EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Marta Dillon
Para quien crea en las casualidades, he aquí una: del lado del Zoológico quedaron los otros, los que desentonaban a pesar de sus pecheras que anunciaban el apoyo al campo, las que llevaban a los bebés en brazos y no en cochecitos o mochilas anatómicas, quienes sacaban pan de una bolsa y lo repartían sin milagrosas multiplicaciones. De ese lado quedaron las columnas del movimiento de Raúl Castells, de la CCC, de las Asambleas del Pueblo con sus banderas negras y hasta de la Izquierda Unida. Esa modesta masa de gente que se acostaba en el asfalto, hastiada de calor y aburrimiento, montó una valla simbólica que cumplió a su modo la profecía de Mario Llambías: del otro lado el “nosotros” a que hizo referencia la semana pasada el titular de Carbap resultaba tan homogéneo en sus modos, sus ropas y sus “viva, viva” como única consigna que bien podían sentirse a salvo de ser confundidos con la fauna. Salvo por el numeroso grupo que lejos de aquellas columnas se acomodaba sobre la vereda de la calle Sarmiento, favoreciendo sus oídos con el curioso eco que la jaula de los orangutanes regalaba para multiplicar las palabras que desde el palco, justo al comienzo del acto, invocaban a la Virgen de Luján. Al menos de esa clase de simios ya no quedan en Buenos Aires.
“Desde 1982, cuando vino nuestro papa, Juan Pablo II, que no se veía tanta gente en esta calle”, decía el locutor emocionado mientras arrojaba datos que servían para que la concurrencia repitiera sus vivas y sus “bien”: “Tenemos chequeado el número, hay aquí 300 mil personas”, insistía el hombre del micrófono empeñado en inflar la autoestima del acto mismo. Apenas quince minutos después el número chequeado –vaya a saber cómo– había llegado al medio millón. “Les vamos a volver a cortar las rutas, ya van a ver”, gritaban y se abrazaban esos famosos gringos tantas veces nombrados por los hombres de campo que iban y venían por la Avenida del Libertador, por la que salvo desde Lafinur hasta el Monumento de los Españoles –una cuadra– se podía caminar, correr, sentarse –en miles de sillas plegables y banquitos de pesca acarreados para la ocasión– y hasta encontrarse con pasmosa facilidad para los cálculos de los organizadores.
¿Y el silencio? ¿Cómo entender el silencio sostenido a lo largo de las varias cuadras de manifestación en apoyo a la eliminación de las retenciones móviles y de los dirigentes agrarios? No era la potencia del equipo de sonido, la voz llegaba nítida hasta el final de la concentración, dos cuadras después de Lafinur. Tal vez la falta de consignas comunes, tal vez la ausencia de redoblantes y tambores que cualquier cronista asocia con manifestaciones era lo que convertía el silencio en una sorpresa pero que permitía escuchar los avisos desde el palco: “Hemos encontrado una billetera con tarjetas y documentación de...”, elegante manera de seguir marcando diferencias, aunque el nombre del propietario fuera siempre el mismo.
“Comencemos hoy a limpiar la KK, para que en 2011 no quede nada”, decía un cartel que hizo reír a dos señoras que se tomaron su tiempo para interpretarlo. “Más democracia, menos KK”, decía otro que portaba una señorita que cumplía con uno de los dress code –código de vestimenta– de la amplia mayoría: botas de caña alta, camisa blanca, cinturón de cuero sobre pantalón ceñido y mucha marca campera, de esa que se identifica con un cardo. ¿Por qué, el cartel? “Leelo así, como se pronuncia”, explicó la señorita sin pestañear, poniendo el guiño en su sonrisa plagada de brackets. “¿Entendés? KK...” En vano repreguntar. “Yo la voté, vengo a lavar culpa”, rezaba un letrero más que generaba carcajadas. “Al menos éste lo reconoce”, se codearon Elisa Alcorta y su amiga sin nombre declarado, las dos ataviadas con el segundo estilo que se impuso en la tarde de Palermo: pantalones de tela inteligente –esa que no se moja con el sudor–, remeras claras, riñonera, botella de agua en la mano y zapatillas. Atuendo habitual en los bosques para las caminatas matutinas, populares entre las vecinas de la zona. “¿Tanto se nota?”, dijo Elisa ante la mención de su vestuario y antes de confesar que Alcorta es su segundo apellido pero que lo elige para esta ocasión en que se volvió ilustre: “Por lo del grito, ¿viste?”.
“Nunca fui a manifestaciones, pero desde que está esa mujer en el gobierno estuve en todas, en cada cacerolazo”, se enorgullece Inés de la Cárcova, propietaria de “sólo un casco de estancia”. Las razones de la mujer de edad mediana son claras: “No quiero más patoterismo, no quiero que me pasen por encima, voy a luchar lo que sea necesario porque esto no da más”. Junto a Inés, una familia entera –madre, padre y tres varones adolescentes– le dedicaban un canto a Daniel Scioli que hacía referencia a las partes pudendas de su madre. “No hay que cantar eso, es de mal gusto”, se enojó De la Cárcova y consiguió adhesiones para hacer callar a la familia. “Es que ese lenguaje no nos corresponde”, sentenció contenta por el súbito acatamiento de su orden espontánea.
Al estilo de las mujeres se sumó el de los varones, un poco más ecléctico por la confluencia de trajes y bombachas, boinas y gorras deportivas. Casi tan eclécticos como los varios altares que se montaron sobre el capot de las camionetas que habían llegado temprano: el Gauchito Gil y la Virgen del Rosario se acomodaban en feliz armonía popular. Pero a pocos y pocas les faltaron las banderas que se vendían entre 20 y 30 pesos, según quién preguntara por el precio; equivalente al valor del estacionamiento que no era tan difícil de encontrar a pesar de los cientos de micros que se acomodaban desde el Monumento de los Españoles hasta Lugones.
Hubo un momento conmovedor cerca del palco: fue cuando Chiche Duhalde se abrazó, reja de por medio –la que separaba el corralito de la prensa del de las personalidades– con Adolfo Rodríguez Saá y cuchichearon frente a cámara sobre las novedades del Senado. Cerca, el rabino Sergio Bergman daba notas sin quejarse por la invocación al Espíritu Santo y la recogida oración católica con que se abrió el acto. Nito Artaza tuvo menos suerte: pudo caminar una cuadra entera entre la concurrencia sin ser reconocido hasta perderse en busca de un micrófono que tenga a bien escucharlo. Finalmente lo dejaron entrar al corralito que le correspondía, aunque tuvo que esperar: “Estamos desbordados –dijo el hombre de boina y pañuelo al cuello–, porque acaban de entrar los patovicas de los Rodríguez Saá y de Camaño”. El disgusto se le notaba en el rostro aun cuando desde el escenario se saludaba a la “multitud” que supuestamente aportó “la CGT Azul y Blanca”.
Finalmente, las columnas del lado del Zoológico fueron reprendidas por los organizadores: “Les agradecemos que hayan venido, pero por favor bajen los carteles que ya se vieron por televisión”, se exigía desde el palco. Bajo la jaula de los orangutanes, el eco ponía gestos de disgusto en quienes ahí se habían refugiado. Enfrente, ya detrás del palco, otra fauna se amontonaba: decenas de perritos de no más de medio kilo bien sujetados por correas y vestidos de celeste y blanco. En algún lugar había que poner a salvo la fauna propia.
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