Jue 25.11.2010

EL PAíS • SUBNOTA  › ESCENARIO

Un gran primer paso

A apenas más de un mes del asesinato del militante Mariano Ferreyra, la jueza de instrucción Wilma López procesó y dictó prisión preventiva a siete sospechosos por considerarlos prima facie coautores de homicidio calificado y tentativa de homicidio calificado (ver asimismo nota central). El encuadre es severísimo: si se confirmara en la sentencia definitiva, la condena puede llegar a cadena perpetua.

La Jueza elogió la “rápida y eficaz investigación” de la fiscal Cristina Caamaño, con toda razón. En realidad, ambas se consagraron día y noche al expediente, que ya acumula 200 cuerpos, esto es cerca de 4000 fojas o sea 8000 páginas. Hay en ese mamotreto trámites o anversos de fojas no escritos, pero igualmente el volumen de material es revelador. Declararon decenas de testigos, hay una cantidad inconmensurable de material filmado y gráfico, pericias.

Debe dilucidarse un hecho que tuvo largo prólogo, pero cuyo desenlace fatídico sucedió en segundos. López lo reconstruye y explica con minucia, lo que dota de contundencia a su decisión.

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Su Señoría considera a los procesados coautores materiales. Para que exista coautoría en un crimen deben confluir: a) un plan común, b) objetivos comunes y c) división de roles. Los distintos roles deben sumar un requisito: que el obrar del coautor haya sido imprescindible para consumar el delito. En este caso hubo organizadores, personas que manejaban autos, otros que llevaron las armas de fuego, otros que las retiraron, otros que las dispararon. La jueza afirma que hay comprobados dos acusados que tiraron, Cristian Favale y Gabriel Fernando Sánchez, sin saberse con precisión quién efectuó los disparos que mataron e hirieron gravemente. En este estadio de la causa y dada la calificación elegida, ese punto no tiene relevancia.

La narrativa de la magistrada desmiente la de la Unión Ferroviaria (UF) y los acusados. Hubo dos grupos enfrentados pero, desde el vamos y máxime desde la retirada de las vías en Avellaneda, uno estaba en considerable inferioridad, había entre ellos mujeres y niños, buscaba retirarse. El otro era un colectivo organizado con anterioridad, agresor, armado y comandado con otros fines.

Todos los procesados estaban en el lugar donde se consumó el asesinato. La jueza López debía resolver prestamente sobre su situación procesal, la investigación debe seguir para desentrañar si hubo otros responsables menos ostensibles. “Por arriba” queda por pesquisarse la conducta de dirigentes de la UF de rango más alto que el procesado Pablo Marcelo Díaz. O sea, la existencia de lo que lenguaje común se llama “autores intelectuales”, que en jerga forense pueden ser “autores mediatos” o “instigadores”.

También está bajo la lupa el desempeño de la Policía Federal para corroborar si hubo de su parte obrar doloso o culposo.

Ambas investigaciones están en curso, bajo secreto sumarial. El fallo no tenía que referirse a ellas, pero depara algunos datos de interés, que se pasan a sintetizar.

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La prueba reseñada por la jueza es abrumadora. Hay, por cierto, declaraciones de trabajadores tercerizados y militantes del Partido Obrero. Pero también hay rotundos testimonios de asistentes casuales al hecho. Todos concuerdan: la patota actuó organizadamente y la conducía el dirigente ferroviario Díaz. El hombre declaró, contó una versión idílica: “la movilización (de ferroviarios y barras bravas) fue espontánea”. Explicó su presencia en el lugar porque “su obligación es estar siempre del lado de los trabajadores”.

Según Su Señoría, abruman las pruebas que acreditan todo lo contrario. Díaz reclutó a muchos de los participantes, dio las órdenes, habló por celular en forma ininterrumpida durante horas, a él se reportaban los matones. Favale lo habría interpelado diciéndole “no puede ser que estos hijos de puta nos corran, mirá todos los que somos, a ese gil de mierda le perforé la panza”.

Hablando de modo llano, Díaz está comprometido hasta el cuello. Queda por verse si en él se corta la cadena de responsabilidades penales de los líderes de la UF. La decisión de ayer reseña hechos que comprometen al número dos del gremio, el “Gallego” Juan Carlos Fernández. Díaz confiesa haber hablado con él porque era “su jefe”. Y hay testimonios de que, ya consumados los delitos, Fernández llamó a Díaz a su “handy” y le ordenó que se retiraran. El dato tiene su miga porque el ataque asesino no era transmitido por televisión (las imágenes televisivas que luego se conocieron, en especial las de C5N, se estaban grabando) así que el Gallego sabía que había víctimas por otros medios.

El secretario general de la UF, José Pedraza, declaró que él mismo bajó la orden de retirarse para que no hubiera disturbios. Otro relato angelical, que de paso se despega de sus subordinados.

Como fuera, Fernández estuvo al tanto de lo que pasaba, en comunicación con Díaz, que dirigía el operativo criminal: seguramente habrá novedades a su respecto. Para que pudiera considerárselo “coautor” debería probarse alguna actuación suya previa al hecho (en el “plan”), para incriminarlo como encubridor basta que haya asistido a sus compañeros después. El contexto indica que el operativo se hizo por órdenes superiores emanadas por arriba de Díaz.

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Pocas menciones hace la jueza López respecto de la Policía Federal, pero son muy sugestivas. La primera es que la División Roca de la Policía Federal “custodiaba” al grupo de la UF y la Bonaerense a los tercerizados.

La segunda es que había tres móviles de la seccional 30ª en el lugar del homicidio.

La tercera es que muchos integrantes de la patota se agolparon detrás de esos patrulleros. Entre ellos, los agresores que tenían las armas. O sea que los federales quedaron en medio de los dos grupos. La patota armada pasó delante de ellos antes de matar y herir.

La cuarta es la existencia de una filmación en video aportada por la citada División Roca efectuada “desde arriba del puente ferroviario que cruza la calle Pedro de Luján”. Vale decir, detrás de los agresores, a sus espaldas, con visión panorámica del escenario de los delitos.

En versiones informales los federales alegaron que no podían intervenir porque el protocolo vigente para manifestaciones veda hacerlo a policías con armas. Pero, en ese trance, ya no había una protesta social, sino un salvaje ataque con armas de fuego, que forzaba algo más profesional que la molicie policial durante y después de los delitos. No intervinieron, no asistieron a los heridos, no persiguieron a los agresores, no identificaron a nadie. A todos les cabe la presunción de inocencia, pero las sospechas y la necesidad de una investigación a fondo se potencian con la lectura del fallo.

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Los procesados pueden apelar. El trámite debe ser relativamente veloz, para lo que suelen ser los tribunales, porque hay en juego privaciones de libertad. A ojímetro, la Cámara no podría expedirse más allá de enero de 2011, ni mucho antes. Los acusados seguramente jugarán al Gran Bonete (“¿Yo, señor? No, señor”), tratando de zafar de a uno.

El resto de las averiguaciones seguirá su curso. La elaboración política de estos crímenes debe ir más allá de la causa penal, desde luego. Este diario ya ha hablado de eso y seguirá haciéndolo.

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