EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
BORDEAR
› Por J. M. Pasquini Durán
Por más parches que le coloquen a las finanzas, hay algunos datos inocultables:
1) La práctica neoliberal estafó a las clases medias que fueron inducidas, por voluntad propia o por la fuerza, a confiar en los compromisos de los banqueros, tanto o más volátiles que amores de estudiante. “¿Qué es robar un banco en comparación con fundarlo?”, es una añeja ocurrencia de Bertolt Brecht que la realidad se empeña en evocar con toda la indignación de la actualidad.
2) Está roto sin remedio el mecanismo bimonetario del indistinto peso-dólar que le inflaba el orgullo a Cavallo cada vez que hablaba de su hija, la convertibilidad, pero los políticos no lo confiesan por temor a la reacción popular. Ignorar la realidad desvela en interminable pesadilla a los ministros encargados de esa misión imposible y satura de rabia a los ahorristas dolarizados que presienten la irremediable pérdida. Hacerse cargo de la realidad permitiría desarrollar una cultura crítica a favor de la moneda nacional y contra la obsesión del dólar, subproducto primero de la hiperinflación y después de la absurda pretensión de colarse en el primer mundo equiparando al débil peso con el dólar, la moneda más dura del planeta.
3) Por respeto a su dignidad, los ciudadanos estafados merecen conocer la verdad cruda, tal cual es, para terminar de una vez con las pompas de jabón que vuelan desde hace más de una década y para dedicarse en serio a encontrar la mejor compensación posible. Hay una sola condición, previa o simultánea, para evitar la furia loca de los damnificados: alguien, uno aunque sea, tiene que ir preso por el genocidio económico. Con impunidad total, ningún consuelo o arrepentimiento serán suficientes. Menos que nunca después de saber que el corralón sólo encierra a los más débiles, porque los especuladores siguen fugando divisas y haciendo fortunas con absoluto desprecio por los demás.
4) Desde Machinea a Remes Lenicov, hasta el momento, ningún ministro de Economía sobrepasó hacia arriba la línea media de la sociedad para descargar las consecuencias de la recesión. La variable de ajuste fue primero el salario de los trabajadores y ahora es el ahorro popular, mientras persiste la injusta distribución de la riqueza. Hace falta una transferencia masiva de recursos desde la especulación financiera a la producción y el consumo para no quitarles a los menos pobres para darles a los más pobres.
De aquí en adelante las prácticas de los años ‘90 –privatizar lo propio y endeudarse con lo ajeno– son irrepetibles, porque vender sin precaución, a cambio de comisiones privadas, sólo benefició a los intermediarios y a los compradores o concesionarios en perjuicio del bien común. En cuanto a tomar préstamos a granel, los intereses que aplicaría la usura internacional obligarían a reimplantar la esclavitud para satisfacerlos. No es verdad que el crédito esté perdido, como afirman los voceros neoliberales, sino que las condiciones para recibirlo son inaceptables. George Bush (hijo) acaba de enunciarlas en la OEA sin ningún tapujo: recibirán asistencia los que sigan uncidos al yugo neoliberal según una ley de L. Murphy: la crisis del libre mercado requiere más de lo mismo, sin “medias tintas” o, como diría Cavallo, “a rajatablas”. Menudo problema para el presidente Duhalde si quiere sostener su discurso contra los neoliberales y, a la vez, hacerse más que amigo del hijo de Bush, quien también reclama adhesión incondicional a su proyecto imperial de libre comercio en las Américas (ALCA).
De acuerdo con el cazador de Bin Laden, el proteccionismo es equivalente al terrorismo, sobre todo cuando lo aplican los países americanos de México para abajo y los competidores de Estados Unidos. Más que nada,según el Junior, a la Casa Blanca le preocupa el “contagio” hemisférico y no es para menos. En América Latina, la región más injusta del mundo, los asuntos públicos viven en precario equilibrio, siempre listos para desacomodarse, y el caso de Argentina merece la atención internacional que está recibiendo: en los años 90 fue el país de esta región donde más avanzó el programa neoliberal y, después de seis años de comer sopa a diario, la ciudadanía votó por mayoría la reelección del virrey del Fondo Monetario Internacional. Más todavía: cuando, por fin, renunció a esa dieta, el nuevo gobierno de Fernando de la Rúa prefirió desmoronarse antes que traicionar el mandato de los prestamistas. “Ineptos y corruptos” los llamó Duhalde, quien arrancó esa década como vicepresidente nacional y la completó con dos períodos sucesivos de gobernador bonaerense.
