Lun 25.02.2008

EL PAíS  › OPINION

Pegame y llamame Marta

› Por Eduardo Aliverti

Hay algunos aspectos (habrá quienes digan que todos) en los que la política no se diferencia para nada de cualquier otro orden de la vida. Uno de ellos es la mentira conjunta y consentida. En un grupo de trabajo, en una relación amorosa, en una empresa, en donde sea, está la obviedad de que, si todos saben que todos mienten y sin embargo se continúa conviviendo sin mayores dramas, la mentira es funcional a todos. Podrá ser más dolorosa para algunos y más fácil para otros, pero al cabo no hay nadie a quien no le resulte conveniente o estimada como tal. Y ése es el caso de la inflación y las negociaciones salariales.

Todos saben que los índices inflacionarios oficiales son manipulados por el Gobierno; que, en realidad, es el primero en reconocerlo implícitamente desde el momento en que admite no compartir la metodología del Indec, por considerar incorrecta –entre otras varias cosas– la medición de la canasta familiar de los sectores populares. Con razón técnica o sin ella, el Gobierno estipula una forma de medir los precios que no coincide ni con los profesionales del organismo ni con la sensación popular. Eso le da un número mensual de inflación que, tanto como no ser creído ni por ellos mismos, opera socialmente como amortiguador de expectativas desfavorables, en un país donde lo que despiertan la memoria y sensibilidad inflacionarias es uno de los riesgos más temidos por cualquier gestión gubernamental. El dígito de inflación anual es ridículo, pero la aceptación oficial de que la cifra verdadera está bastante arriba del 20 por ciento desataría, o podría desatar, consecuencias mucho peores que tragarse el sapo de la ridiculez. Porque si se admitiera la cifra real, las paritarias deberían partir de una base de discusión circundante de un 30 por ciento o más de incremento salarial tomado, por si fuera poco, un discurso oficialista progre que habla de la mejora del ingreso (no ya el mero emparejamiento del sueldo con la inflación, sino el aumento del poder adquisitivo). Problema: no hubo ni hay gobierno en este mundo que resista una discusión por cifra semejante. No porque suponga una injusticia que se aborde así el ingreso de los trabajadores –todo lo contrario–, sino porque las riendas de la economía están en manos de sectores concentrados que, ante tal afectación de sus intereses, tienen poder de fuego para sobresaltar y hasta desestabilizar las variables económicas.

El dato precedente encierra una paradoja que termina justificándolo, si se lo ve –sobre todo y precisamente– desde el interés de los sectores patronales. Son ellos, por supuesto, quienes en voz más alta o más baja lideran las quejas por la trepada de sus costos y el peligro de que los incrementos salariales gatillen inflación. Aun cuando se dejaran de lado sus propios balances, reveladores de ganancias espectaculares tras la devaluación más grande de la historia mundial, resulta que aquello contra lo que despotrican las grandes empresas y grupos de capital nacional y extranjero –afectación institucional por manipulación inflacionaria y falsedad de una economía “dirigista”– es al mismo tiempo lo que los protege. Tan sencillo como que si la inflación oficial fuese la auténtica y no la dibujada, la presión de los gremios o el conflicto social les resultaría mucho más difícil de manejar.

La CGT, a su turno, comandada por la burocracia que determina una buena parte del humor popular según sea cuánto aprieten o cuánto aflojen sus resortes en los sectores productivos y de servicios, se toma de otro tanto para conservar su representatividad política. La social no le interesa a esa murga de sindicalistas empresariales que viven de aprovechar su papel en la confrontación falsa con la clase dominante. El arreglo con los camioneros de Moyano es, en principio, una obra tan maestra como elemental de esa dialéctica, en la pretensión de erigirse como caso testigo para el resto de los acuerdos. Entre más o menos el 9 por ciento de la inflación de Kirchnerlandia y más o menos el 25 o 30 por ciento que se calcula de los precios reales, arreglaron en algo menos el 20 por ciento paritario. Las patronales aseguran que en verdad es mucho más que eso, por el aumento de los costos laborales, y del otro lado del mostrador se apunta que al fin y al cabo son incrementos en cómodas cuotas que terminarán comidos por la inflación real. Lo cierto y difícilmente alterable, hasta aquí, es un acuerdo con el Gobierno que canjea, a grosso modo, licuación de la protesta sindical con aseguramiento de su rol de interlocutores privilegiados; más alguna ubicación en el reordenamiento del PJ, ahora que los K blanquearon su decisión de apoyarse ahí a costa, si es necesario, de tirar por la borda un grueso de sus declamadas intenciones de renovación de la política.

Como jamón, o más bien como paleta del sandwich, las pymes también aceptan ese equilibrio entre la realidad y la ficción inflacionaria porque de lo contrario se vería perjudicada su subsistencia, en algunos casos, o sus márgenes aceptados o aceptables de ganancia, en otros. Y esa lógica alcanza asimismo a la clase trabajadora, con todos los matices o redefiniciones que quieran encontrársele hoy a esa caracterización. La memoria inflacionaria opera como mecanismo de control social, y los sectores populares y medios son quienes más registran haber sido toda la vida el pato de la boda cada vez que se desató la carrera de los precios; culturalmente –vaya derrota– interviene el temor de que la economía se desboque si los reclamos salariales son “desmedidos”. Y ni cuenta la situación de los trabajadores informales, que constituyen alrededor de un 40 por ciento de la población económicamente activa. Ese enorme sector no dispone de la protección ficcional de paritaria alguna.

Resumiendo: la inflación de mentira le conviene al Gobierno porque la opción de sincerar sería un sincericidio político; a las grandes empresas les conviene porque tienen de qué agarrarse para tirar todavía más abajo su disposición a resignar tasa de ganancia; a las pymes les conviene porque de lo contrario podrían estar en problemas más graves; a las comandancias sindicales burocráticas les conviene porque es un argumento que les permite sostener poder entre dos puntas; y a la sociedad, en su conjunto, le conviene porque memoriza y calcula que podría haber algo peor si el Gobierno reconoce los precios reales. La inflación oficial es de mentirita, sí. Pero todos están de acuerdo en sostenerla.

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