EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Una proporción pequeña de los mensajes que llegan a la casilla de correo mencionada al final de esta columna proviene de corresponsales serviciales. Serviciales de inteligencia, se entiende. Tales correos electrónicos están escritos con profusión de mayúsculas, casi todos amarretean los acentos ortográficos. Hace un par de semanas ese epistolario dotó una denuncia. La glosamos para el lector: decía que Julián Corres está implicado en una red de narcos, que dejó de garpe a sus propios socios, pese a que éstos le propiciaron su salida de la cárcel. Unos días después llegó una ampliación, otro e-mail que sí transcribimos en su parte pertinente: “Ahora te regalamos una primicia. El Corres ya no está en Argentina. Está en Paraguay. Cuando lo ubicamos detectamos que salió por Aeroparque con un avión sanitario paraguayo, no militar que volvía vacío. Ahora tenemos una duda: a este ladro lo banca alguno” (sic, con agregado de tildes). El relato era sugestivo, se compartió con colegas más duchos para pesquisar ese tipo de tramas, por si las moscas. Líneas de investigación, que le dicen.
La realidad fue más sencilla que lo que proponían los colaboradores informáticos: la red de complicidades en la fuga es la previsible, la cooperación fue puramente corporativa e ideológica. Una pequeña ayuda de los amigos, que los hay vivitos y coleando, revistando en fuerzas de seguridad en muchos casos. Por una vez, la realidad fue más austera que la ficción, más accesible a la intuición de cualquier persona de a pie.
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El issue de los derechos humanos en la agenda democrática es una novedad incorporada desde 1983. La brega comenzó antes, con la valiente e inclaudicable lucha de las Madres enfrentando a la dictadura y a su denso cómplice, el silencio. A partir de la presidencia de Raúl Alfonsín, los derechos humanos formaron parte de la discusión pública como jamás había ocurrido antes. La vanguardia, los organismos de derechos humanos, jamás bajó los brazos ni alzó la mano para vengarse o ejercitar siquiera un ápice de violencia. Su ejemplo cundió, permeó el imaginario mayoritario, fue construyendo hegemonía cultural. El lector lo sabe: este tránsito no fue simple, indoloro, ni lineal... ni careció de antagonistas. Ni estuvo exento de retrocesos fenomenales –incluidos amnistías masivas e indultos perversos– perpetrados por presidentes surgidos del voto y acunados en partidos populares. Pero, tras zigzagueos, canalladas o cobardías (usted dirá, puede mezclar las variables) se arribó a una instancia en la que desde los tres poderes del Estado se declararon nulas a las leyes de la impunidad, permitiendo avanzar en las causas contra los criminales que actuaron en el marco del terrorismo de Estado. Fue la concreción tardía de un reclamo que comenzó expresado por pocos y supo interpelar mayorías. Es el estadio actual, que se enlaza con las mejores prácticas de la democracia: la Conadep, el Juicio a las Juntas, la inventiva de los organismos de derechos humanos para seguir activando a la Justicia pese a que sucesivos gobiernos le ocluían la entrada, la movilización de miles y millones de ciudadanos, la memoria viva que no cesó, la dignidad de los testigos, la indecible fuerza de los sobrevivientes.
Los tres poderes públicos, un aggiornamento del (por esencia conservador) orden jurídico, puesto en línea con lo más avanzado del derecho penal internacional... ¿no será eso algo así como una versión argentina, al uso nostro, de esas “políticas de Estado” que tanto se reclaman y tan poco se definen? Pero, claro, para plasmar una política de Estado ambiciosa, reparadora y justa es imprescindible un estado que esté a la altura. Y esa mercadería no suele abundar en las góndolas.
En el caso del “Laucha” Corres, fue burda la aquiescencia de integrantes de la Policía Federal, se investigan complicidades de alto rango en las Fuerzas Armadas, quedan enormes dudas sobre la connivencia del Servicio Penitenciario. Tamañas complacencias no son novedades, lo que acentúa su gravedad.
Y está por verse si la captura fue tan certera como pretendió mostrar ayer el ministro Aníbal Fernández. El represor, sin hacer honor a su alias, eligió un paradero por demás imaginable, la casa de su mamá. Sherlock Holmes, en la plenitud de sus facultades, habría echado una ojeada en esa madriguera sin mayores demoras.
Si las agencias de seguridad tienen estampada la letra roja en la frente por la chabacana “huida” de Corres, otros brazos del Estado tampoco responden a las exigencias de una nueva etapa. La apertura de centenares de procesos debería ser encauzada con una ingeniería judicial que abreviara trámites, evitando reiteraciones de testimonios (y peregrinajes de testigos-víctimas forzados a repetir su calvario) ante distintos tribunales. La Corte Suprema de Justicia, que derrochó creatividad y exigencia de cara a los otros poderes del Estado (por ejemplo con la movilidad jubilatoria o en el caso del Riachuelo) se frena, cual ante un vallado invisible, a la hora de organizar al Poder Judicial, del que es cabeza. De cara a la propia corporación es rutinaria y poco inventiva. No destina recursos económicos importantes a la superintendencia de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Mucho menos urde una propuesta para simplificar y unificar causas. Ni se ocupa especialmente de ejercer su autoridad respecto de los numerosos (y conspicuos) magistrados que cajonean causas como correlato de sus posturas políticas, contrarias a lo que marcan las actuales leyes de la nación.
El Ejecutivo tampoco termina de organizar los programas de protección de testigos, más allá del voluntarismo y la solidaridad de muchos de sus responsables. Pero la eficiencia es algo diferente a (más exigente que) la empatía, aunque la incluya.
El Laucha no se había escondido muy lejos; fue atrapado, enhorabuena. Algunos agentes públicos cumplieron su deber, otros lo vulneraron burdamente. La busca de verdad y justicia prosigue, acechada por enemigos brutales y de temer. Es la réplica a una etapa tan auspiciosa como inédita. No se accedió a ese estadio por azar, fue ganado a pulso por la sociedad civil y consagrado por funcionarios y magistrados que supieron ponerse a la altura. Pero sólo podrá preservarse lo ganado si los poderes públicos se ponen las pilas, con la eficiencia y la autoridad imprescindibles para garantizar ese salto cualitativo.
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