Lun 29.06.2009

EL PAíS • SUBNOTA  › GABRIELA MICHETTI

La iconografía de la silla

› Por María Moreno

Era un voto cantado, será que las encuestas, lejos de calcular, inducen: Gabriela Michetti salió diputada. Y el protocolo periodístico indica currículum vitae narrado y nuevas interpretaciones sobre la iconografía de la silla con que los semiólogos de salón comenzaran a dar la lata desde poco antes de que ella fuera elegida vicejefa de Gobierno.

Marta Gabriela Michetti nació en Laprida el 28 de mayo de 1965 (al “Marta” lo dejó en el camino por razones de síntesis). Hija de médico y maestra, valor fundamental en el prestigio de pueblo, pasó por el colegio siendo abanderada y depositaria familiar de una esperanza de éxito social que sólo podía depararle Buenos Aires. Muchos años más tarde, agitando como suele hacer, una mitología simpaticona, Gabriela Michetti contó en un video que a la vocación política se la había profetizado un chicle Bazooka. Pero empezó por estudiar Relaciones Internacionales en la Universidad del Salvador, en donde se recibió con una especialización en Comercio Internacional y Negociaciones. Luego fue consultora en conflictos comerciales en el marco del Entendimiento de Solución de Diferencias de la OMC: ya desde estos títulos se notaba que Gabriela era grupal. La escena fuerte de su vida fue el accidente que sufrió en noviembre de 1994 y le quitó la movilidad de las piernas. Allí se armó dramáticamente la gestalt con la que desarrollaría su carrera política: una mujer joven y bella –la melena neohippie atada para dejar la cara al descubierto– sentada en una silla de ruedas manual. Aunque su imagen positiva para el electorado quizás haya comenzado a gestarse no en la tragedia personal sino en la colectiva: cuando como legisladora integró la Comisión Investigadora del incendio de la Disco Cromañón que culminó con la destitución de Aníbal Ibarra. Se casó con el periodista Eduardo Cura, abocado un tiempo al proyecto “Gran Hermano” del que se divorció mucho antes de que ella participara en “Gran Cuñado”. Tiene un hijo batero: Lautaro.

La madonna de la silla

La silla de ruedas de Michetti, tantas veces leída como una invitación a la cortesía, cuando no al respeto accesorio que la corrección política exige para las personas con distintas capacidades, desliza una cadena de asociaciones por las cuales a Michetti se la vería como aliada natural de diversos grupos discriminados pero también abre el archivo de las series televisivas míticas en donde la justicia era representada por Perry Mason y evoca la potencialidad de milagro: ese levántate y anda jugado en las puestas en escena evangelistas de curación por la fe. Además, en un país que sólo parece perdonar a las mujeres en el poder si vacían su imagen de todo contenido erótico –mejor si la maternalizan por gordura– la silla atenúa el efecto seductor de esta flaca mona aún vigente en el mercado de los encantos.

Cada vez más existe un consenso por el que el ejercicio del poder exige una soltura tranquila, esa cara de poker, indicio de que el control empieza por casa: con el autocontrol. De Hitler a Fidel pasando por Ubaldini, las pasiones han sido archivadas. Y esa exigencia tal vez ignore que lo que demanda proviene de cuando la aristocracia detectaba el poder con un mínimo expresivo fruto de la impunidad: un chasquido de dedos para ordenar una ejecución, un leve enderezamiento de la peluca antes de subir a la guillotina. En consecuencia, los Kirchner son menos cuestionados por su política que por adjetivos que les imputan beligerancia, crispación, prepotencia. La agresividad que estalla en gritos, que se sale de la caja dictada por los diseñadores de imagen y se asocia a la burguesía estridente, a la negrada fuera de quicio, a la música fuerte del inmigrante amuchado, es menos repudiada por sus contenidos que por su mera existencia. El poder debe conservar las maneras –habría que recordar aquí como la Junta Militar no se mostraba jamás agresiva, el desafío de su inexpresividad deliberada durante los juicios–. Y Michetti moja de ese repudio a la inmoderación con su retórica integrista, su lenguaje empapado de dulzaina psicológica –”interactuar” es su palabra divisa–, llegando a convertirse en el factor ecológico de la política PRO, humanizándola.

Por eso las defensas de Michetti no refutan, integran: cuando se la acusó de su ausentismo en Legislatura –la vicejefa debe presidir la sesiones y ella faltó el 98,71 por ciento de las veces–, respondió que era una estrategia de su bloque y no una infracción al reglamento y a la Constitución, al exabrupto de Macri cuando gritó que se creía la Madre Teresa le sacó la ironía para decir, “Tiene razón Mauricio, no soy la Madre Teresa”, aunque en medio de su intervención en “Gran Cuñado” volvió a identificarse con la monja para millones.

“¡Qué guacha!”

