EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario de Casas *
Pacificar es muy distinto que claudicar ante la seducción o la violencia de los poderosos: esto nunca conduce a la paz social. Tal vez por eso el conflicto que se activó cuando el gobierno nacional puso en vigencia las denominadas retenciones móviles y entidades vinculadas al agro respondieron con una agresión a toda la sociedad está lejos de haber concluido; ni el conflicto ni los desafíos que plantea, que vienen desde el fondo de nuestra historia. A diferencia de la colonización norteamericana de los siglos XVII y XVIII, de carácter rural-doméstico, la colonización argentina del siglo XIX se orientó desde su origen hacia el mercado externo: terratenientes, burguesía intermediaria e inmigrantes, no obstante sus muy distintas situaciones, tenían como objetivo común la exportación de los productos primarios para importar las mercancías que no se manufacturaban en estas tierras. Esa orientación dominante hacia el mercado externo le impuso a la economía agropecuaria una fuerte dependencia de los oligopolios comerciales, industriales y financieros transnacionales. El sistema productivo generado por la colonización descansaba en el “libre” juego de las leyes del mercado y confiaba sin límites en el mercado externo.
Las grandes demandas de alimentos y materias primas que mantuvieron elevados los precios internacionales de las exportaciones argentinas fueron considerados factores permanentes de riqueza, no el fenómeno coyuntural de una etapa de ascenso de las potencias del capitalismo industrial. Salvo honrosas pero marginales excepciones, la confianza en la continuidad ilimitada de la opulencia que surgía del comercio con Gran Bretaña se había arraigado a tal punto en políticos e intelectuales de la época, que a fines de la tercera década del siglo XX, cuando se invirtió la relación de los términos del intercambio ocasionando la caída relativa de los precios de nuestras exportaciones primarias, el país carecía de hombres ideológica y económicamente formados, y políticamente comprometidos, para entender y afrontar la nueva situación. A excepción de los pocos pioneros de la industria nacional, nadie se ocupaba del desarrollo del mercado interno diversificando la producción y sustituyendo importaciones. Sacrificar en lo más mínimo el comercio exterior era atentar contra los sagrados intereses agropecuarios, a los que se identificaba con los intereses de todo el país. Intereses que tampoco entonces constituían un bloque homogéneo: una parte de los inmigrantes había logrado incorporarse a la clase de los grandes y medianos terratenientes, o enriquecerse en el comercio o como prestamistas, mientras las ambiciones de la mayoría se veían frustradas por el monopolio de la tierra y el saqueo del capital comercial y las empresas extranjeras. Hoy han cambiado algunos actores (por ejemplo, en lugar de Gran Bretaña pensemos en China e India) y ya no cuenta el inmigrante como actor colectivo, pero el problema central es análogo: no entendieron la contradicción principal generada por el proceso de colonización los que oponían el conjunto de los inmigrantes a los terratenientes y a la burguesía intermediaria, como no la entienden hoy quienes suponen que se da entre el conjunto de los “pequeños y medianos productores” versus terratenientes, pools de siembra y burguesía intermediaria, y luego se sorprenden por las coincidencias entre la Federación Agraria y las otras patronales agropecuarias. La contradicción principal no fue ni es entre grandes y pequeños capitalistas agropecuarios: la oposición de estos últimos siempre fue débil y provisoria, como lo ha reflejado históricamente el comportamiento zigzagueante de las organizaciones que fundaron.
La contradicción principal fue y sigue siendo entre un país para los pocos que viven bien del mercado externo, un país que no se desarrolla ni ofrece condiciones de vida dignas para la mayoría, versus un país que aproveche sus importantísimos y variados recursos para generar industrias, producir ciencia y tecnología (aplicar nuevas tecnologías no es lo mismo que crearlas: plantar soja no garantiza que participemos de la futura fiesta de los agronegocios) y crecer con justicia social, integrándose política, económica y culturalmente a la región e intercambiando con el resto del mundo en condiciones de simetría: éste es el país en el que podremos vivir bien los cuarenta millones que somos y unos cuantos más. Siendo esto así, hay que seguir trabajando y para eso no está de más señalar que casi todos coincidimos en que el diálogo es el modo de comunicación que distingue a las sociedades democráticas. Las diferencias aparecen cuando algunos suponen que el diálogo debe necesariamente conducir al “consenso”; el diálogo puede conducir al disenso sin que esto implique un deterioro de la tan mentada “calidad institucional”. Todo lo contrario, el disenso dialogado es un signo vital de la democracia, que presupone el disenso y requiere el consenso sobre un solo punto: las reglas de la competencia por el poder, y que se basa en la presencia de un consenso que no excluya el disenso y en un disenso que no trivialice el consenso. Esto es fundamental, porque así como hay quienes, con tal de alcanzar el “consenso” (que confunden con unanimidad), son capaces de vaciar de contenido cualquier decisión política, están los que entienden que el “consenso” consiste en imponer –si es necesario a sangre y fuego– sus intereses y/o pareceres, “confundiéndolos” con los de “la patria”. Ambos subestiman la democrática regla de la mayoría.
Asimismo, la calidad institucional está lejos de ser una mera cuestión de formas. Calidad institucional implica que las instituciones cumplan con la finalidad para la que fueron diseñadas, pero el logro de esas finalidades está permanentemente expuesto al riesgo de captura, sea por parte de burocracias, del poder económico o de corporaciones. En cualquiera de estas situaciones el funcionamiento institucional queda unívocamente determinado, lo que equivale a decir que es autoritario. Este grave problema, cuya consecuencia visible es la pérdida creciente de confianza en las instituciones y en la democracia misma, encuentra un antídoto en el control social que a su vez se resiente cuando se niegan medios y oportunidades para la movilización y participación popular. En otras palabras, el consensualismo vacío –siempre funcional a los poderosos– o la imposición de ciertas coerciones –físicas, económicas o de otra índole– deterioran la calidad institucional, y hay necesidades y carencias que importan no sólo como sufrimientos de individuos aislados, sino como problemas sociales que debemos enfrentar a partir del reconocimiento de responsabilidades colectivas y públicas. No hay calidad institucional sin calidad de la democracia.
Es oportuno poner en evidencia otra de las falaces letanías de la derecha, que reitera diariamente su “preocupación” por la “concentración de poder político”. Si algo se ha podido comprobar con el conflicto entre los intereses sociales y los de algunos sectores del agro, es que nuestro país no es una excepción en cuanto al escaso poder relativo que –ante fuertes poderes corporativos– tienen los Estados y los gobiernos democráticamente electos en los países de nuestra América latina para avanzar en la democratización de sus respectivas sociedades. Por lo tanto, la construcción de poder político es una condición necesaria, no un peligro, y será tanto más legítima en la medida en que se haga respetando las formas pero también la razón de ser de la democracia, que es mejorar las condiciones de vida de nuestros pueblos. En estos desafíos está nuestro compromiso.
* Presidente del ENRE, ex titular del ente regulador energético de Mendoza y uno de los redactores del documento de la Concertación Plural por parte de Julio Cobos.
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