Lun 16.05.2011

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Las preguntas que faltan

› Por Judith Gociol y Diego Rosemberg *

En el conflicto de la Escuela Carlos Pellegrini cada día se exponen y se juzgan públicamente las acciones de los estudiantes, los profesores, los no docentes, los padres y las autoridades. Pero está ausente el papel de un actor determinante en la lectura de los acontecimientos: los medios de comunicación.

Escribimos como padres de una alumna de primer año del Carlos Pellegrini, pero sobre todo como periodistas con dos décadas de ejercicio. Nos impulsa el amor a nuestro oficio y el dolor –y la vergüenza propia– que nos produce su bastardeo, sobre todo cuando se olvida la responsabilidad personal y social que tiene quien toma un micrófono, una cámara o un teclado para dirigirse a la comunidad.

La cobertura periodística que hacen del conflicto los grandes medios –por supuesto que siempre hay excepciones– pone en evidencia algunas prácticas periodísticas que es imprescindible revisar:

- La falta de investigación.

- La simplificación de los acontecimientos.

- La carencia, o el manejo prejuicioso, de la información.

- La decisión –no explicitada– de no consultar a todos los actores o no darles voz de manera equitativa.

- La costumbre de esperar que la entrevista se acabe para emitir juicios de valor, sin permitir réplicas y sin dejar que las audiencias puedan decantar la información y hacerse su propia idea de lo que ocurre.

- La pontificación en reemplazo de la información.

- La exposición y desprotección de menores de edad.

- La estigmatización a los estudiantes.

- La ausencia de repreguntas a las autoridades.

Quizá por deformación profesional, lo que primero se nos ocurre son preguntas. ¿Cuántos periodistas averiguaron cómo era el transcurrir de la escuela hasta que el Rectorado de la UBA decidió nombrar una nueva conducción? ¿Alguno preguntó a las autoridades universitarias por qué decidieron cambiar un proyecto que funcionaba de manera exitosa? ¿Cuántos periodistas leyeron el proyecto elaborado por el ex rector Abraham Gak y compararon sus postulados con el presentado por el actual, Jorge Fornasari? ¿Cuántos averiguaron los antecedentes académicos del nuevo equipo de conducción? ¿Cuántos preguntaron si es razonable que Fornasari haya levantado su licencia médica para presentarse como candidato a rector y la haya vuelto a tomar a poco de ser nombrado? ¿Cuántos le preguntaron al actual vicerrector Raúl Juárez Roca por qué llamó a la policía para resolver un conflicto de índole escolar? ¿Quiénes indagaron por qué dos preceptores que habían sido sumariados y apartados, acusados de actos de abuso de autoridad y acoso contra los estudiantes, retornaron a puestos de trabajo que los ponen en contacto cotidiano con los alumnos? ¿Por qué algunos acusan a los estudiantes de hacer política y no investigan si las designaciones de rectores de escuelas preuniversitarias –la raíz del conflicto– son el resultado de una negociación política? ¿Cuántos le preguntaron al rector de la UBA, Rubén Hallú, por qué ahora dice que está abierto al diálogo y antes de la toma ignoró sistemáticamente cada pedido de audiencia que le hicieron los estudiantes? ¿Por qué hubo colegas que calificaron de atentado a la libertad de expresión el hecho de que los estudiantes no los dejaran presenciar sus asambleas? ¿Utilizan los mismos calificativos para las empresas Techint, Telecom y Clarín? ¿O ellas sí les permiten ingresar con sus grabadores a las asambleas de accionistas o reuniones de directorio? ¿Alguien preguntó en la UBA, cuando anunciaron el llamado a concurso de los docentes como medida para distender el conflicto, por qué el rector cuestionado es quien tiene la facultad de proponer los jurados al Consejo Superior?