Según el sociólogo Richard Sennet, el signo de los tiempos es que los conflictos políticos son interpretados en función de la actuación de las personalidades políticas, la credibilidad de éstas en lugar de sus realizaciones, sus estilos en lugar de los textos que pronuncian. Estamos en la era del carisma. Y a la escena paradigmática del carisma en acción, Sennett la sitúa el 24 de febrero de 1848, en París, cuando el poeta Lamartine hipnotiza a una multitud de obreros en revuelta con una espontaneidad cuidadosamente ensayada que incluía insultos, provocaciones y declamación. Lo que resultaba seguramente impensable en esa época era que un bufón callejero se pusiera al lado del hipnótico orador y le robara barricada para remedarlo, superándolo en éxito frente a la turba, ya que el carisma era –y sigue siendo– precisamente lo inimitable.

La concurrencia de candidatos a “Gran Cuñado” –algunas encuestas le calcularon el 15 por ciento de influencia en la votación– recibió críticas de corte moral pero sobre todo utilitarias: sembraría la confusión entre ficción y realidad, entre original y copia –la crítica postmoderna jaquea puntualmente esas distinciones–, y así como durante una caminata de campaña no faltó quien le dijera al De Narváez original lo bien que salía con Tinelli, ¿cómo evitar que a la hora del cuarto oscuro algún despistado buscara inútilmente en la boletas el nombre de Ana Martínez o de Roberto Peña o, al mirar la fotos de los candidatos, sospechara una imitación? Contar a favor con la audiencia de Tinelli deja traslucir una concepción de lo que antiguamente se llamaba pueblo como esa masa comprable con empanadas y vino, la misma que se abalanzaba sobre el actor que hacía de sargento Chirino en las representaciones provinciales de Juan Moreira del circo criollo.

Showmatch, heredero de Videomatch, es un programa de entretenimientos en donde lo que se premia insistentemente es el titeo y la tomada de punto y en el que, de concurrir, la estrategia de mínima es bancársela y la de máxima asumirse en víctima activa: promueve un escarnio con voto en el que la dimensión trágica contemporánea queda asociada a perder en masa. La tinellización de la campaña sustituyó las estrategias electorales tradicionales de enganchar minorías con medidas antidiscriminatorias –esta vez fueron la CHA (Comunidad Homosexual Argentina) y la Falgbt (Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans) quienes pidieron compromiso a los candidatos– y la de enunciar planes concretos de gestión, seguramente menos por razones éticas que por los costos a largo plazo de su incumplimiento: parecer el o la más banana se convirtió en la consigna de competición, dentro y fuera de set, convirtiendo un ideal retro de barrio en política nacional.

De paso: Michetti se opone a la despenalización del aborto y al casamiento entre personas del mismo sexo. En su derecho a réplica de “Gran Cuñado”, Michetti eligió la estrategia de bancársela con el módico riesgo de cantar cambiada una letra de Pedro y Pablo. Se dejó llamar “guacha” por Tinelli cuyo titeo fundamental fue señalar la ausencia en los spot partidarios de Felipe Solá y mantuvo su habitual soltura tranquila al explicar largamente y con abundantes y pedagógicos movimientos de manos la topología de candidatos PRO para luego concluir que “Felipe es el segundo por la lista de la provincia y tiene sus propios spots”. Pero como el Showmatch de la vida tiene los mejores argumentos, sin que nadie pueda cobrar derechos de autor, Michetti, una de las caras promovidas por el slogan “Jugá limpio”, soportó últimamente el escrache de alimañas en campaña –cucarachas, moscas y otros insectos autodeclarados irónicamente “PRO”– creados por Greenpeace por haberse incumplido la Ley Basura Cero, ya que el enterramiento de desperdicios en 2008 terminó superando en un 14,5 al de 2007. A lo que se sumó una inédita propuesta de tintoreros que le reclamaron el cierre de 800 tintorerías en beneficio de la cadena 5’a sec, perteneciente a su hermana Silvina. Para colmo, iniciada la veda –y esto no escapó a las insinuaciones periodísticas– se difundió una foto del matrimonio Kirchner junto a Jorge Rivas, el diputado socialista que quedara tetrapléjico luego de un asalto en noviembre de 2007. Mientras la silla de Michetti ha sido interpretada como signo de autosuperación personal y una suerte de tabú visual que moderaría las agresiones de los contrincantes políticos, la silla de Rivas es un icono en tiempo presente de voluntad indeclinable ante un acontecimiento que no sólo le paralizó las piernas, sino el habla misma, cuando la oratoria es inseparable de la actividad de diputado, y es la prueba máxima de la responsabilidad militante y la negativa a entregarse a un destino de límites. El no ha sido como Michetti, el agente involuntario de su situación, sino la víctima. En la sociedad del espectáculo la multiplicación neutraliza la fuerza de un fetiche publicitario, por más trágico que sea, la tragedia no se respeta: se edita.

Los anatemas dirigidos a Michetti ubicándola a la derecha fueron una estrategia torpe no porque esa categoría hubiera caducado –ella suele desestimarla como una antigualla de los tiempos de la Guerra Fría– ni porque no se hizo una pedagogía de su nueva configuración, sino porque se naturalizó que “de derecha” era un calificativo malo para las mayorías, a pesar de que tantas aventuras electorales pusieran en duda esta creencia.

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