Jue 05.03.2009

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Los silenciados

› Por Horacio González *

¿Han sido Scalabrini Ortiz, Jauretche, Discépolo y Manzi intelectuales y artistas silenciados? La afirmación de la Presidenta, en su discurso en la Biblioteca Nacional, fue criticada con esa saña habitual que hace pasar a primer plano una rara ironía, que más que eso es odio. Un odio, diríamos, que finalmente devora la ironía. Sin embargo, el tema permite un debate realmente importante. Si exceptuamos los “proscriptos” del siglo XIX, que tuvieron una voz tanto más poderosa cuando se lanzaron al exilio montevideano o chileno, la cuestión del “silenciamiento” debe datar de la decisión que dice tomar Scalabrini Ortiz a comienzos de los años ’30. Ahí decide, figuradamente, “suicidarse” luego del premio que recibe por El hombre que está solo y espera. Escribe algo en torno de los “intelectuales del régimen”, festejados por la gran prensa, que los adula para evitar que se estudien los verdaderos problemas argentinos. Proclama que evitará para él ese destino. Quería decir que ya no estaría disponible para los diarios señoriales y que, en adelante, investigaría los “dramas invisibles” del país. No esperaba otra cosa, entonces, que un “silenciamiento” impuesto por la prensa tradicional. El tema del silenciamiento todo le debe al ensueño del propio Scalabrini. En contrapartida, bajo una consigna de retiro espiritual, desplegaría la vocación de explorar el “subsuelo de la nación”. Se convertiría en un buscador de las gemas ocultas de verdades que yacían en las penumbras de la historia. Un investigador así debía esperar el ataque de los grandes medios, el aislamiento por parte del aparato de conmemoraciones oficiales y la sistemática denigración de las usinas generadoras de prestigio cultural. De esta constancia, de estos grandes mitos, se nutría su épica personal.

La leyenda eminente que construye Scalabrini se refiere así a un intelectual que se retira proféticamente de una escena falseada y retorna con un manojo de verdades potentes. Poco a poco, éstas debían expandirse en una parábola de redención. Esta gran alegoría fue tomada por los jóvenes militantes de décadas pasadas y aún pervive. La Presidenta la recibe de ese modo, en sus años de militancia estudiantil. Desde luego, Scalabrini nunca pasó inadvertido, fundó numerosas revistas y participó de la vasta publicística del grupo Forja, que partía precisamente del antagonismo entre los intelectuales resistentes, al margen del sistema de aprobaciones autorizado y la “cultura colonizada”, que es efectivamente dominadora. Pero se revelaba “falsa, toda falsa”, como él mismo había escrito. Su caso, sin embargo, es el ejemplo de una biografía triunfal. No se llevó bien con Perón y, de hecho, el comienzo de su nombradía ante un público más vasto lo obtiene menos con sus grandes libros sobre los ferrocarriles y el imperialismo inglés –escritos entre fines de los años ’30 y comienzos de los ’40– que con la publicística forjista, primero, y luego con los grandes artículos de la revista frondicista Qué.

Scalabrini siempre mantuvo la idea de que el intelectual crítico es un “proscripto”. Se da el lujo de rechazar una delegación cultural que deseaba conferirle Perón desde el exilio. Además publicará Perón un libro con su firma, pero su médula eran los artículos scalabrinianos. Rara fusión político-literaria en la historia cultural argentina. La carrera de Scalabrini es la coronación laica de lo que llamaríamos la saga del intelectual sacrificial argentino, que arraiga en la metafísica de la soledad y, a la vez, en la teoría crítica del imperialismo. Tiene estirpe lugoniana. Mantiene una ética de la aflicción y se niega al reconocimiento del Estado. Pero grandes avenidas llevan hoy el nombre tanto de Lugones como de Scalabrini.

Jauretche es jacobino, yrigoyenista, gauchi-político, montonero y post-peronista. Es el Pierre Bourdieu argentino, agudo estudioso de las “distinciones culturales” pero con un idioma de fogón y payada. Se da a conocer públicamente con su poema “Paso de los Libres”, a la sazón prologado por Borges en 1933. Se trata de uno de los más ajetreados y polémicos prólogos de la historia del prologuismo argentino. Publicista de pura cepa, Jauretche sacará de su galera modernista y criollista las consignas de Forja. Disentirá también con Perón y tendrá su hora más gloriosa con los libros que comienza a publicar a fines de la década del ’50, donde relucen los aún hoy mentados tratados sobre las zonceras y el medio pelo argentino. Menos partidario que Scalabrini de las teologías laicas de salvación social, Jauretche nunca se consideró un “silenciado”, aunque tiene un lado echeverriano –con mucha más gauchesca, evidentemente– que se revela en su recóndito deseo de escribir las “palabras simbólicas” del resurgimiento de una “joven Argentina” industrializada. Adversario de La Nación –como David Viñas, que en eso es también un yrigoyenista de izquierda–, Jauretche elaborará una mitología literaria de duelista y juglar plebeyo. Aceptó su destino sin quejas y siempre recordó el fusil que empuñó en Paso de los Libres. Alguien quiso reconciliarlo con Borges en un encuentro en el bar Castelar, de Córdoba y Esmeralda. No pudo ser, eran hijos perseverantes de sus propios fantasmas.

