EL PAíS
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Nada que festejar
› Por Horacio Verbitsky
Quien fuera el más excéntrico de los comandantes en jefe de la dictadura pugna por escapar del infierno al que Neruda condenó a Franco, insomne por la eternidad mientras millones de ojos de sus víctimas lo observan. Hasta ahora sólo lo lograron el aviador Agosti y el militar Viola.
Su hermano mayor nació en Italia, de donde llegó de la mano de sus padres. Al poco tiempo nació él, primer argentino de la familia. La carrera militar fue su vía de ascenso social. Ni antes ni después de él un marino se atrevió a disputar la hegemonía histórica del Ejército. En su desmesura pensó que conquistaría al peronismo que derrocó y a la socialdemocracia europea que le pedía cuentas por sus crímenes. Su método era original pero algo rústico, como todo él: de los montoneros a Isabel y Lorenzo Miguel tenía enjauladas a las diversas fracciones del movimiento que buscaba rendir. Fue menos gris y más ambicioso pero igual de cruel que sus camaradas. Sólo los diferenciaba su impostación operística, su debilidad por las actrices más jóvenes y por las metáforas más arcaicas, bíblicas dentro de lo posible.
Pasó la mitad de las últimas dos décadas bajo suaves formas de arresto, en unidades militares, en moradas bien y malhabidas y en el Hospital Naval, adonde lo llevaron ayer al mediodía, como si nunca hubiera sido destituido por la deshonra que acarreó a la Marina de Brown.
La primera caída lo sorprendió en plena dictadura, cuando un juez titiriteado por el Ejército le pidió cuentas por el asesinato del esposo de su amante. Lo había invitado a navegar en el yate oficial del Comandante en Jefe de la Armada. El hombre no volvió a tierra y la viuda declaró en la causa judicial que el hombre de mar le había brindado consuelo íntimo. En los meses siguientes sus bienes fueron malvendidos, con documentos falsos legalizados por un cónsul que, una vez cumplido ese trámite, tuvo el tino de morirse. También le falló el corazón al escribano que protocolizó las ventas.
“El acta sumarial chorrea sangre, semen y lágrimas, adulterios, prostitución de altos vuelos, pasiones, asesinatos, falsificaciones, engaños, rapiña, corrupción, prepotencia. ¿Y qué importa puede preguntarse toda la sordidez del caso junto al drama de la intervención militar y de todos los horrores de la Escuela de Mecánica de la Armada? Importa, y mucho”, escribió entonces el corresponsal del diario español El País. Hasta entonces, los militares podían aparecer “como unos caballeros extraviados que cayeron en el error de estimar que el fin, un buen fin, justificaba los medios”. Desde entonces, se advierte que “en nombre de la civilización cristiana y del sagrado principio de la Patria, se estaban acostando con la mujer del socio, mataban a éste y se repartían sus bienes, mientras los revolucionarios de izquierda aullaban bajo las torturas en las prisiones”.
La segunda vez cayó junto con los otros jefes de la banda, con los que se odiaba y los boxeó en la prisión. Durante el juicio de 1985 fue el único que memorizó el alegato que le escribió un periodista de alquiler, para recitarlo como el actor que le hubiera gustado ser. Por última vez de uniforme, se quejó de la veleidosa sociedad que le daba la espalda luego de haberlo consentido. Durante años rumió su mayor rencor contra los grandes empresarios, cuyos privilegios tuvo la ingenuidad de creer que compartiría para siempre. No se equivocó tampoco al advertir a sus jueces que a ellos les correspondería la crónica y que de él se ocuparía la historia. Aunque tal vez quiso decir otra cosa.
De los principales indultados fue el único que soñó con una nueva voltereta del ánimo colectivo que le repusiera no sólo la libertad sino también la estima social que tanto le dolió perder. Recorrió canales de televisión prestando un servicio a la sociedad que muchos no valoraron en aquel momento. Su gesto crispado, la repetición de consignas vacías, el despecho y la amenaza en cada palabra, sirvieron para que los que sabíanno olvidaran y para que los más jóvenes aprendieran el horror. Sus apariciones fueron como una salida al zoológico para que los chicos se hicieran una idea de cómo eran las fieras salvajes.
Aunque todos sus subordinados habían mentido ante los jueces que la ESMA nada tuvo que ver, en uno de esos reportajes él admitió lo contrario. Ante Mariano Grondona, ese cristiano libresco siempre fascinado ante el Mal Absoluto de los hombres de verdad, dijo que un pelotón de la Marina había matado a tiros a Rodolfo Walsh. La hija del escritor, Patricia, nunca tan digna, le contestó: “Ahora que ha reconocido que mi padre ha muerto queremos que nos diga de qué se defendió Rodolfo Jorge Walsh, de quiénes eran los tiros que menciona, cuándo, cómo y dónde sucedió este hecho y qué hicieron con su cuerpo. Díganos también dónde guarda la obra literaria inédita de mi padre que usted ordenó robar en la casita de San Vicente, último domicilio de mi papá, literalmente demolida a cañonazos por su grupo de tareas”.
Volvió a caer en 1998, horas después que Pinochet en Londres. Dos causas por robo de bebés, una por saqueo de los bienes de otra de sus víctimas le enseñaron que por más gracias y enjuagues que obtuviera, no lograría revertir la inapelable condena social. Sus últimas batallas fueron minúsculas: escaparse por unas horas de esa reclusión que lo deprimía, para dar una caminata matutina o empinar un whisky después de la misa de la tarde, en un bar del amistoso barrio del Socorro. A los periodistas que lo sorprendieron por primera vez, les imploró la clemencia que nunca otorgó a nadie, ya fueran sus víctimas, sus socios o su esposa. Un coágulo apagó la parte de su cerebro conservada por el alcohol triste de la soledad y por ahora arrebató a otros periodistas la foto que certificara su nueva fuga a los benévolos términos de su detención.
Si Emilio Massera vuelve a escapar de la justicia, no habrá nada que festejar por ello. Que Dios le conceda buena salud y larga vida, lo mismo que a Jorge Videla, Leopoldo Galtieri, Benito Bignone, Miguel Etchecolatz y sus secuaces menos conocidos. A esta sociedad tan virtuosa le resultaría arduo aprender a vivir sin sus mejores monstruos.
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