Mié 08.07.2009

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Más barato por docena

› Por Mario Wainfeld

Llegaron cambios de gabinete a granel, en el breve plazo de nueve días. Tantos que será imposible, en este primer abordaje, hacer un balance a fondo (o un balance, a secas) de la gestión de todos los que se fueron. La observación más básica es que la presidenta Cristina Fernández aceptó que debía hacerlos, más allá de la forzosa respuesta negativa que dio en la conferencia de prensa del día después. Produjo la movida interna más numerosa de las dos administraciones kirchneristas: nunca hubo tantos relevos al unísono.

La palabra “relevos”, en sus dos acepciones, habilita la segunda observación. Según el diccionario, “relevo” es cambiar una persona por otra o “reemplazar (...) a otro de su mismo equipo”. La abrumadora mayoría (incluida dentro de ella, los tres ministros) cambia de oficinas, no de condición. Casi todos son enroques, no llegadas. Un solo funcionario de esta camada accede desde la sociedad civil. Los otros provienen del riñón, no de fuerzas políticas aliadas, ni siquiera (como el flamante titular de Salud, Juan Luis Manzur) de un gobierno provincial. Se mezcla la baraja sin agregar naipes nuevos.

Vaya la tercera observación, por orden de enunciación. En orden de importancia podría hasta ser la primera. Si, entre tantas transiciones, se sostiene tozudamente a Guillermo Moreno, la traducción colectiva será que nada cambió. La permanencia del megasecretario es, a esta altura, una tozudez exclusiva de Olivos, un desaire al veredicto de las urnas. Aun una mayoría amplísima de los cuadros del Gobierno ansía que se vaya, pues se ha convertido en un obstáculo para la gestión, un casus belli con toda la opinión pública. Pocas personas que simpatizan con el Gobierno acompañan su obcecación, a esta altura una exclusividad pingüina. O ni eso: el propio Julio De Vido, chimentan en Palacio, pregona que se le debe dar salida. “¿Qué defendemos? ¿Un modelo o a una persona que cotidianamente lo desdibuja, más allá de sus palabras o de sus intenciones?”, discurren en voz baja ante el cronista gobernadores, ministros, secretarios y primeras espadas parlamentarias oficialistas. Ayer a la noche, un par de ellos arrimaba una ilusión: Moreno no quiso irse con Ricardo Jaime, quien (a diferencia del Súper Secretario) huyó salpicado por denuncias de corrupción. Tampoco mezclado en el tropel de ayer. Pero en pocos días se le aceptará la renuncia, acaso lo haga Boudou en una de sus primeras acciones.

¿Y si no lo hiciera? El ministro de Economía nacería herido en su autoridad, como les pasó a sus precursores, de Felisa Miceli en adelante, cuyas competencias estuvieran limitadas por las de Moreno.

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Dos que salen: Carlos Fernández fue un ministro obediente, de perfil penosamente bajo. Su mudez, grata al concepto presidencial, fue un “error de comunicación”, una de las varias concausas de la derrota del 28 de junio. La pérdida de voceros de calidad, capaces de armar agenda y construir autoridad en la sociedad fue un déficit creciente del kirchnerismo. La comparación del primer gabinete de Néstor Kirchner con los de la presidenta Cristina revela que esa flaqueza se acentuó permanentemente. El formato se avenía a la personalidad de Fernández, un caballero y un hombre honesto que quizá debió rehusar el cargo de entrada.

Sergio Massa es más locuaz y extrovertido, sí que en un registro cool que lo diferencia negativamente de dos Fernández: su predecesor Alberto y su sucesor Aníbal. Crecientemente extrañado del “centro de operaciones”, con escasa potencia para agregar valor en el ágora, “Massita” retorna a la intendencia de Tigre, cuentan que es su anhelo. También es real que en Olivos cayeron mal la campaña de su esposa, Malena Galmarini (con profusión de publicidad con colores propios, sin señales de los del FPV), y la diferencia que su boleta le sacó a la de Kirchner.

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“Amado”: Los ministros designados ayer capacitan para intentar cubrir un punto flaco del Gobierno: el de la palabra. Amado Boudou se mueve con eficacia ante micrófonos y cámaras, menester que (es patente) le encanta. Es presentable, joven, mantiene un tono didáctico y cortés. No parece un peronista explícito, quizá porque no lo es. Formado en el CEMA, el think tank de la peor derecha económica del país, adviene para kirchnerizar el Gobierno. Es moneda corriente sindicar a los peronistas como mutantes; he aquí un caso similar entre los liberales.

