EL PAíS • SUBNOTA
El expediente en el que tramita la impugnación de la candidatura de Luis Patti recorrió, en la semana que hoy termina, un periplo inusual. Fue remitido a la cárcel de Marcos Paz, en la que mora el represor. La Cámara Electoral quería que el preso, sobre quien pesa procesamiento firme por crímenes de lesa humanidad, ratificara personalmente escritos anteriores, presentados por apoderados. Patti lo hizo, la causa está lista para ser sentenciada.
Pocos días antes la Cámara habilitó otra instancia infrecuente: aceptó el pedido de audiencia de víctimas-querellantes. Se trata de Juana Muniz Barreto y Manuel Gonçalves. Son los hijos de Diego Muniz Barreto y Gastón Gonçalves, de cuyos asesinatos se acusa a Patti, con abundante prueba de cargo acumulada.
Fue un gesto de escucha y atención que no concedieron ni el juez de primera instancia Manuel Blanco (que dio vía libre a la candidatura, con argumentos adocenados) ni la Corte Suprema (cuando negó a los diputados el derecho a rechazar el diploma de Patti en 2005). Los camaristas Alberto Dalla Vía y Santiago Corcuera dialogaron con las víctimas, básicamente los indujeron a hablar. La autoridad, contra lo que suele ponderar la oscura lógica que prima en Tribunales, se consolida cuando abre la oreja a las víctimas, rehusando el huidizo rebusque de hurgar sólo entre papeles o entre libros.
Los magistrados hablaron poco y escucharon mucho. Según comentaron a este diario asistentes a la audiencia, se les contó por ejemplo:
- Que la semana en que Patti salió de la cárcel tras validarse su diploma fue cruel para las víctimas, sus hijos y para los testigos, sacudidos por un renovado temor. Que los querellantes se sienten responsables por ellos.
- Que es sabido que, si Patti resulta electo, pedirá la excarcelación lo que abriría una disyuntiva espantosa. Si se le hiciera lugar, tendrían que ir (otra vez) a requerir su desafuero. Y si, como corresponde, se le niega salida porque los fueros no son retroactivos, su candidatura sería virtual, por no decir testimonial.
- Que resulta extraño un candidato llamando desde un teléfono público de un penal para hacer campaña.
- Que es chocante que la ciudadanía esté tan preocupada por si una candidata figuraba en la guía telefónica y no por la legitimidad de un procesado, con dos expedientes por crímenes atroces elevados a juicio oral.
- Que a las víctimas querellantes les es imposible entender que alguien que reconoció en un programa de televisión que cometió tres ó cuatro homicidios (hecho probado en la causa) pueda ser candidato de la democracia.
- Que la abuela de Manuel, que tantos años estuvo buscando a su nieto, murió sin ver a Patti detenido, tras atravesar más de treinta años de impunidad.
- Que les resultaba esquizofrénico que con diferencia de días, la Cámara Federal de San Martín negara la excarcelación de Patti por su peligrosidad, mientras la justicia electoral lo validaba como candidato.
- Que percibían que era demasiado lo que se esperaba de los deudos: querellar, investigar, impugnar, desaforar. Una y otra vez.
Sus señorías atendieron, agradecieron la comparecencia. Juana Muniz Barreto le transmitió a este diario la emoción y la contención que le significó la audiencia. “Quedamos exhaustos, por la emoción y el esfuerzo”, acotó.
Ahora, les cabe a los camaristas arbitrar justicia. La solución no es lineal porque la historia argentina no lo es, porque el Estado argentino (y con él la sociedad) están en falta. El terrorismo de Estado se prolongó merced a leyes, normas y prácticas inicuas que negaron derechos básicos a las víctimas. Se consagró un contexto de impunidad a través de normas que fueron luego declaradas nulas e inconstitucionales. Simplificando apenas, el estado de derecho interrumpió su tutela a los ciudadanos en dos ocasiones: cuando segó vidas y biografías, cuando impidió con medios ilegales buscar verdad y justicia, procesar y, llegado el caso condenar.
