EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Sandra Russo
Nos casábamos ese día, 3 de diciembre, a las dos de la tarde. Nos despertamos temprano, por los nervios. Vivíamos en la Boca y nos casábamos en el Registro Civil de la calle Rincón. No encendimos la radio hasta media mañana. El sol ya estaba a pleno, pero queríamos saber cuánto calor iba a hacer ese día. Fue entonces que nos enteramos.
El levantamiento carapintada que lideró Seineldín yace en mi memoria con la confusión con la que fue vivido. Me casaba. La primera y la única vez. Y del nerviosismo de aquel día recuerdo menos el arroz que los disparos que se llegaban a escuchar cuando íbamos de La Boca a San Cristóbal.
El Gallego era fotógrafo, así que la mitad de nuestros invitados eran fotógrafos. No fueron porque estaban cubriendo el levantamiento. Todos nuestros amigos trabajaban ese día. Algunos vinieron, pero muy pocos. Mi casamiento quedó impregnado de familiaridad, de parentela. Pero las familias se conocían ese día. Con el Gallego habíamos fantaseado que sería más fácil el encuentro mezclado con los amigos. Pero como hubo levantamiento, las tías charlaron con las consuegras y las cuñadas.
Creo que debe ser porque el casamiento para uno es muy importante, pero no me acuerdo casi de nada. Miré ese levantamiento detrás del vidrio de mi gran día, aunque es evidente que sabía dónde estaba: el nombre de Seineldín ya daba miedo desde hacía unos cuantos meses. Yo tenía una compañera de facultad que tenía un hermano en el Ejército. Ella era lesbiana y él no le dirigía la palabra desde hacía unos años. Pero unos días antes de mi casamiento (y del levantamiento) la había ido a ver para decirle que se fuera del país, que esta vez iban a cerrar los aeropuertos y que por su condición sexual y por su seguridad era mejor que se fuera del país.
Todavía tengo sus copas de cristal. En una semana con su compañera levantaron la casa y remataron todo. Me quedé con media docena de copas de cristal. Esas copas también derramaban el miedo que inspiraba Seineldín. Quizá la sonoridad del apellido, algo oriental, contribuyó a que ese nombre fuera una amenaza tan filosa durante largos meses. Un apellido como un látigo contra la democracia.
Pero uno el día en que se casa no piensa en la democracia. Cualquiera tiene derecho a no pensar en la democracia el día en que se casa. Aunque fuéramos dos veinteañeros con un par de convivencias encima, aunque no nos casáramos por iglesia, aunque nuestras familias no se conocieran. El día en que uno se casa, sea en las circunstancias que fueran, uno tiene derecho a inflarse de intimidad, a reducir el mundo a sus sentimientos, a disfrutar cada milímetro de esa decisión tan radical. Y si fuera en la democracia, vaya y pase. Si me hubiera pasado el día de mi casamiento reflexionando sobre la democracia, bueno, me las hubiese ingeniado para encontrarle su parte libidinal a un sistema con el que había soñado toda mi adolescencia. Pero no. Todo el día de mi casamiento me lo pasé pensando en Seineldín.
Después del almuerzo nos fuimos en nuestro desvencijado Renault 9 a Villa Gesell. Dios, qué psicobolches. Pero ésa era nuestra luna de miel. Me he pasado la vida viendo películas en las que los novios, después de la fiesta, se ponen ropa de calle y parten hacia Hawai, y en la vida real he conocido pila de novios que pasaron la luna de miel en las Cataratas. No fue mi caso. El auto no tenía radio. Estábamos tan histéricos porque no sabíamos si había o no golpe de Estado que parábamos sistemáticamente en cada estación de servicio, taller mecánico, kiosco, despacho de bebidas o similar que encontramos en las rutas argentinas. Nos turnábamos para bajar del auto y preguntarle a cualquiera si había novedades sobre el levantamiento. Tardamos veinte horas en llegar. Y dos días en reponernos del estrés.
Creo que además de la que nos quedó debiendo a todos, a mí Seineldín me quedó debiendo otra.
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