Como fuera, morará en el quinto piso del Ministerio de Economía un protagonista idóneo para explicar sus medidas, complacer a los medios y hasta tratar bien a los periodistas. Es un avance, en el sentido que marca el tablero. Está por verse si “Amado” (como le dicen en Olivos, en la Rosada y en los quinchos K desde que el hombre escaló posiciones en cuestión de meses) da la talla exigida hoy y aquí para ejercer su cartera. No le alcanzará con lucirse en las entrevistas, deberá lidiar con corporaciones fuertes, replicar a voceros de intereses poderosos, convencer a una sociedad descreída. Esa es la talla de un gran ministro, de primera “A”. Está por verse si Boudou asciende a esa categoría, mientras juega el partido.

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“Aníbal”: Massa, que alardeó de ser un pragmático sin ideología, era demasiado “líquido” para este oficialismo. Aníbal Fernández, a su vez, tiene un perfil más “peronista-peronista” que los Kirchner a quienes acompaña desde su ingreso a la Casa Rosada. Pero ha sido un “cinco” que corrió toda la cancha, transpirando la camiseta del oficialismo.

Fernández es un funcionario con más garra, más versación temática, más capacidad de estudio y de trabajo que el jefe de Gabinete que se va. También un fighter ante los medios. Hasta ahí, todo parecería ganancia. Pero, a los ojos del cronista el flamante ministro-jefe carga una pesada mochila, en esta coyuntura. Lleva siete años en el centro de la escena, desde el comienzo de la gestión de Eduardo Duhalde. Algo se ha desgastado en tanto tiempo, dejó jirones en surtidas batallas. Su elevación a un puesto más visible parece contrariar el cansancio que exhibió el voto ciudadano. Quizás el voto castigo fue más para el Gobierno, para sus caras, sus gestos, su estilo, sus modales y hasta sus tics que para “el modelo”. Si esa hipótesis es certera, el rostro del quilmeño, sus ocurrencias, su voz (trillada por cien imitadores) no serían la herramienta más apta para reconciliarse con la mayoría perdida o para encarnar una nueva etapa.

Se habló aquí de los dos relevos más pimpantes, quedará para días ulteriores analizar la salida de José Nun, la llegada del joven Mariano Recalde a ligas mayores, el peso específico de Julio Alak para el tremendo ministerio que se le encomendó, que lo pone frente a dos corporaciones duras de arrear, la judicial y la policial.

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Sabor a poco: Un relato memorable de Edgar Allan Poe refiere cómo un pillo escondió una carta robada poniéndola a la vista, junto con muchas otras. Un cuento de Gilbert K. Chesterton habla de un militar que para esconder un asesinato inventa una batalla fatal para su ejército, de modo de esconder un cadáver entre cientos. El cronista evoca estas ficciones, pues en nuestra historia (hasta hoy) parece que se esconde una continuidad esencial, en un ostensible bosque de variantes. Hasta acá, una mudanza gigantesca tiene sabor a poco. Con Moreno intacto, pareciera que se cambió mucho para que todo siguiera igual.

La cantidad pierde dimensión, pues la contrapesa la “rekirchnerización” del gabinete, la decisión de no remozarlo, el sostenimiento de su figura más chocante. Las urnas pidieron innovación, queda en duda si lo hubo. Los protagonistas escogidos diluyen la señal. Su desempeño corroborará o rectificará esta lectura inicial.

El kirchnerismo tiene un reflejo atávico, no ceder a lo que se le pide, no dejar “que le tuerzan el brazo”. Frente a los adversarios, vaya y pase, aunque eventualmente prima el capricho sobre la lógica de poder. Pero la obstinación es un pelotazo en contra cuando el reclamo viene del pronunciamiento popular, comprendido aún por buena parte de sus partidarios, funcionarios y parlamentarios. En los días por venir se verá si sostener a Moreno fue un amague para manejar los tiempos (como la inicial negativa de la Presidenta a los cambios de gabinete) o la persistencia del modo de gobernar que recibió un revés en las urnas.

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