EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
El racismo cala hondo en muchas sociedades. En la Argentina, su vertiente antimigratoria se remonta al fondo de la historia. Dos aspectos afrentosos y relativamente novedosos advierte el cronista a partir de la feroz diatriba del jefe de Gobierno Mauricio Macri, a casi dos semanas vista. El primero, señalado impecablemente en este diario por el antropólogo Alejandro Grimson, es que la haya formulado un dirigente político de primer nivel, gobernador de un distrito relevante, presidenciable por añadidura. No ocurría algo así desde las presidencias de Carlos Menem.
La segunda, menos perceptible, es la falta de reacción condigna de intelectuales, periodistas y académicos no kirchneristas o antikirchneristas. Al escriba se le puede haber escapado alguna pero han sido contadísimas las intervenciones en ese sentido. Algún comentario perdido en un artículo general, un párrafo a media nota... muy poco. Apena que un arranque xenófobo se encuadre en la disputa política binaria. No vaya a ser cuestión de debilitar al Grupo A, por lo que fuera.
Los compañeros peronistas federales, incluidos aquellos que gustan darse una pátina progresista, también hicieron chito.
De los candidatos a presidentes que hablaron esta semana, sólo Fernando “Pino” Solanas y Ricardo Alfonsín fueron enfáticos y dignos al respecto.
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Discriminar a inmigrantes de países vecinos es praxis corriente, máxime en las últimas décadas. Los paraguayos y bolivianos centraron el furor durante años, cánticos vetustos de las hinchadas de fútbol lo corroboran. Peruanos y dominicanos se sumaron en paridad con su aparición en el paisaje urbano.
No hace tanto, en pleno noventismo, una revista de Daniel Hadad denunció “La invasión silenciosa” mintiendo desde la tapa, que tenía una foto trucada.
Por aquel entonces, la Uocra inundó paredes con un afiche que culpaba a los extranjeros por la falta de trabajo en el gremio, que tenía muy otras causas. Hubo un escándalo, sus autoridades tuvieron que retractarse. Con el boom de la actividad de años recientes se retomó lo que es una regla: suele haber bolivianos y paraguayos en esos conchabos. No son exactamente lugares para holgazanes. Cualquier lector de este diario sale a la cuadra de su casa o mira en su interior y da cuenta de cómo y cuánto laburan tantos vecinos, usualmente por floja paga.
Da un poco de bronca o de “cosita” hacer esos señalamientos, que obran en espejo con los que desprecian. Por caso, no hace falta destacar la laboriosidad de los descendientes de judíos rusos, como el suscripto.
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Cuando se dilucide el Censo 2010 se comprobará que es mítica la idea del aluvión inmigratorio de años recientes. La traza gruesa de las cifras demográficas ya lo sugiere. Asimismo prueban que la población de la Ciudad Autónoma es la que menos crece, en todo el territorio nacional.
La expansión de ocupaciones de terrenos al Gran Buenos Aires seguramente demostrará que los gauchos pobres tienen estrategias de supervivencia similares a sus pares de clase de otros países. Es más, los llegados últimos las aprendieron acá, en una sociedad más demandante y movilizada.
Quienes manejan datos sobre población carcelaria corroboran que los presos inmigrantes no superan la proporción que tienen en la población general. Nadie, en sus cabales, creerá que las fuerzas de seguridad tienen una política de discriminación positiva.
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Protestas que estallaron en París un tiempo atrás revelaron que el estigma vale más que los hechos. Se acusó a inmigrantes de haberlas llevado a cabo, se comprobó que muchos de los reclamantes eran franceses de primera o segunda generación. Algo similar ocurre acá, en la tierra del ius soli, con los hijos argentinos de bolivianos, peruanos. Los de chinos y coreanos, tampoco zafan.
También es un fenómeno internacional el rencor excluyente de personas de a pie, de estratos sociales no tan distantes a los ocupas, pero mejor posicionados. El mal de muchos no consuela pero da cuenta de la densidad del proceso.
No hay motivos para excusar a los “vecinos” descolocados pero es mala resolución encasillarlos en despectivas cuadrículas sobre “la clase media”. Un jauretchismo mal interpretado traslada esa deducción al abroquelamiento contra esos sectores, definidos como irrecuperables. En verdad, el desafío de la política democrática es desmontar prejuicios, congregar a los no convencidos, persuadir a quienes se considera equivocados. Arturo Jauretche sabía horrores de eso y escribió textos memorables acerca de la necesidad de sumar versus la arrogancia de querer un fraccionamiento social horizontal, perjudicial para cualquier pretendido movimiento nacional y popular.
Advertir que hay numerosos focos de xenofobia, prejuicios y desdén de clase debe ser un acicate para la política. La de discusión, la de debate, la de tratar de disuadir a los que se dejan arrastrar por miedos y preocupaciones pequeño burguesas que son, al fin y al cabo, propios del sistema capitalista.
Y también las políticas sociales, que deben redoblarse ante la evidencia de que, aunque mucho se ha hecho, queda mucho por hacerse.
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