Buena parte de esa población que vivió los años 80 con temor a la violencia de “los dos demonios” y los ‘90 con temor a la hiperinflación y a la inestabilidad económica, se hartó de sentir miedo: primero los piquetes y puebladas de los hambrientos y a continuación la revuelta del plazo fijo divorciaron a la mayoría popular del ensueño conservador. Claro que sin la dirección adecuada, de las cacerolas puede salir pato o gallareta. A principios de los años 70, en Chile, las clases media y alta hicieron sonar las ollas para quejarse del gobierno de Salvador Allende y terminaron cocinando el ascenso de Pinochet, el primero de la región que impuso el programa neoliberal. Las aprensiones están a la orden del día: la derecha teme que de las cacerolas surja el espectro de Bakunin y sectores de la izquierda confunden la indignación de las clases medias con los aprestos de la insurrección. Envuelto por una marejada de confusiones, el país está detenido, como suspendido en el aire, mareado hasta la náusea por las instrucciones y opiniones contradictorias sobre el corralón y el fervor de protestas de todo tipo, desde las plazas hasta las redes de Internet, que movilizan a miles de personas cada día.
Desde la mediación por la guerra de Malvinas, la Iglesia Católica no asumía compromisos tan directos como los que la llevaron a involucrarse en el “diálogo argentino”, pensado para sosegar los espíritus y encontrar, tal vez, los denominadores comunes de una sociedad que ha sido fragmentada hasta la atomización. Las primeras rondas de encuentros han confirmado las prevenciones iniciales: ésta es una nación en creciente disgregación y las brechas abiertas son abismales. Entre los subsidios que piden los banqueros para compensar sus presuntas pérdidas y los que reclama el Fondo Nacional contra la Pobreza para las jefaturas de hogar sin empleo, hay tanta distancia como la que existe entre el primer y el cuarto mundo. Al contrario de lo que algunos piensan, el principio de la solidaridad no consiste en satisfacer a tirios y troyanos, como aparenta creer el gobierno, sino en sostener a los más débiles hasta que las energías de todos queden equiparadas. En un naufragio, primero son las mujeres y los niños, porque así es, hay que seleccionar las prioridades y esa no es una cuestión de la economía o de las finanzas, sino de la política.
El drama argentino cavó tan hondo porque su economía fue estrangulada por la avaricia conservadora, la mezquindad individualista y el latrocinio, pero además porque en el camino perdió la voluntad política. El apoliticismo popular, producido por el asco a las costumbres corrompidas e insensibles de los profesionales de la política, vació de sentido a las instituciones democráticas, que dejaron de ser cajas de resonancia de las aspiraciones ciudadanas para convertirse en aislados escenarios para negocios más o menos ilegales o clandestinos. La imagen de Carlos Menem en el lujo de Puerto Vallarta, mientras en Suiza descubren cuentas millonarias a su nombre y la Argentina patalea dentro del corralón, evoca la patética figura tanguera de aquel “viejo verde que emborrachaba a Lulú con su champagne”. Los partidos que monopolizaron a las mayorías durante buena parte de sus historias tendrán que tomar ladecisión de echar el lastre por la borda si quieren sobrevivir a las consecuencias de la crisis. Nadie puede aspirar a salir indemne de la encerrona, pero no hay otro destino nacional que la continua decadencia si el mayor costo lo siguen pagando los que menos tienen. ¿Tiene salida el laberinto? Sí, la tiene, porque la degradación no es una condición fatal de la argentinidad. ¿Será posible encontrarla? Depende de la acumulación popular de voluntad política y, para eso, las cacerolas y la ilusión rota del dólar son el primer paso, nunca el final del camino.