Fallar un asunto como éste dando por supuesto que siempre rigió el estado de derecho es una falacia, amén de una negación de normas legales vigentes, emanadas de los tres poderes del Estado. El contexto de impunidad no puede ser salteado con ligereza o negado. Esa terrible peculiaridad debe ser valorada cuando se resuelve la cuestión. De eso deberá hacerse cargo la Cámara, si quiere pasarle cerca a su misión de hacer justicia.
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En su apelación los abogados del CELS, representando a la querella, definieron en términos técnicos la magnitud del dilema, inédito, hijo de la privación de derechos que fue la regla durante décadas. Lo que pide, con razón y fundamento, es “centrar la discusión en determinar si una persona procesada y sobre quien existe pruebas suficientes de participación en graves violaciones a los derechos humanos cometidos durante la última dictadura militar, puede participar, como candidato a diputado, de las próximas elecciones”.
El derecho político de cualquier ciudadano a ser elegido (“sufragio pasivo”) es importante, de interpretación amplia y digno de tutela.
También lo son los derechos de las víctimas y la necesidad social de castigar a autores de delitos imprescriptibles.
Es central el compromiso público consagrado en tratados que tienen rango constitucional. Como expresaron los letrados del CELS: “Es el Estado argentino, a través de todos sus órganos (ejecutivo, legislativo y judicial) y en todos sus niveles (nacional, provincial, municipal), quien tiene que agotar todos los esfuerzos para el desarrollo de las medidas necesarias para separar de sus funciones públicas a los responsables por delitos de lesa humanidad”.
El proceso de impugnación iniciado contra el candidato Patti no es más ni menos que una variante para el cumplimiento de esta obligación ineludible del Estado argentino.
Es remanida la frase “los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás”. Ninguna ley nacional la menciona, porque es una simpleza (propia de versiones vulgares) y, a menudo, una falacia. Los derechos no encastran como un Lego: a menudo, chocan. Contienden, se excluyen. La función judicial no es traducir un silogismo ya escrito: la ley como premisa mayor, el caso como premisa menor, la reducción de lo general a lo particular. Con asiduidad, sentenciar es jerarquizar valores, no en forma discrecional sino fundada en reglas lógicas, legales y morales.
El derecho del ciudadano Patti es amplio, debe ser contemplado con generosidad, por así decir. Pero ningún derecho, obligación o garantía establecido por la Constitución es absoluto. Los antecedentes personales de Patti, su conducta archiprobada, sus propias palabras, autorizan a hacer en su atroz caso una excepción, fundada en valores superiores.
La Corte Suprema misma, alguna vez, ejercitó esa alternativa. Le negó a Romero Feris la posibilidad de ser senador ponderando condenas no firmes en su contra. En el proceso penal, primaba aún la presunción de inocencia. Con un criterio equitativo y ajustado al caso, se le podía restringir su derecho político, en aras de un fin superior.
Es cierto que el Congreso está en mora: debió dictar una ley que excluyera la elegibilidad de represores con procesos avanzados, se ralentó penosamente ese trámite. Pero la desidia o lentitud de un poder del Estado no habilita o excusa la de otros. Todos tejieron la trama de impunidad, también los tribunales. La falta de una regulación específica no dispensa al Poder Judicial de su obligación (ya se dijo, constitucional): “desarrollar los esfuerzos y medidas necesarias para determinar la separación de personas sospechadas de participación en graves violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar”.
Huelga insistir, respecto de Patti sobran pruebas, tantas que hasta puede estar condenado el 10 de diciembre, día de la asunción de los legisladores que se elijan el 28 de junio.
Otro lugar común debe ser desechado, no hay dos medias bibliotecas en conflicto. Hay una situación única, producto de la barbarie estatal, luego reconocida pero todavía no reparada. Ante ese intríngulis estará la Cámara que mostró una hidalguía (inusual entre los togados) admitiendo la voz de las víctimas, sin cobijarse en la mediación siempre alienante de planteos letrados o textos escritos.
Ojalá su sentencia esté a la altura de esa conducta, que merece subrayarse una vez más.
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