EL PAíS • SUBNOTA
El jarrón roto. Era casi el mediodía en la Sala Clementina y los guardias suizos, los obispos, los invitados de las delegaciones y hasta los empleados de la oficina de prensa del Vaticano se preparaban para observar a Benedicto XVI ingresar al salón del Palacio Apostólico. De pronto, cuando el auditorio esperaba ver ingresar a Joseph Ratzinger, un estruendo sobresaltó a todos. Algunos tardaron en darse cuenta de qué había pasado. El ruido provenía del fondo de la sala, donde estaba un grupo de periodistas, algunos argentinos, otros hispanoparlantes; entre ellos Página/12. Enseguida se descubrió el causante del estruendo. Un enorme florero de cerámica de color terracota se había roto en varios pedazos. Desde ese momento y hasta el final de la cobertura, la broma de la jornada pasó a ser quién había sido el responsable del accidente. El causante –un colega con muchos años de acreditado– no tuvo problema en reconocer la autoría del hecho. Con soltura y bonhomía, contó que se había sentado sobre el recipiente porque estaba cansado.
La queja de Caputo. Era el canciller de Raúl Alfonsín cuando se firmó la paz con Chile, después del plebiscito. Hoy es un consejero especial de la Organización de los Estados Americanos y escribe un libro “sobre los primeros años del kirchnerismo”. Ayer, en una nota de radio, Dante Caputo dijo que siente “que deberían haberme invitado al Vaticano”. Y que no hacerlo fue “lo menos”. En Roma nadie pareció preocupado por el tema.
El restaurante de Benedicto. Se lo puede ubicar a pocos metros de la Puerta de Santa Ana, una de las cuatro entradas y salidas del Vaticano, no muy lejos de donde la famosa guardia suiza tiene su cuartel. Se trata de un restaurante tradicional italiano, para nada lujoso, que exhibe en sus paredes varias fotos de Benedicto XVI. Desde sus tiempos de cardenal, Joseph Ratzinger solía frecuentar el restaurante para disfrutar de la “tradicional comida italiana”, lo que equivale a decir lasagna, gnocchi (ñoquis), tiramisú, por nombrar varias. El restaurante suele recibir visitas periódicas de los periodistas acreditados en el Vaticano: desde vaticanistas de la RAI hasta acreditados de medios extranjeros.
Los nuevos fititos. En la Argentina, la imagen del primer auto para quienes fueron jóvenes en los ’60 podía ser el famoso Fiat 600, el viejo y conocido “fitito”. Otra opción era la “ranita”, el Citroën. Pero la alternativa italiana siempre fue el Fiat 600. Muchísimo tiempo después, recorrer las calles de Roma permite encontrarse con las nuevas versiones de aquellos autos pequeños. Los nuevos “fititos” ya no son baratos, aunque sí prácticos para estacionar en medio del caos de tránsito que caracteriza a la capital italiana: los modelos que más se repiten son el Mini Cooper –muy codiciado en Buenos Aires– y el Smart, un vehículo incluso más pequeño fabricado por Mercedes Benz y producido en Francia.
El paraíso de los mods. Quienes hayan visto alguna vez la película Quadrophenia, protagonizada por un muy joven Sting y filmada a partir de la música del grupo inglés The Who, recordarán las peleas que enfrentaban a mediados de los ‘60 a las tribus urbanas de la Inglaterra de aquellos años: por un lado estaban los mods, del otro los rockers. Identificados por sus camperones militares, su gusto por la música negra y su pasión por las motitos Vespa, los mods caracterizaron toda una época de la cultura joven. Cuarenta años después, las calles de Roma parecen haberse convertido en un revival de aquellos fanáticos de las motos de estilo italiano. La profusión de motos tiene una explicación, más allá de la pasión por el diseño Vespa: son la forma de transporte más práctica –y a veces hasta la más rápida– para llegar de Trastevere a Villa Borghese, desde Piazza Spagna hasta el Castel Sant’Angelo.
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