EL PAíS • SUBNOTA › CITA EN SANTA FE AL 1600
› Por Horacio Cecchi
A las diez menos veinte de la noche, el operativo policial de urgencia cortaba la avenida Santa Fe a la altura de Callao. Algunas discusiones, algunos que no entendían si se trataba de un piquete, y en ese caso de qué signo era, que si de los piqueteros morochos de tanto campear o de los tostados de tanto campo. Ni unos ni otros. A esa hora, la noticia era todavía reciente y Santa Fe, a esa altura, podía darse el lujo de suponer que se embotellaba su tránsito por algún problema cotidiano. Pero en minutos, la noticia reciente ya había corrido de boca en boca, de plasma en plasma, de sms en sms, y todos sabían que Santa Fe, a la altura de Callao, en adelante hasta Montevideo, estaba cortada. Había muerto “el padre de la democracia”.
Santa Fe 1678. Encima de la galería Bond Street. La gente que empieza a agolparse en la puerta y en medio de la avenida mira hacia arriba. “¿En qué piso es?”, pregunta una chica con los ojos colorados de rimmel y de restregarlos. “Ni idea, creo que el séptimo”, le responde un chico que no tiene los ojos ni de rimmel ni de restregarlos. Serán quinientas personas, no más. Al principio, porque después se nota que la gente va llegando, de a poco, pero va llegando.
Hay aire raro en el lugar. “Está confirmado”, dice un hombre, de saco oscuro y camisa blanca abierta al cuello. Una mujer lo abraza y llora, desconsolada. El hombre aguanta o hace que aguanta. Hace la gran Bogart con la frase “los hombres no lloran”. Sobre la vereda, sentado en el piso, otro hombre, de unos 70 años, lo desmiente en un llanto desatado. Nadie se atreve a preguntarle nada. Hasta los periodistas se quedan y lo miran impávidos, incapaces de ejercer su intromisión. Como si ese llanto naciese de un profundo desconsuelo íntimo por un gran vacío que es de todos.
Muchos llevan velas. Un grupito deja las suyas sobre el asfalto. Los fotógrafos ven su oportunidad de tomar desde todos los ángulos. Un ramo de rosas cae junto a las velas. Los aplausos se desatan de pronto. Masivos, especialmente cerca de la entrada del edificio y, como un abanico o una mecha de pólvora, se expanden rápidamente hacia atrás, hacia la vereda de enfrente.
–¿Por qué aplaude, quién está? –pregunta el cronista a una mujer que está a medio camino, a mitad del asfalto y tratando de otear hacia la entrada del edificio, tapada por espaldas y más espaldas.
–Es Cobos –responde eufórica la mujer y cambia el clima, cambia la percepción del cronista, que empieza a ver, a imaginar aquí y allá, dueños de 4x4, las nuevas bases del campo, piqueteros-de-ruta-sin-riesgo-de–proceso.
–No, no es, es parecido –dice una amiga de la primera pero no deja de aplaudir porque “se aplaude porque es Alfonsín”, explica.
A un costado está Sara o Laura, o no se entiende cómo se llama quizá porque la intimida el periodismo, quizá porque la emoción no la deja articular muchas palabras. Tendrá unos 50 años. Viste de jogging rojo y remera blanca. No hace falta preguntarle a qué partido pertenece. De la mano tiene dos perritos de esos falderos, del estilo de los de la diva de la pena de muerte, a lo mejor un poquito más regordetes, pero con su corte lanudo y blanco.
–¿Son radicales? –intentó una gracia el cronista.
–De la primera hora. Aki y Flash –dice y Aki y Flash miran al cronista como si quisieran explicar por qué esta noche se los ve tan compungidos.
Otro aplauso que rompe. Tampoco es Cobos. Pasa Felipe Solá. Aplauden algunos, muchos menos. La gente está en otra cosa. Del lado de Montevideo, un grupo de jóvenes (se notaba que de ese lado se estaban juntando más jóvenes que otra cosa) levanta pancartas con el rostro de Alfonsín, y levanta su cántico alusivo hacia el séptimo piso.
–¿Hablau english? –pregunta un evidente extranjero a este cronista.
–More or less.
–What happened? –pregunta mientras hay gente que llora y se abraza, muchos que aplauden y otros que cantan casi al nivel del grito. Es obvio, está desconcertado.
El cronista evitará al lector la secuencia de su relato en anglosajón, que de todos modos fue comprendido por el extranjero, Frank Schipper, que no era inglés sino holandés y que estaba de viaje de exportaciones por Buenos Aires. Cuando entendió que había muerto Alfonsín, preguntó si era el presidente posterior a “the Junta” (así lo dijo, así transcribo), preguntó si era el presidente del juicio a “the Junta”. Sabía de la Argentina información mezclada: por la princesa Max, por Alfonsín y por la final del ‘78. También él se mostró consternado.
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