EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
La asignación por hijo es uno de los avances institucionales más relevantes de las últimas décadas, lo que no dispensa (más bien agrava) ciertos errores o límites del decreto 1602/09 que la implementa y los desafíos de su reglamentación e implementación. En el primer nivel de la Rosada, la Anses y los ministerios sociales hay optimismo pero menos voluntarismo que en los primeros días. Cierta sobreestimación de las potencialidades de la informática indujo a algunos funcionarios a suponer que la carga de beneficiarios sería casi automática y muy veloz. En la práctica, es más complicado. Son pocos los planes sociales precedentes que tienen cargados a los potenciales beneficiarios y a la cantidad de hijos a su cargo. El plan Familias paga por cápita y la adecuación es inmediata. En cambio, en el Jefas y Jefes de Hogar, cuyos beneficiarios trasvasan en su totalidad al nuevo beneficio –sólo exigía un hijo o más–, no hay inventario del detalle de los grupos familiares. Otro programa de ingresos, el Programa de Empleo Comunitarios (PEC), nacido durante la presidencia de Duhalde y prorrogado en el kirchnerismo, no tiene como requisito de otorgamiento ser padres de familia, es muy discrecional. Así las cosas, será necesario citar a los beneficiarios de esos dos programas y recabar la información sobre su núcleo familiar. Los JJDH son alrededor de 380.000, el total de los titulares de PEC (cuyo discernimiento es discrecional) no se informa con precisión pero todo lleva a concluir que son algunos más. Así que la convocatoria –seguramente más de 800.000 citaciones– insumirá su tiempo. Y quedarán pendientes los ciudadanos que no perciben ningún aporte estatal, más difíciles de detectar y convocar.
El ala optimista racional del Ejecutivo, por darle un nombre, cree que en una primera tanda (digamos en diciembre o enero) el ingreso universal llegará a dos millones de menores y que el universo general (aún indeterminado por falta de datos, pero que se supone mayor al doble, tal vez el triple) se estará cobrando a mediados de 2010.
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El texto legal –ya se mencionó en columnas anteriores– adolece de defectos que resienten su espíritu universal. La reglamentación, eventuales modificaciones legales y la implementación deben orientarse a suprimir esa carencia. Ya se dijo, un defecto básico es restringir el beneficio a los trabajadores informales que ganen por encima del salario mínimo vital y móvil. “No son muchos –se atajan en la Anses–, el noventa por ciento de los que cobran en negro no llega al mínimo.” Y –agregan desde esa repartición y desde la Rosada– la limitación busca frenar fraudes realizados por autónomos que trabajen en negro y ganen fortunas. Ese virtual fraude hormiga debería precaverse con otros recursos (por ejemplo, cruzando datos sobre propiedades o viviendas alquiladas) y no castigando a hijos de laburantes humildes que podrían quedarse afuera por un prurito exagerado.
El decreto, como destacó en Clarín el sociólogo Aldo Isuani (ex funcionario aliancista), tiene otra falencia, que es no establecer con todas las letras que la asignación será igual a la contributiva que reciben los trabajadores formalizados. Se las iguala hoy día, por coincidir su importe actual, pero el principio universal sólo quedará consolidado si se legisla que esa equiparación es de derecho y no de hecho.
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En el trajín cotidiano aparecen otros bretes, que es imperioso salvar. Un veinte por ciento de la mensualidad a percibir se deposita en una cuenta diferente y su cobro se supedita a acreditar la escolaridad de los chicos mayores de cinco años, “en establecimientos educativos públicos” (artículo quinto, inciso e). Esa letra excluye a los pibes que concurren a escuelas privadas, casi todas parroquiales. Hay muchas en la Argentina, reciben importantes subsidios estatales, que les permiten acoger a menores gratuitamente o contra cuotas mínimas. Muchas familias de sectores populares acuden a ellas. Se puede discrepar con esa tutela (el cronista está en el nutrido colectivo que lo hace) pero, dado que existen y son incentivadas por el Estado, es inequitativo segregar a los hijos de personas de escasos recursos que se educan ahí.
Otra polémica, más vasta, se refiere al alcance de la disposición que sanciona a los padres que no aportan los susodichos certificados. ¿Pierden esa parte del beneficio o todo? El cronista coincide con la ONG especializada Redaic (Red argentina de derecho ciudadano): el carácter punitorio de la exigencia es desmedido. La responsabilidad es de los padres, el sancionado es el hijo. La finalidad de esos requerimientos, redondea con razón Redaic, debe ser la detección y la solución de los problemas, no la sanción económica. Como el decreto impone un castigo, éste debería ser restringido a la suma menor, para minimizar el daño injusto. La cuestión se debate entre los funcionarios que elaboran la implementación y la regulación. Las razones de los bandos son imaginables: el criterio fiscalista o punitivo de un lado, el universal y la equidad del otro. La solución no debería ser difícil pero está pendiente.
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La maraña de planes sociales que conviven en la federal geografía argentina añade entuertos no previstos. En Santa Fe hay empleados públicos que reciben una asignación familiar de 80 pesos; sus pares misioneros sólo llegan a 30 pesos. ¿Quién y cómo se hará cargo de esa diferencia entre esa cantidad y los 180 pesos? Los respectivos gobernadores, el socialista Hermes Binner y el peronista Maurice Closs dejaron en claro que sus arcas no dan. Item imprevistos como ése surgen a diario, consecuencia de la urgencia del decreto y la falta de información cruzada entre diferentes jurisdicciones.
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El texto legal tiene lagunas, la reglamentación y la implementación pueden ahondarlas o minimizarlas. La burocracia estatal, según Max Weber y según cualquier persona de a pie que fatigue mostradores, suele concentrar poder poniendo trabas al administrado. En este caso, es sustancial que en lo escrito y en las directivas “bajadas” desde los órganos de aplicación, se haga carne la vocación universal de la asignación, como criterio orientador para resolver las dudas y los conflictos.
Se ha puesto a rodar un nuevo derecho ciudadano, con un presupuesto formidable. La cifra a recibir por cada hijo es casi equivalente a la que le toca a un grupo familiar en el “Bolsa Familia” de Brasil. La proporción de beneficiarios según la población es la más alta de América latina. El impacto en la indigencia será alto, lo habrá incluso en la pobreza y en el incremento del PBI. Todos esos alicientes interpelan al Estado, cuyas capacidades de ejecución siempre son dudosas. Desde la provisión expeditiva de millones de certificados de salud y educativos hasta la cantidad de vacantes en las escuelas, hasta el pago en tiempo y forma, hasta la justa interpretación cotidiana de la regla legal.
“Tendrá defectos y carencias, pero en medio año llegaremos al noventa y cinco por ciento de los chicos pobres”, afirman funcionarios comprometidos y avezados. Seguramente exageran algo, a más. En todo caso, si los plazos y los números fueran correctos, quedaría pendiente la misión de no dejar a ningún pibe afuera. Claro que esa deuda será más sencilla de saldar si el ingreso a la niñez se difunde velozmente.
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