Dom 13.03.2011

EL PAíS • SUBNOTA

Normas y protagonistas

› Por Mario Wainfeld

El que gana, gobierna. El que sale segundo, acompaña. Y los dos le cierran el paso a cualquier tercero en discordia. Tal fue el sentido estricto del sistema constitucional electoral pactado en Olivos y plasmado en la Constitución de 1994. El enrevesado sistema de doble vuelta favorece al más votado, porque le garantiza ganar con el 45 por ciento y le posibilita hacerlo hasta con el 40 por ciento. A su vez, potencia al segundo porque induce a la polarización en la primera vuelta, procurando desalentar votos a terceras o cuartas fuerzas. Desde luego, la norma es un marco, en la realidad intervienen otros factores, empezando por el protagonismo popular, pero el sistema empuja en ese sentido.

Una panorámica sobre las aplicaciones de la regla revela que la realidad no se amoldó del todo a la regla. En 1995 el radicalismo (segundo asumido) cedió lugar a un tercero más potente, el Frepaso. Eso sí, se cumplió parte de la profecía: victoria cómoda del primero, el peronismo menemista.

En 1999 se aliaron la UCR y el Frepaso, reconjugando el bipartidismo.

En 2003, la crisis política arrasó todo, compitieron tres candidatos de proveniencia peronista y otros tantos de origen radical. Cinco salieron bastante parejos.

En 2007 el kirchnerismo ganó muy fácil, Elisa Carrió quedó segunda pero no consiguió galvanizar al universo opositor, que se fragmentó especialmente entre ella y el radicalismo. Quizá, como se desarrollará líneas más abajo, no suponían que podían vencer. Quizás, intuye el cronista, había una voluntad expandida (aun entre gentes de otras filas) de darle otro mandato al kirchnerismo.

En 2011, el Frente para la Victoria está afianzado como primera minoría y yendo a más. “Las oposiciones” no consiguieron unidad ni hay un liderazgo que hegemonice al conjunto. Su apuesta es una doble polarización, en su propio terreno y contra el kirchnerismo. Un riesgo inimaginable en el último trienio, los acecha: la reiteración, con módicas variantes, del escenario de 2007.

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De nuevo, el sistema incentiva al opositor al “voto útil”, relegar su identidad para competir con el partido dominante. La influencia del sistema electoral en el de partidos y en la conducta de los votantes es estudiada desde hace añares. Más de medio siglo atrás, el cientista francés Maurice Duverger la diseccionó y la consideró elevada. El punto fue debatido, en un texto mucho más reciente, por el politólogo norteamericano Robert Cox. Lo refutó en parte y lo estudió empíricamente, en un libro de título imposible: La coordinación de los sistemas electorales en el mundo. El subtítulo es mejor y va al grano: Cómo hacer que los votos cuenten. El francés y el yanqui se interesaron por las tácticas del votante, pensándolo como un ser racional. Acostumbra serlo, aunque esté de moda dictaminar en contrario.

Volviendo a nuestra coyuntura, el sistema trata de inducir el voto útil, desalentando al expresivo o identitario. “No tirarlo” es, además, un fraseo del lenguaje popular. Pero la regla no es todo en la política, en la que también influyen imaginarios, percepciones, identidades, pasiones.

En 2008 y en 2009 la finalidad del sistema electoral sintonizaba con los anhelos y las percepciones de muchos argentinos que creían posible y deseable desplazar al kirchnerismo del gobierno. Seguramente algunos, para colmo, pretendían hacerlo sin respetar las rutinas legales. Pero, aun poniendo entre paréntesis esa desviación destituyente, campeaba un clima de renovación. Un ansia considerada factible. Desde fines de 2009 el contexto parece haberse reformado. El furor antikirchnerista, allende los grandes medios, acaso menguó. Y la certeza sobre su caída o aunque más no fuera su factibilidad están en tela de juicio.

El reto para los candidatos opositores es persuadir a un conglomerado de votantes de distintas identidades preexistentes. Hay radicales, de centroderecha PRO o peronista, o sectores de izquierda. Volcarse por “otro”, desestimando esos linajes, puede ser tentador si tiene como contrapartida la victoria; en caso contrario sería pura pérdida. En otras palabras, siguiendo al mentado Cox, el voto útil integra el menú del votante si atisba perspectivas de triunfo, no si ve imbatible al antagonista.

Parte de las campañas por venir rondarán esas temáticas. La interna abierta de los radicales, con un potencial de concurrencia alto y un ganador preciso y muy publicitado, puede mejorar sus chances relativas. Da la impresión de ser menos propicia la interna escalonada del peronismo federal, acaso demasiado larguera y con posibles ganadores alternativos en distintos distritos.

Haber trastrocado la ilusión opositora de ganar en cualquier caso fue el primer avance del kirchnerismo. Recuperar imagen e intención de voto, una herramienta imprescindible.

Cox recuerda una anécdota de otras latitudes, que acaso venga a cuento. En 1996 Boris Yeltsin pretendía presidir Rusia y corría muy de atrás contra los resucitados comunistas. Un consultor norteamericano, que contrató, le marcó una estrategia de dos tramos. “Primero, convertirse en la única alternativa al comunismo. Segundo: convencer a la gente de que es preciso detener a los comunistas a cualquier precio”. Salvando las distancias, “la oposición” estaba más cerca del segundo objetivo dos o tres años atrás. Acaso distraída, fantaseaba que el primero vendría por decantación.

Hoy día, quizás esté más lejos. El kirchnerismo, entre tanto, busca aumentar su ventaja, en una contienda que puede depender más de sus propios errores o demasías (en los que incurre con asiduidad, máxime en tiempos de bonanza política) que de los aciertos de sus polifacéticos adversarios.

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