El martes, cerca de la medianoche, paré un taxi y le indiqué una dirección. A las pocas cuadras el conductor me preguntó si había visto cómo estalló Inglaterra. Asentí sin mayor interés por el coloquio que proponía.

“Yo quiero que estalle más todavía”, insistió. “No fue poco”, opuse. “No, más todavía, que no quede nada.” Auto y chofer eran prolijos, pero sin el desodorante de telos que obliga a bajar los vidrios en pleno invierno. No parecía el tipo capaz de identificarse con los pirómanos de Tottenham ni con los comerciantes saqueados. Me dijo que había perdido horas buscando una copia de la partida de nacimiento de su hija y que había renovado su DNI para votar. Se explayó en su inquina contra los ingleses e insistió en conocer mi opinión.

–Aquí ya lo vivimos. Por suerte ahora no nos toca a nosotros –le dije.

–Sí, esta mujer está haciendo bien las cosas. Yo creo que va a ser reelecta.

No le contesté, siguió un par de cuadras en silencio, hasta que aclaró:

–Yo estoy con Macrì.

Ahí sí, me intrigó y le pregunté por qué. Su respuesta fue que en las reparticiones públicas estaba lleno de gente que no hacía nada y atendía mal al público.

–Hay que echarlos, propuso.

–Si los deja sin trabajo, salen a robar como en Inglaterra –lo azucé.

Esta vez él no contestó.

–¿Le hicieron perder mucho tiempo con el DNI? –le pregunté.

–Nooooo. En quince minutos hice todo el trámite y en una semana me dieron el documento.

Podría haber seguido, pero ya terminaba el viaje y había conocido al famoso señor Voto Cruzado, que según los focus groups realizados por la campaña de Daniel Filmus representaría al 15 por ciento del electorado porteño. Como me dijo hace años mi amigo Hamlet, hay muchas cosas entre el cielo y la tierra que mi filosofía no comprende.