EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Un juez eslovaco leyó la sentencia en francés. La otra versión oficial, en inglés, se reproduce en varios medios on line argentinos. Fue en La Haya, los sentenciantes vestían toga, algunos estaban tocados con peluca. Por si hacía falta irrealidad, ocurrió en una Europa incomunicada, bajo un techo de cenizas volcánicas. Fue el prolijo final de un pleito que jamás debió llegar a esos estrados y que, paradójicamente, es una bisagra en el conflicto entre dos naciones que son hermanas. Los dos estados y por ende sus ciudadanos se sometieron a esa instancia. Ahora les cabe acatarla, darle sentido a través de la acción política, construir un horizonte común.
La Corte interpretó que Uruguay incurrió en diez violaciones del Estatuto del río homónimo. Hubo unanimidad, si se excluye al conjuez designado ad hoc por Uruguay. Esa es la parte más satisfactoria para los funcionarios, litigantes y negociadores argentinos. Se ratificó la plena vigencia del tratado firmado en 1975. Por entonces, Juan Domingo Perón se interesaba, pioneramente, en la ecología, mientras perseveraba en su clásico afán en buscar acuerdos con los vecinos, para evitar rencillas de límites.
En voz baja, en Cancillería y en la Casa Rosada se apunta que se trata de un revés serio para los orientales, que se jactan de su puntilloso apego a la legalidad y se quejan de su condición de víctimas. También celebran el modo en que queda estructurada la narrativa del entredicho: lo comenzó la actitud ilegal e inconsulta de la contraparte.
La validación de la Comisión Administradora del Río Uruguay (CARU) es otro ítem que anotan en su haber. “Ellos la definieron como la quinta rueda del carro, la sentencia le atribuye importantes competencias.”
La prospectiva indicada por la Corte, monitoreo y cuidado conjunto del medio ambiente, es otro aspecto ansiado que los argentinos recibieron con sonrisas. “Nuestro reclamo, en sustancia, fue ‘no a la contaminación’ y a las decisiones unilaterales. En el futuro, no habrá otras Botnias”, discurren por acá. De rondón, deploran que en el balance público se minimice la relocalización de la pastera española ENCE, que alivió el impacto ambiental en el río. Cuando hay estados implicados es más sencillo, analizan y se conduelen en Cancillería. Botnia es una empresa privada finlandesa, los gobiernos uruguayos se esmeraron en mantenerla al margen de las tratativas y de la instancia judicial.
Habrá Botnia para rato, para siempre por lo que parece. Ese el gran poroto que se anotan los uruguayos. El desmantelamiento o la relocalización eran hipótesis casi descabelladas, no se corroboraron. El emprendimiento seguirá, los inversores extranjeros y los intereses nacionales quedaron a salvo, tal el discurso del gobierno del Frente Amplio.
Tampoco se probó la existencia de contaminación, al menos en las graves proporciones que justificarían para la Corte una decisión que alterara el status de Botnia. No hubo, para ella, efectos graves ni daños en los seres vivos, aunque sí episodios esporádicos de contaminación.
Para el vecinalismo entrerriano, quedó rechazado el núcleo del reclamo. Sus primeras reacciones trasuntaron defraudación y voluntad de seguir su lucha, incluido el bloqueo del puente internacional, que fue el acicate del conflicto y su núcleo sensible durante años.
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Fue la primera vez que la Argentina acudió a un tribunal internacional demandando a otro país. La Corte es un tribunal de alto rango, formado por juristas de primer nivel, pero nadie es perfecto: ninguno de ellos es experto en derecho ambiental ni su jurisprudencia registra precedentes similares al caso. Una decisión de este calibre se concibe pensando más allá de las partes implicadas: es verosímil que la contienda inédita pueda repetirse en un contexto de creciente interés (y litigiosidad) de los reclamos ambientales.
Los standards de cuidado futuro interpelan a los dos estados y no sólo al Uruguay. La Argentina no destaca por el cuidado de los ríos, susurran mirándose en el espejo funcionarios argentinos; ahora quedó escrito que “el Uruguay no debe ser otro Riachuelo”.
La política, que no equivale a parcialidad, habrá influido la sentencia que llegó a paso de carreta, como es de rigor en estos trámites. En voz baja, argentinos y uruguayos reconocen (y saludan) que el Tribunal postergó su pronunciamiento, que estaba cocinado a fin del 2009, para no interferir en las elecciones presidenciales uruguayas y parlamentarias argentinas.
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Casi cuatro años insumió el trámite. Las dos partes tentaron reclamos más ambiciosos, vía medidas cautelares. Argentina solicitó que se paralizase la construcción de la planta, Uruguay que se levantara el bloqueo. Las dos posturas de máxima se desecharon por amplia mayoría.
