EL PAíS • SUBNOTA
En todas partes se puede crear riquezas, pero en ninguna con la rapidez y con la simplicidad de recursos que en América. Y siendo tan fácil crear allí riqueza, todo es cuestión de hombres, de población, de emigrantes. Tras de ellos ha acudido hasta ahora sin demora lo que hace falta para aprovechar su voluntad de esfuerzo: los capitales, la técnica. Así se forma la tónica social de la Argentina –optimismo, actividad, seguridad en el porvenir, despreocupación para el gasto–. En la Argentina se gasta enormemente, se gasta mucho más que lo que gastan en igual proporción de riqueza las sociedades europeas. Generalmente, no se ahorra. Se tienen muchos hijos, se vive con todo el gasto posible, se alardea de poseer costosas alhajas, se visita Europa con frecuencia. Todo se hace con largueza, audazmente, en la certidumbre de que después todo se ha de arreglar, de que el país irá prosperando y cubrirá, tarde o temprano, las lagunas que abra el crédito en las economías privadas. Todo ese enorme gasto, ese nivel exagerado de vida material, característico de la Argentina, trae sus consecuencias. La primera es la dificultad para formar una cultura superior. El coste de la vida es tan elevado y la valoración del trabajo intelectual tan modesta, que no es posible vivir ejercitando el arte o el pensamiento en sus formas más nobles y selectas. El intelectual argentino necesita desempeñar múltiples oficios que le hacen casi imposible prepararse y ahondar. Eso es fatal. La cultura superior exige reposo, reflexión, intimidad, trabajo teórico y desinteresado. En las actuales condiciones sociales, es difícil que la Argentina elabore una cultura superior acorde con su potencia material. También requiere sus previsiones la independencia nacional. La Argentina, mientras sus hombres trabajaban sin tregua para hacer frente a una vida costosa, ha resuelto hasta ahora su problema cultural agenciándose elementos técnicos, instrumentos industriales y métodos extranjeros. Pero se ha agenciado todas esas cosas a costa de no hacer nación, a costa de su independencia. Se ha procurado ingenieros extranjeros, gerentes extranjeros, intelectuales extranjeros, se ha procurado, asimismo, capitales extranjeros, máquinas extranjeras, medios de transporte extranjeros. La Argentina es una presa de otros países industriales que la valoran, que la someten a dependencia y deciden en lo económico excesivamente de su suerte. Pero la Argentina, al vivir de los capitales y de la técnica y de los mercados de Europa, ha entregado las riendas de su economía a Europa, y además se ha aventurado a correr la suerte de Europa, que es una azarosa suerte para el día de mañana. La Argentina es un país en formación que ha sabido asimilar y desenvolver prodigiosamente ciertos aspectos de la civilización moderna. Su orientación ha respondido a sus circunstancias geográficas y sociales, y a las corrientes ideológicas que han dominado en la vida europea en el período utilitario en que ha tenido lugar la evolución argentina. El utilitarismo europeo no era, sin embargo, sino una fase del proceso de la cultura europea, y el secreto de su éxito estaba en otras fases precedentes, mucho menos prácticas, que descubrieron las leyes fundamentales de la actividad industrial y crearon la disciplina del pensar. No era posible adaptarse a una fase secundaria y subordinada de la cultura europea sin quedar dependiendo de los crisoles espirituales donde aquella cultura se fraguaba. Mas como los crisoles espirituales no eran transferibles y Europa se limitaba a ceder a préstamo, e imponiendo determinado vasallaje, fórmulas técnicas y elementos industriales, la Argentina se formó con aquella inevitable dependencia.
Hoy la Argentina –sus hombres inteligentes, al menos– tiene aspiraciones de dominar mejor su crecimiento corporal y de forjarse una economía y una cultura superior propias. Le preocupan las influencias del capital extranjero, le preocupa la creación de una industria nacional. En ese camino ha de hallar varios obstáculos, y el más temible de todos la confianza que el éxito crea en los métodos de vida ya experimentados, sobre todo cuando procuran una existencia grata. (Fragmentos de un artículo del economista Luis Olariaga, catedrático de legislación del trabajo, publicado en febrero de 1925 en la “Revista de Occidente” que dirigía José Ortega y Gasset)
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