Aldo Mario Alvarez declaró que no estaba a cargo de “la guerra contra la subversión”, pero varios de sus subordinados lo desmintieron. Un ex comisario lo responsabilizó del secuestro y la tortura de su yerno. Alvarez sonreía al escuchar la acusación.
› Por D. M.
Aldo Mario Alvarez fue jefe del Departamento II Inteligencia del Cuerpo V de Ejército entre 1974 y diciembre de 1977. Ante la Justicia declaró que estuvo abocado a la guerra frustrada con Chile y permaneció ajeno a “la tarea antisubversiva”. Sin embargo, el oficial que manejaba la picana eléctrica en La Escuelita admitió que dependía “del coronel Alvarez” y el que comandaba a los grupos de secuestradores confesó que las informaciones sobre los blancos las suministraba el G2 o jefatura II.
Alvarez egresó del Colegio Militar de la Nación como oficial de informaciones. Cuando se produjo el golpe de Estado de Juan Carlos Onganía ya era jefe del departamento “Actividades Psicológicas” del Estado Mayor del Ejército. Pasó por la SIDE y en 1974 fue destinado a Bahía Blanca hasta diciembre de 1977. Tres meses después se retiró.
Durante los años en que el Cuerpo V secuestró, torturó y fusiló a gusto, sus subordinados fueron –entre otros– el teniente coronel Walter Bartolomé Tejada, los mayores Osvaldo Lucio Sierra y Neil Lorenzo Blázquez, y los sargentos Almirón, Martín y Villalba. Comisionados por el Batallón de Inteligencia 601 actuaron bajo su mando el sargento ayudante Alfredo Omar Feito y el teniente primero Enrique José Del Pino, presos por crímenes en campos de exterminio porteños después de varios años como prófugos. En Bahía Blanca ninguno de ellos fue aún citado.
Por su actuación durante la dictadura, Alvarez declaró ante la Cámara Federal de Bahía Blanca en 1987 y trece años después durante el Juicio por la Verdad. Cuando no existían las leyes de impunidad afirmó que “la información que se producía en los LRD (lugar de reunión de detenidos en la jerga castrense, centros clandestinos para la sociedad) nunca llegó a mi departamento porque no era de mi interés ni hacía a mi función”. En 2000 reiteró que se dedicaba a planear la guerra por el canal de Beagle. “Todo lo referido a la tarea antisubversiva estaba a cargo del Destacamento de Inteligencia que presidía [el fallecido coronel Antonio] Losardo”, agregó.
Sus propios subordinados revelaron la falacia. El teniente coronel Julián Oscar Corres, que administraba la picana en La Escuelita, declaró en el Juicio por la Verdad que dependía “del coronel Alvarez, G2 del Cuerpo”. Corres también está prófugo. El teniente coronel Emilio Jorge Ibarra, jefe del “equipo de combate contra la subversión”, como llamó a los grupos de secuestradores a su cargo, declaró que “las informaciones [para los operativos] las suministraba el G2” y los secuestrados “los entregaba a personal de inteligencia”. Ibarra murió sin ser citado. El mayor Osvaldo Lucio Sierra firmaba pedidos de antecedentes a servicios amigos mientras los detenidos-desaparecidos aún estaban vivos en La Escuelita. Sierra es vocal del Centro de Residentes Salteños en Buenos Aires. El juez Alvarez Canale tampoco le pidió explicaciones.
Algunos sobrevivientes también supieron de la existencia de Alvarez. Orlando Stirneman, ex diputado provincial de Santa Cruz, estuvo más de un mes secuestrado en un galpón del Batallón de Comunicaciones 181 mientras se acondicionaba La Escuelita. Ante la Justicia recordó apodos de torturadores como Pato o Caburé y a “un hombre de apellido Alvarez, coronel o teniente coronel”. Además de la tradicional picana, Stirneman contó que los oficiales de inteligencia les metían un gato debajo de la ropa y le daban electricidad para que los lastimara.
Cuando supo que el Cuerpo V lo buscaba, Mario Crespo llamó a su suegro, comisario Jorge Atilio Rosas, segundo jefe de la Unidad Regional 5 de Bahía Blanca. Rosas consultó a Alvarez, quien le confirmó su interés “para hacerle un par de preguntas por unos panfletitos”. El policía creyó en su palabra y el 18 de noviembre de 1976 se presentó con su yerno.
–Déjemelo, le vamos a tomar una simple declaración –lo palmeó Alvarez.
Cuando salió de su despacho dos hombres de civil encapucharon a Crespo y lo llevaron a La Escuelita. Lo torturaron un mes seguido. En enero lo blanquearon.
Un cuarto de siglo después, militar y policía se cruzaron en un careo.
–Vino con un pariente que tenía un problemita y como no podía solucionarlo lo derivé al comandante. Nunca más lo vi –resumió el militar.
–¡Miente! ¡No tiene la valentía de decir la verdad! –reaccionó el policía, que nunca había hablado con el comandante Osvaldo Azpitarte.
El coronel se limitó a sonreír.
Cuando su yerno fue trasladado al penal de Rawson, Rosas pidió a las autoridades militares si podían devolverlo a la cárcel de Bahía Blanca porque su hija estaba con tratamiento psiquiátrico desde la desaparición de su marido. En ese contexto se encontró con Alvarez.
–Necesito conversar unas palabras con su hija –dijo el coronel.
–Ni remotamente viene acá. Y no le vaya a tocar un dedo porque yo mismo lo voy a matar.
Durante una visita a Bahía Blanca, el coronel Ramón Camps -–jefe de la policía bonaerense-– le anunció a Rosas que sería ascendido a comisario mayor. Después de almorzar con Diana Julio de Massot, directora del diario La Nueva Provincia, Camps le pidió que lo llevara a la casa de su amigo y compañero de promoción Alvarez. “Al volver era otra persona”, contó Rosas. Su asistente, comisario Miguel Etchecolatz, le informó la mala nueva: “Me parece que su ascenso desapareció”. Así fue.
La indagatoria de Alvarez en 1987 duró cinco días. Miente el coronel cuando dice que fue sobreseído. La Cámara Federal lo procesó por privaciones ilegales de la libertad calificadas y agravadas, y le dictó falta de mérito por homicidios, lesiones y tormentos mientras seguía acumulando pruebas. En 1988 la Corte Suprema de Justicia lo benefició con la ley de obediencia debida.
En 2006 los fiscales Antonio Castaño y Hugo Cañón pidieron su detención por todos los delitos de lesa humanidad cometidos por el Cuerpo V entre 1975 y 1977. Gracias a sus 81 años el coronel Alvarez tiene derecho a gozar de prisión domiciliaria. Después de siete meses prófugo, en cambio, sólo una buena agencia de seguridad privada puede evitarle la cárcel.
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