EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Es natural, y eso lo hace más disfrutable. Uno alza la vista y hasta donde llegan los ojos es un mar de gente, un mar de gente que celebra vivir en democracia y que ese vivir en democracia ya no sea algo que se experimenta entre temores sino con la convicción de que se sigue construyendo día a día. En este estado de las cosas, lo que ocurre sobre el escenario es la banda de sonido más adecuada. La frase es muy conocida, casi un lugar común, pero sigue teniendo la potencia de aquello que lo resume todo a la perfección: “Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll”. Lo dijo Pete Townshend, lo citó Charly García en Yendo de la cama al living, podrían suscribirlo miles de personas que pasaron ayer por la Plaza.
Cierto, no todo lo que pasó por el escenario fue rock, ni el rock era lo que convocaba: mucha gente se acercó por las razones de fondo. Pero que muchos de los músicos más importantes de este país hayan querido dar el presente es la actitud natural de un movimiento que desde siempre se comprometió con la vida, que aun cuando subió a tocar en el Festival de la Solidaridad Latinoamericana no lo hizo por apoyar a los milicos, sino pensando en los pobres pibes que estaban poniendo el cuerpo en el sur. En 1988, el rock se alió a Amnesty no por conveniencia sino por convicción, como fue la convicción de que había que hacer algo frente a tanto oprobio lo que motorizó a Live Aid o a Live 8. El sindicato de los cínicos prefiere torcer la boca y ver a los músicos comprometidos con los derechos humanos como estrellas que quieren lavar sus culpas: será que el cínico, siempre tan pragmático, no encuentra razones para comprometerse más que con aquello que rinda algo a cambio.
Un mar de gente, y los artistas –otra vez, como en el Bicentenario– sintonizando con un espíritu de época de los que calan hondo, de los que quedan en la memoria. De nuevo: habrá comentadores cínicos que interpretarán la adhesión de la cultura a este festejo ciudadano como una compra de favores por parte del Gobierno, como una supuesta atracción del poder. Ese análisis olvida que el rock siempre desconfió del poder, y nunca quiso ejercerlo. El de ayer no era un acto partidario, pero si lo pareció es precisamente porque los ocupantes de la Rosada muestran una identificación con ciertos valores humanistas y sociales que los músicos no lograron encontrar en otros líderes políticos. No hay contradicción en que este gobierno organice semejante celebración del 10 de diciembre, porque hace mucho por honrar lo que significa un 10 de diciembre.
Y, definitivamente, ninguno de los músicos que pasaron ayer por el escenario prestaría su nombre a un festival que propusiera cerrarle las fronteras al inmigrante.
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