En los últimos días, Juárez Roca repitió a cuanto micrófono accedió que es nula de nulidad absoluta la actividad que se desarrolla dentro de la escuela mientras él esté afuera. Los periodistas no le advirtieron que lo que él está anulando es, precisamente, lo que está obligado a garantizar: las clases. Que hay que tener clases es una verdad que nadie discute; por más que muchos medios han repetido –o sugerido– hasta el hartazgo que los chicos toman el colegio porque no quieren estudiar. Lo afirman sin pensar, ni por un momento, que los alumnos del Pellegrini realizan su protesta, justamente, en el colegio. Defienden la escuela en la escuela. Llevan a la práctica lo que para muchos expertos en educación es un anhelo incumplido: que los estudiantes se identifiquen y –aún más– que quieran su secundario.

A los estudiantes, muchos periodistas también los acusan de ingratos. Les echan en cara “desaprovechar la oportunidad que les da esta sociedad que paga los impuestos para que vayan a estudiar gratis”. Ignoran que durante primer y segundo año los estudiantes cursan una materia obligatoria llamada Acción Solidaria. Para aprobarla, deben implementar un programa de servicio social: alfabetizar en un barrio humilde, atender un comedor popular, asistir internados de un geriátrico son sólo algunas de las iniciativas en las que participan los alumnos supliendo el rol que debería ocupar el Estado y aprendiendo con sus propias vivencias que la desigualdad social no es una mera estadística.

Esta es la base del proyecto del Pellegrini que está en discusión: la formación de adolescentes con pensamiento crítico y comprometidos con su sociedad. Por eso, el conflicto trasciende la toma de la escuela por parte del centro de estudiantes y la lucha gremial docente por los “nombramientos a dedo”. La carta que 800 padres firmaron pide la continuidad de un proyecto educativo que fue tomado como modelo y replicado por escuelas secundarias de diferentes distritos, porque –entre otros logros– pudo mitigar los vergonzosos índices de abandono y repitencia que afectan a la escuela media.

El secreto hay que buscarlo en los sistemas de tutorías, en el Departamento de Orientación al Estudiante y en las múltiples instancias de recuperación de materias. Pero también buena parte de la receta tiene que ver con la trama social que logró tejer el colegio. Por ejemplo, durante la primera semana de clase, los alumnos de 5º año obsequiaron a los de 1º un ejemplar gratuito de La Bola –la revista que el centro de estudiantes publica desde hace más de veinte años–, donde se les explica, con una precisión de la que carecen muchos medios, todo lo que necesitan saber para desenvolverse en la escuela, desde cómo conseguir los pases gratis en el transporte público hasta cómo es la organización del Consejo Superior de la UBA.

El centro de estudiantes del Pellegrini tiene prácticas, modos de interacción y formas de organización con un grado de horizontalidad y democratización que hubieran podido confirmar los periodistas, si se hubieran acercado alguna vez a conocer a los estudiantes antes que a juzgarlos. El Pellegrini nos pone socialmente en una encrucijada: no sabemos qué queremos ni qué esperamos de los jóvenes. Nos parece mal que tomen cerveza en la esquina, nos parece mal que estén todo el día frente a la computadora o la televisión, nos parece mal que hagan política... La función educativa y pedagógica es una obligación de las autoridades en toda circunstancia, incluso en ésta.

La experiencia del Pellegrini es una especie de minilaboratorio de conductas sociales que exceden a la institución. De ahí la importancia de repensarla en conjunto. No es que estemos, ni tengamos que estar, de acuerdo con todas las decisiones que tomen los estudiantes. Pero, de momento, haríamos bien en dejar de medir sus actos con nuestra propia vara, porque corremos el riesgo de inocularles nuestros propios vicios. Alcanza con encender nuestras cámaras, nuestros micrófonos y nuestros grabadores, dispuestos a escuchar sin prejuicios. Deberíamos demostrar que los adultos estamos a la altura de sus circunstancias.

* Padres de una alumna de la Escuela Carlos Pellegrini.

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