaginario colectivo. Por lo tanto, la construcción del futuro no vendrá “desde arriba”, como imaginan con terquedad los que se quieren quedar a toda costa, sino de que cómo se pueda resolver el compromiso de la sociedad con su propio destino. Por eso, cada manifestación social importa, más allá del tamaño y alcance de cada una, porque suman a ese paciente recorrido del camino desconocido. Ayer resonaron aplausos, bocinas, timbres, campanas y voces. Que no callen, por favor.