Con Manzi y Discépolo hay menos dilemas. Es claro que ambos nunca cesan en su reinado sobre la misma Buenos Aires “que está sola y espera”. Manzi tiene mucho de Rubén Darío –bastante se ha dicho sobre esto– y el tango “Sur” no deja de ser una escalofriante traducción de la refutación borgeana del tiempo. Discepolín es una suerte de pervertido monje medieval, autor de una inconsolable teología negativa en la forma de grandiosa plegaria maldita. Su personaje “Mordisquito” –de honda actualidad– es una pieza maestra de su encuentro con un peronismo que aún no sospechaba la derrota. Ninguno de los dos se consideraban silenciados y, aunque también cultivaban, sobre todo Manzi, innumerables recelos contra las empresas culturales “cuyo guardaespaldas era el general Mitre”, eran autores de letras que se sostenían en los oscuros destinos amorosos, en una grave desesperación existencial y en la vida errante de la ciudad nostálgica.

De los cuatro nombres mencionados en el discurso de la Presidenta no podría decirse otra cosa de que son hijos notorios y bien reconocidos de su época. Si bien no son acallados, se entiende lo que se quiere decir cuando se recoge el gran simbolismo de que actuaron intentando bucear en los pensamientos del subsuelo. Se trata de ese mundo “invisible” del yacimiento recóndito de las poéticas de transformación social, a las que alude toda utopía. Y a la utopía le gusta siempre sentirse ante el peligro del silencio. Jauretche descubre las pepitas de un venerable refranero épico; Manzi explora los límites difusos entre los suburbios y la ciudad de manera lírica, no sociológica ni histórica; Discépolo desciende al núcleo de ludibrio y ultraje que quizá permitiría luego pensar una vida renovada y Scalabrini pone en relación la idea del submundo invisible que resurge, con una teoría económica crítica de la subordinación nacional. En cambio, obras de época que tuvieron gran vigencia y hoy están olvidadas podrían ser las de Eduardo Mallea y la de Manuel Gálvez, el primero hacia los años ‘40, héroe literario del diario La Nación que explora el sonambulismo interior de personajes desarraigados, y el otro, un escritor popular que recorrerá varios géneros masivos, la novela histórica, la biografía novelada, la novela naturalista evangélica y el ensayo social. El de Gálvez es un testimonialismo que conserva algunos signos de la derecha católica y otros de populismo piadoso, con una pizca de Zola. Scalabrini conseguirá desarrollar caracterologías que están en ambos, en Gálvez y en Mallea, pero lo hace con la mayor gracia literaria que le permitirá su espíritu abierto, no confesional por un lado, modernista por otro. Trasciende porque su materia se asocia a un legendario llamado a plasmar en resarcimiento social las vigilias nacionales. La hipótesis del “silenciamiento” se refería más bien a una redención colectiva de un tiempo apenas intuido, que vendría sin ataduras, antes que a una inquisición que lo hubiera condenado.

Pero un verdadero dilema se establece con Ezequiel Martínez Estrada, con su escritura fuertemente dramatúrgica y su voz admonitoria. Se conoce el peso profético de esta voz. Trabaja el núcleo agonístico de una fantasmagoría nacional que toca en un plano más sofocado todos los temas scalabrinianos y borgeanos. Es su opuesto complementario. Hasta hoy, La cabeza de Goliat, Radiografía de la Pampa o Filosofía del ajedrez son textos magníficos y refinados, que deberán adosarse a la esencia misma de una historia nacional, popular y libertaria. La gran fábula del proscripto pertenece plenamente a Martínez Estrada. Es la metáfora capital de un sujeto reparador, en lo esencial nada diferente al de Scalabrini.

Rememoro rápidamente esta historia, no porque cada obra tenga un refugio seguro en tal o cual corriente de ideas. Cada obra es en sí misma su propio mundo moral. Pero puede elegir participar voluntariamente de un legado mayor. En el debate actual, la maniática ojeriza imperante busca ofuscadamente las cinco patas del gato en las breves menciones presidenciales sobre su panteón personal de obras y lecturas. Pero más allá de las banales injurias, es evidente que lo que hoy se precisa es revelar la trama interna, profundamente vasta y ramificada, que involucra a esos nombres pronunciados.

No habrá conocimiento crítico capaz de disputa en una sociedad democrática si no resurgen medios de comunicación mucho más autorreflexivos y plurales, si no se recrea un lenguaje público que saque de su silencio todas las grandes obras y aventuras culturales del país. Un lenguaje no masacrado por los módicos profetas del encono, que niegan que en la Argentina haya un nudo intelectual a desatar, el de la renovación de su propia cultura crítica, erudita y de masas. Es un tiempo para revelar que los autores citados surgen de un plano más profundo, donde quedan en suspenso las trincheras triviales de nuestra politización primera y donde adquiere otra luz su carga emancipadora. No debe perderse la oportunidad de descender al río subterráneo de las literaturas políticas argentinas, al Aqueronte de nuestras luchas socioculturales, para construir un tejido inédito de las voces presentes y pasadas de la autonomía intelectual de la sociedad argentina.

* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.

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