Dom 24.05.2009

EL PAíS • SUBNOTA

Inseguridad

› Por Horacio Verbitsky

En el vuelo de Aerolíneas Argentinas a Chile del sábado 16 se comunicó que cada pasajero debía llenar un formulario, dada la epidemia de “influencia porcina”. La expresión es graciosa pero no hace reír, por la ignorancia que demuestra sobre una amenaza a la seguridad de todo el género humano infinitamente más grave que la de los pibes chorros que histerizan las pantallas de televisión. Los efectos de la pandemia de gripe A (H1N1) pueden ser catastróficos. Las versiones conspirativas, que atribuyen la alarma al interés de los laboratorios que producen antivirales o incluso aquellas que pretenden que el virus fue creado por el gobierno de Estados Unidos y las compañías farmacéuticas, contribuyen a diferir la comprensión de la más seria emergencia conocida por la humanidad en toda su duración, salvo la cuenta regresiva hacia la medianoche nuclear durante la guerra fría.

Hasta el momento el virus actúa en forma idéntica al de la gripe de 1918. Aunque se la llama española, aquella influenza comenzó en Norteamérica, tal como la actual. También entonces se atribuyó su diseminación a una maniobra deliberada, en aquel caso desde submarinos alemanes en Estados Unidos. Los antivirales y la vacuna son espejismos tranquilizadores. Por exitosos que fueran, la velocidad de producción y su costo sólo pondrían dosis al alcance de grupos minúsculos de la humanidad. El primer brote de aquella pandemia tuvo una baja letalidad, como el de ahora, que es del 0,77 por ciento de los 11.168 casos certificados por la OMS hasta el viernes 22. Pero en 1918 reapareció seis meses después para convertirse en el mayor asesino serial de la historia. Entonces contagió a un tercio de la población mundial y mató al 2 por ciento de los infectados. Proyectadas, esa expansión y la misma letalidad implicarían en pocos meses de este año la muerte de 40 millones de seres humanos. Esto equivale a la cantidad de personas muertas por sida en todo el mundo en veinte años o al total de la población argentina. Su mundialización es hoy mucho más rápida y completa porque hace un siglo los virus no viajaban por todo el globo a mil kilómetros por hora en aviones con centenares de pasajeros. La mayor esperanza es que esta vez no haya segundo brote o que su letalidad no crezca como en 1918. Margaret Chan y Keiji Fukuda, máximas autoridades de la Organización Mundial de la Salud, dicen con cautela que, para bien o para mal, es imposible hacer predicciones. No descartan nada.

Al arribar al moderno aeropuerto de Pudahuel, sin lujo ostentoso pero ordenado y reluciente de pulcritud, todos los pasajeros pasaron por una cámara térmica. De aspecto similar a una máquina fotográfica, mide a distancia la temperatura corporal. Quien supere la normal es puesto en observación. En el vuelo de regreso, el lunes 18, los pasajeros recibieron un barbijo de celulosa, de uso obligatorio. Su inutilidad para contener un virus es conocida por las autoridades sanitarias. Varios jocosos viajeros se fotografiaron disfrazados para jugar al doctor. En Ezeiza nadie controlaba su uso. Tampoco había cámara térmica alguna. Personal médico y paramédico recibía los formularios y sólo verificaba el número de asiento de cada uno. La idea implícita es que el contagio sólo se produce por contigüidad. Pero el sistema de ventilación de los aviones es un implacable reciclador que reparte en forma equitativa al resto del pasaje todo lo que flota en el aire que aspiran sus ductos. Entre los síntomas del formulario figuraba “ojos amarillos”, que corresponde a otras enfermedades, pero no “enrojecimiento en los ojos”, que suele acompañar a la gripe. La suciedad del aeropuerto, con alfombras rotas y polvorientas que constituyen guaridas óptimas para cualquier germen, se corresponde con el desconocimiento de que el temido virus también se contagia por contacto con objetos contaminados, sin necesidad de que las personas estén al mismo tiempo en un mismo lugar, cerca o lejos. Una obsesiva limpieza y desinfección de mostradores, mesas, sillas, pisos, paredes y pasamanos tendría el efecto que no puede esperarse de los barbijos, con cuya compra alguien debe estar haciendo un negocio.

El personal de Migraciones que recibió el vuelo tenía barbijos N95, rígidos, de materiales sintéticos, con bordes que se adhieren a la cara. Bien ajustados sobre la nariz y la boca, los de ese modelo sí brindan protección. Pero por un máximo de dos horas, hasta que la humedad de la respiración los inutiliza y deben reemplazarse. Los de Ezeiza lucían de considerable antigüedad y varios descansaban sobre el mentón, en cumplimiento de un ritual burocrático. En algún mostrador había carteles con recomendaciones sobre el dengue, en un cuerpo tipográfico que sólo permitía descifrar su título, salvo que uno se apartara de la cola y se acuclillara frente al escritorio. Nadie lo hizo. Si a esto se suma la mala fe y la banalidad de algunos líderes de la oposición que llegaron a decir que el gobierno utiliza la pandemia de gripe para distraer la atención del dengue, están todas las condiciones dadas para que la Argentina aguarde inerte lo que Dios o el azar le deparen. Esto no equivale a decir que un mejor manejo sanitario inmunice contra una enfermedad para la que no se conoce cura y que hace menos de un siglo mató en pocos meses una suma de millones de personas sólo comparable con la de cada una de las dos guerras mundiales en varios años. Pero al menos prevendría su propagación y no sumaría al inminente peligro la burla de una defensa sólo de apariencias.

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