EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
La inflación que golpea los precios de la canasta alimentaria ya es un fenómeno mundial que asume diferentes formas en cada lugar. Más allá de los prejuicios de los economistas “ortodoxos”, los distintos países de América latina intentan enfrentarlo con subsidios y control de precios.
› Por José Natanson
La inflación es cada vez más un fenómeno mundial, pero asume diferentes formas –y diferente intensidad– en cada país. En este contexto, la decisión de los productores del campo de volver a las rutas reinstaló el fantasma de una nueva suba de precios que, aunque parece difícil que desemboque en una espiral al estilo ochentista, sí podría contribuir a diluir los avances sociales. Es más: algunos indicios sugieren que eso es lo que efectivamente está ocurriendo.
Tras alcanzar su máximo histórico (54 por ciento) en el segundo semestre del 2002, la pobreza comenzó a disminuir hasta llegar al 23,4 por ciento en marzo del 2007, según los datos del Indec. Como se sabe, la forma más habitual de medir la pobreza es calcular cuánto necesita una familia para vivir razonablemente bien –lo que se llama “línea de la pobreza”– y luego estimar qué porcentaje de la población cuenta con ese ingreso. Obviamente, la inflación corre hacia arriba la línea de pobreza, sobre todo si los aumentos se concentran en la canasta básica: las investigaciones internacionales calculan que, en promedio, una familia pobre gasta entre el 50 y el 75 por ciento de sus ingresos en alimentos, mientras que una rica destina entre el 10 y el 25.
Los índices maquillados del Indec impiden un diagnóstico preciso. De hecho, en marzo deberían haberse difundido los nuevos datos de pobreza, pero no aparecieron. Sin embargo, diferentes analistas coinciden en que ha aumentado. Los ingresos de los sectores pobres crecieron, incluso más que el promedio, pero no lo suficiente para compensar la suba de precios. Artemio López, que todos los meses construye una canasta propia de inflación, sitúa la pobreza en torno del 30 por ciento. La consultora SEL, que dirige Ernesto Kritz, la estima en 30,8. En total, unas 11 millones de personas.
No sólo la inflación contribuye a esta situación; también la evolución del empleo. Durante los primeros años de recuperación, la elasticidad empleo-producto (la capacidad de la economía de crear trabajo por cada punto de crecimiento) fue muy alta, lo que permitió bajar la desocupación de un 21,5 por ciento en el 2002 a un 7,5 en el segundo trimestre del año pasado. Sin embargo, esta relación virtuosa podría haber llegado a su fin, en buena medida por el agotamiento de la estrategia de aprovechar la capacidad ociosa, según estiman Luis Beccaria, Valeria Esquivel y Roxana Maurizio en un artículo publicado en el número 178 de Desarrollo Económico.
Todo esto parecería indicar que, luego de un lustro de crecimiento, reducción del desempleo y disminución de la pobreza, las conquistas sociales, por usar el término favorito de la nomenclatura cubana, ya no son lo que eran. En el mejor de los casos, la evolución se ha amesetado; en el peor, estamos en pleno declive. ¿Qué hacer, entonces?
Una primera respuesta es contener ciertos precios clave. Es lo que se intenta hacer mediante, por ejemplo, los criticados subsidios al transporte público, sin los cuales el boleto de colectivo aumentaría a la par de la suba del petróleo, o con los subsidios al sachet de leche. La semana pasada, en un reportaje en Página/12, Felipe Solá propuso crear una Junta Nacional de Seguridad Alimentaria que se encargue de comprar y vender a precios subsidiados entre 15 y 30 productos de consumo básico.
Este tipo de política ofertista genera críticas de parte de los economistas del establishment. Miguel Angel Broda, por citar uno entre tantos, la califica de “antigua e ineficaz”. Aunque Broda, que luce más bien parroquiano, no tiene por qué saberlo, en realidad hoy prácticamente todos los países latinoamericanos aplican medidas de control o negociación de precios, usualmente en combinación con sistemas de subsidios, como parte de una estrategia general que llega incluso a aquellos gobiernos que Broda considera sinónimos de seriedad, como México, Perú y Uruguay.
En México, el incremento del precio del maíz presionó hacia arriba el valor de la tortilla, base de alimentación de los sectores populares, y generó una crisis social que el muy derechista Felipe Calderón busca enfrentar mediante el Acuerdo para Estabilizar el Precio de la Tortilla, que incluyó la ampliación de los cupos para la importación de maíz y la negociación de precios máximos con productores y comerciantes.
Alan García, hoy considerado un estadista responsable, lanzó en enero pasado el “papapán”, un pan que se produce con un 70 por ciento de harina de trigo y un 30 por ciento de papa. El objetivo es evitar la presión alcista del trigo que Perú no produce e incentivar a los productores de papa de la sierra. Aunque algunos panaderos se quejan de que el papapán insume mayores costos por la necesidad de hervir la papa, lo cierto es que ya se está distribuyendo en las escuelas y que la red de supermercados Plaza Vea, la más grande del país, anunció que comenzará a venderlo a 1,82 dólar el kilo, contra 1,92 del pan común.