Los desencuentros recorrieron muchos kilómetros y exploraron otros abordajes. El “facilitador” español Juan Antonio Yáñez Barnuevo derrochó savoir faire, creatividad e hiperquinesis sin mayor fortuna. Presidentes o representantes de alto nivel se reunieron en Nueva York, en el bello Palacio del Pardo, cerca de Madrid.
Los argentinos recriminan al ex presidente Tabaré Vázquez haber frustrado varios de esos avances, sobreactuado su nacionalismo y haber sido “conducido” por la derecha de su país. Los uruguayos rezongan argumentando que el presidente Néstor Kirchner avaló y azuzó varias veces la movida de Gualeguaychú.
Es sencillo, desde afuera, lapidar a quien hace política internacional cuidándose las espaldas en el frente doméstico. Tal vez sea una exigencia voluntarista o desmedida. Ningún partido gobernante descuida su continuidad en el poder, ni los peronistas, ni los frenteamplistas, ni la socialdemocracia sueca. Desde este ángulo, a veces subestimado, los dos ejecutivos pudieron revalidarse en las presidenciales sucedidas durante el conflicto. Cristina Fernández de Kirchner ganó con holgura en la Nación (y en Entre Ríos) en 2007. La caída en 2009 reconoció otras causas de política local. Por su parte, José Mujica conservó el favor popular, triunfando contra colorados y blancos.
En sus frentes internos, el kirchnerismo atravesó más vaivenes y rupturas que los ribereños de enfrente. La relación con los ambientalistas tocó techo cuando se proclamó la “causa nacional”, en un acto cuya liturgia excesiva imponía mandatos incumplibles. La designación de Romina Picolotti también fue un hito. La confianza mermó cuando el Gobierno, con racionalidad estimable, se despegó de los planteos más radicalizados del movimiento social: corte de relaciones, cortes de energía, interrupción de flujos comerciales.
El ex gobernador Jorge Busti, otro ex aliado, le costó muy caro al gobierno nacional. Su desmesura gozó de anuencia excesiva, ahora es un adversario en la interna peronista.
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La protesta social fue una constante en la época de los Kirchner y, contra lo que predica el sentido común dominante, se ejercitó mayormente en su contra. “Minorías intensas” de clases medias o altas se apropiaron de la metodología de los desocupados con mayor hospitalidad mediática y envidiable capacidad de incidir. Juan Carlos Blumberg, los familiares de Cromañón, los pobladores entrerrianos y los productores agropecuarios le encontraron la vuelta a la acción directa. Impusieron cambios en las leyes penales, destituyeron a un jefe de Gobierno aliado del kirchnerismo, condicionaron la política exterior, infligieron un duro revés al Gobierno, no del todo revertido.
Concibieron una alquimia eficaz que combinó un objetivo único con referentes presentables, generadores de alta empatía ciudadana.
El vecinalismo entrerriano puso a Gualeguaychú y al contencioso del río en la agenda internacional. La movilización, el bloqueo sustancialmente, fue la herramienta esencial. A partir de que el Gobierno tomó su bandera, obviamente con otros límites y contemplando objetivos más complejos, la reiteración del método mantuvo lesividad pero no eficacia política. No bastó para frenar la construcción, ni para suscitar adhesiones internacionales, más bien ocurrió lo contrario. La medida de fuerza abroqueló al pueblo uruguayo, constriñendo a sus gobernantes.
La fascinación por determinados medios, más allá de los cambios de coyuntura y de niveles de eficacia, es un karma que persigue a muchos actores políticos, no sólo a los ambientalistas. A éstos les cabe repasar si persistir es un reflejo identitario, un producto de la bronca o si sigue siendo un mecanismo virtuoso para defender sus intereses.
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Es habitual hablar de sentencias “salomónicas” cuando el tribunal no se juega en su decisión, ya se moteja así la de ayer. El apodo, supone el cronista, es injusto con el rey Salomón. El monarca, merced a un artilugio, desentrañó cuál era la verdadera madre de un bebé en disputa y pronunció un fallo jugado y justo. Cuando se enuncia “salomónico” más bien se piensa en Poncio Pilatos, otro gobernante metido a juez.
La Corte internacional no se lavó las manos, aunque sí dictó una sentencia acorde al derecho internacional vigente en el mundo global, reconociendo derechos y señalando falencias de los dos países. Los magistrados de toga posiblemente no sean tan sabios como Salomón o Sancho Panza, pero son la máxima instancia existente a las que se sometieron las partes.
El producido es razonable e inapelable. Los Estados y sus ciudadanos tienen el deber de acatar. Los presidentes Cristina Fernández de Kirchner y Mujica, que se prodigan mejores ondas que sus predecesores, deberán ingeniarse para generar un nuevo marco de relaciones. Y la protesta entrerriana, sin renunciar a sus reivindicaciones, encontrar nuevos modos de acción. El daño político causado es grande y esas tareas, normales en otras circunstancias, son muy difíciles.
Esta historia de dos orillas, como el río, seguirá fluyendo.
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