EL PAíS • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
El silencio de la Iglesia Católica argentina luego de la reunión de su Comisión Permanente es un reflejo de las divisiones que tornan dificultoso cualquier pronunciamiento. Las encabezan su presidente, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, y el encargado político del Episcopado y obispo de San Isidro, Alcides Jorge Pedro Casaretto. Bergoglio desea confrontar con el gobierno nacional, al estilo del presidente de la Iglesia española, el arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, habitual concurrente a las marchas del Partido Popular. Casaretto es partidario de una posición de coexistencia pacífica, como el obispo de Bilbao Ricardo Blázquez. Tanto Bergoglio como Rouco Varela son cardenales, por lo tanto sensibles a la posición rígida de Benedicto XVI, de quien Bergoglio se considera posible sucesor. La política beligerante del Episcopado español provocó una protesta formal del presidente José Luis Rodríguez Zapatero al nuncio en Madrid. Su decisión de no rehuir esa confrontación fue una de las causas de la victoria en las elecciones del domingo pasado, porque sociedades secularizadas como la española o la argentina no consienten una anacrónica policía de costumbres.
Hace dos semanas, Bergoglio aludió en Jujuy al “juego de las internas” que “estamos padeciendo” pero en una indirecta reivindicación jerárquica agregó que “la unidad de la Iglesia no se hace por consensos”. Los miembros de la Comisión Permanente escucharon su informe sobre la audiencia con CFK. A Bergoglio le molestó que la presidente monologara sobre la educación y sus visitantes no pudieran plantearle las cuestiones que les interesaba discutir. Días después el Vaticano dejó saber que no aceptaba al propuesto embajador Alberto Iribarne. La mayoría del Episcopado mantuvo una actitud de prescindencia, pero Bergoglio filtró a la prensa que la responsabilidad era del gobierno por no haber consultado antes a los obispos locales. Casaretto invitó a comer al candidato desairado, a quien su colaborador en la denominada Pastoral Social de la Conferencia Episcopal, Hernán Escudero, llamó “un bautizado formidable, que conoce mucho de la Argentina y de los argentinos, de gobernar, gestionar y de relacionarse con otros”. La declaración pública de Escudero, justo cuando se reunía la Comisión Permanente, fue una respuesta implícita de Casaretto a Bergoglio. Según Escudero, estar separado y en segunda unión no es extraño, inédito ni incomprensible. Agregó que “estas realidades no deben ser señaladas con un dedo acusador, sino abrazadas en un camino de comunión y acompañamiento sincero”. Muchas personas en la misma situación civil que el ex ministro “forman familia en una realidad social que no da respiro, aportan para la construcción permanente en su parroquia, capilla, hogar de ancianos y brindan mucho desde el anonimato, con gran generosidad”. El pueblo busca “nuevos caminos que se transitan con todos, no con algunos o con quienes creemos que son los mejores”. La separación matrimonial que sufrieron muchos católicos, es una prueba que “no los menoscaba como bautizados”. Si las relaciones protocolares se reducen a simples vínculos de poder se vacían de humanidad y “dejamos de ver a los pueblos. Para ser humanos, reconocernos, relacionarnos entre Estados y seguir construyendo nuestra historia, no todo es cuestión de placet”.
La otra cuestión pendiente es el futuro del Obispado Castrense. Para el gobierno, está vacante desde que el ex presidente Néstor Kirchner le quitó su reconocimiento al último ordinario militar, Antonio Baseotto, por evocar los vuelos de la muerte en una carta al ministro de Salud. Para el Vaticano, desde que Baseotto se jubiló. En todo caso hace casi un año que el gobierno no responde a la propuesta vaticana para la designación del obispo de Chascomús Carlos Malfa. El nuncio Adriano Bernardini, presentó una nota comunicando la designación, pero luego pidió que se la devolvieran y la reemplazó por otra ajustada al tratado vigente: propuso a Malfa en nombre del papa y solicitó el acuerdo del Poder Ejecutivo. Para disimular esa gaffe la Iglesia simula que apenas presentó una terna, con la complacencia de los medios que reproducen este engaño. El Vaticano acepta integrar una comisión con el Estado que negocie cambios en la composición del organismo, para que además de capellanes católicos lo integren ministros de otras confesiones, pero no admite la inclusión en el temario del cese de esa Iglesia especial para militares. Tal obstinación forzará la denuncia unilateral del tratado. Esta semana, la familia del sacerdote riojano Carlos de Dios Murias, reclamó al juez federal de La Rioja, Daniel Rubén Herrera Piedrabuena, que impulse la investigación por su secuestro y asesinato, el 17 de julio de 1976, junto con el cura francés José Gabriel Longueville, y que la acumule a la que se sigue por el asesinato del obispo Enrique Angelelli, dos semanas después. Según la familia de Murias el silencio posterior a los crímenes demuestra “que también se contó con el apoyo del sector Jerárquico de la Iglesia” y la Conferencia Episcopal “no colaboró en la denuncia e investigación de los hechos. Aún hoy son reticentes en brindar información necesaria”. Al cumplirse treinta años de la muerte de Angelelli, Bergoglio visitó La Rioja, participó en una misa con el obispo y los presbíteros de la provincia y pidió que se investigara la muerte de Angelelli, si bien dijo que no importaba cómo había muerto sino cómo había vivido. Pero el obispo de La Rioja, Roberto Rodríguez (el mismo que hizo pintar una imagen de Menem en una pared de la catedral y debió borrarla por la reacción social adversa) dijo que era temerario afirmar, como hizo Kirchner, que había sido asesinado. En un caso, la Iglesia no respeta la evolución de la sociedad argentina y pretende imponerle sus códigos. En el otro, no asume una revisión sincera de su actuación en la época más negra de la historia.
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