Al otro lado del río, Tabaré Vázquez anunció en agosto del 2007 un acuerdo con los empresarios que incluyó la eliminación del IVA a dos cortes de carne, el asado y la nalga. Poco después, algunas carnicerías comenzaron a promocionar en sus pizarrones “el asado de Pepe”, en referencia al encargado de la negociación, el ministro de Ganadería, José Mujica. La operación dio resultado y los precios bajaron un 10 por ciento. Meses después, en mayo pasado, se anunció la eliminación del IVA al cerdo y el pollo y la apertura de la importación de papa de Brasil. En esa ocasión, Mujica pronunció una frase que provocaría escozor en los neoliberales que tanto festejan la política económica uruguaya. “Cuando alguna cosa se vaya muy para arriba vamos a traer productos para bajar el precio.”
La otra forma de atacar la pobreza es subsidiar la demanda. Hoy todos los países de la región cuentan con algún plan de transferencia de ingresos. Es curioso, pero muchos de los que en los ’90 cuestionaban los viejos planes Trabajar con el argumento de que desincentivaban la búsqueda de empleo hoy defienden, en la línea de algunos organismos internacionales, los programas de este tipo.
Los más avanzados son los de México y Brasil. En el primer caso, las primeras experiencias comenzaron durante el gobiernos de Carlos Salinas de Gortari, bajo el nombre Progresa, y fueron evolucionando hasta el actual plan Oportunidades, que ya cubre a 20 millones de personas. Pero el caso más notable es el de Brasil: el Bolsa Familia, el plan lanzado por Lula a partir de la fusión de diversos programas creados por Cardoso, llega a casi 44 millones de personas, el 30 por ciento de la población.
Un médico diría: ningún remedio carece de efectos colaterales. En cierto: las dos vías tienen problemas y limitaciones, que se encuentran particularmente presentes en la Argentina. En el caso de la oferta, la crítica más usual es que los subsidios y los precios controlados benefician por igual al rico que paga la electricidad barata en Barrio Norte que al pobre del Conurbano. Una forma de solucionarlo es tratar de controlar sólo aquellos precios que resultan esenciales para los sectores populares (la leche), en lugar de los que benefician a la clase media o alta (el gas).
Pero lo central es que estas medidas tienden a ser ineficaces si no se acompañan con políticas más estructurales, como la desoligopolización de los mercados. Y es necesario también tener en cuenta las múltiples formas de evadir los controles que encuentran los empresarios, como reducir el peso de un producto manteniendo fijo el precio. Un caso notable es el de las galletitas Melba: el tubo del paquete tiene la misma longitud, pero el diámetro de cada galletita ha sido reducido; lo mismo los Pepitos, que traen cada vez menos chispas de chocolate.
Evitar estas tretas exige una gestión sofisticada y una estructura administrativa compleja de la que la mayoría de los países, entre ellos Argentina, directamente carece. No alcanza con un funcionario llamando a los empresarios todas las mañanas. Venezuela, por ejemplo, ha desplegado una política de intervención muy amplia, pero los enormes déficit de gestión han hecho que la estrategia derive en un creciente mercado negro y una crisis de desabastecimiento que no ha podido ser solucionada con la red de mercados populares y que está carcomiendo, lenta pero firmemente, las bases sociales del chavismo. Hoy Venezuela es el país con más inflación de América latina. El segundo, con o sin Moreno, es Argentina.
Las políticas de subsidio a la demanda también generan problemas y aquí también la Argentina acumula déficit severos. Tal vez sea cierto, como argumentó Alicia Kirchner en una entrevista publicada en la revista Tercer Sector, que universalizar los planes sociales no sea la solución. Al final y al cabo, el hecho de que ningún país del mundo cuente con un sistema de ingreso universal como el que propone la CTA debería ser motivo cuanto menos de debate. Pero de lo que no hay dudas –por el contrario, existe un cierto consenso académico– es que las políticas sociales deben ser universales dentro del universo al que se dirigen: si la intención es beneficiar a las jefas de hogar desocupadas, todas las jefas de hogar desocupadas deben recibir el subsidio; si el objetivo son los adultos pobres, todos los adultos pobres deben obtener la asignación. Esa es la forma de convertir a los planes en un instrumento de inclusión –un derecho ciudadano, en la jerga de moda– y evitar el clientelismo.
Hoy, los dos principales planes sociales, el Plan Jefas de Hogar y el Plan el Familias, llegan, en total, a 1.200.000 hogares, lo que implica un millón de beneficiarios menos que en el 2003. Evidentemente, ni todos los jefes de hogar desocupados con hijos ni todas las familias pobres reciben el beneficio. Pero además, pese a la inflación, la asignación se mantiene congelada: 150 pesos en el primer caso y entre 150 y 300 en el segundo.
No se trata sólo de un imperativo ético. El nacimiento de una enorme y creciente clase media baja, además de uno de los grandes avances sociales del kirchnerismo, es una de las explicaciones de su popularidad. Es, sin embargo, un sector muy vulnerable, de casi cuatro millones de personas, que debería ser protegido con políticas activas que reconozcan las nuevas condiciones económicas –la inflación– y que, sin empezar todo de nuevo, actúen en consecuencia. Pero para ello será necesario, antes que nada, admitir que el problema es efectivamente un problema.
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